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Cuando se habla del misterio del dólar en la Argentina es como cuando ante un quemado con leche hirviendo se habla de una vaca. El quemado tiembla.
Acuérdense de aquella imagen del año 2001, previo al colapso. Fue una imagen furtiva pero real y sucedía en el aeropuerto de Ezeiza. Filas de camiones de caudales cargados con millones de dólares se detenían ante los Boeing que partían para Europa o los Estados Unidos y empezaban a descargarlos en las bodegas.
Eran dólares que partían sin pasaje de regreso. No hablo ya del prorrateo de dólares delivery de casas de cambio y de arbolitos. Drenaje de goteo poco significante; sino del traspaso y transferencias de miles de millones de dólares de grupos financieros y corporaciones poniendo sus bienes a resguardo en plazas más felices. Y a salvo del marasmo.
Nadie supo nunca oficialmente quiénes fueron los que se afanaron gran parte del tesoro del trabajo y la plusvalía argentinas sin registro aduanero. Ni adónde se fueron aquellos camiones de caudales, a qué islas caimán o bananera se deslizaron las transferencias virtuales de cuantiosas ganancias de empresas hegemónicas y privadísimas.
Ignoramos si algunos de los aspirantes a presidente y a ministro de economía fueron parte activa del saqueo permitido por el libre mercado.
La devaluación de 2002 hizo aterrizar a la mayoría de los trabajadores argentinos en los patacones y las ferias del trueque, en la disfunción y el desempleo.
Pero ¡oh!, milagrosamente, logró que empresas colosales endeudadas recobraran su salud como si nada y reivindicaran sus patrimonios ya lejos del naufragio por un mágico pase de magia. Los grandes medios de comunicación celebraron el socorro mientras en las calles las gentes rogaban por socorro.
Nadie cantaba entonces las cartas que tenía; pero hasta en las clases medias prósperas del “uno a uno” se hablaba de cuentas secretas o de transferencias a través de banquitos clandestinos off shore.
Ese cuantioso enigma dolarizado consumía, como la sombra de un cadalso, el desorientado insomnio y el consecuente empobrecimiento argentino. La cifra de dólares fugitivos- según quien haga la cuenta- habla de sumas de decenas de miles de millones. ¿Cuánto de todo eso se llevaron de viaje los ideólogos del “crack”, que ahora se espantan por una suma que comparada a aquella es de bolsillo de chaleco?
El dólar ya no se salta como el riesgo país como un torturado por el electroshock. Está ahí moviéndose de a centavito en sube y baja. Ningún rapaz de alto voltaje puede traficar con la devaluación ni con el informe subrepticio como se hizo en el Rodrigazo, o cuando abortó el plan Austral, o cundió la hiperinflación de hace una década, o como cuando el gobierno de Duhalde se sinceró resignado a los grupos financieros y tuvo la precaución de compadecer a los damnificados ya agonizantes con la limosna del subsidio, para que no salieran a linchar a los corsarios de la City.
El enigma del dólar no pasa como nos quieren hacer creer por ninguna valija. Ni menos por una suma opinable pero declarada. Respetemos las leyes de las proporciones. Porque cada verano Punta del Este está colmada de argentinos que seguramente en los sondeos son quienes más heridos se sienten por que otros compran dólares. Toman sol, apuestan en el Conrad cuatro millones diarios, y hablan de ética cambiaria. Cada temporada se derraman allá más de mil millones de dólares argentinos. Los uruguayos son nuestros hermanos, pero no los devuelven.
Carta leìda el 4 de febrero de 2010 por Radio del Plata
Extraido de:
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