Ya hemos tenido oportunidad de aludir al “Centro del Mundo” y a los diversos símbolos que lo representan[1];
nos es preciso volver sobre esa idea de Centro, que tiene la máxima
importancia en todas la tradiciones antiguas, e indicar algunas de las
principales significaciones vinculadas con ella. Para los modernos, en
efecto, esa idea no evoca ya inmediatamente lo que evocaba para los
antiguos; en ello como en todo lo que atañe al simbolismo, muchas cosas
se han olvidado y ciertos modos de pensamiento parecen haberse hecho
totalmente extraños a la gran mayoría de nuestros contemporáneos;
conviene, pues, insistir sobre el punto, tanto más cuanto que la
incomprensión es más general y más completa a ese respecto.
El Centro es, ante todo, el origen, el punto de partida de todas las
cosas; es el punto principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto
indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la
Unidad primordial.
De él, por su irradiación, son producidas todas las
cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su
esencia quede modificada o afectada en manera alguna. Hay aquí un
paralelismo completo entre dos modos de expresión: el simbolismo
geométrico y el simbolismo numérico, de tal modo que se los puede
emplear indiferentemente y que inclusive se pasa de uno al otro de la
manera más natural.
No hay que olvidar, por lo demás, que en uno como en
otro caso se trata siempre de simbolismo: la unidad aritmética no es la
Unidad metafísica; no es sino una figura de ella, pero una figura en la
cual no hay nada de arbitrario, pues existe entre una y otra una
relación analógica real, y esta relación es lo que permite transponer la
idea de la Unidad más allá del dominio cuantitativo, al orden
trascendental.
Lo mismo ocurre con la idea del Centro; éste es capaz de
una transposición semejante, por la cual se despoja de su carácter
espacial, el cual ya no se evoca sino a título de símbolo: el punto
central, es el Principio, el Ser puro; y el espacio que colma con su
irradiación, y que no es sino esa irradiación misma (el Fiat Lux del Génesis), sin
la cual tal espacio no sería sino “privación” y nada, es el Mundo en el
sentido más amplio del término, el conjunto de todos los seres y todos
los estados de Existencia que constituyen la manifestación universal.
La representación más sencilla de la idea que acabamos de formular es
el punto en el centro del círculo (fig. 1): el punto es el emblema del
Principio, y el círculo el del Mundo. Es imposible asignar al empleo de
esta figuración ningún origen en el tiempo, pues se la encuentra con
frecuencia en objetos prehistóricos; sin duda, hay que ver en ella uno
de los signos que se vinculan directamente con la tradición primordial.
A
veces, el punto está rodeado de varios círculos concéntricos, que
parecen representar los diferentes estados o grados de la existencia
manifestada, dispuestos jerárquicamente según su mayor o menor
alejamiento del Principio primordial.
El punto en el centro del círculo
se ha tomado también, probablemente desde una época muy antigua, como
una figura del sol, porque éste es verdaderamente, en el orden físico,
el Centro o el “Corazón del Mundo”; y esa figura ha permanecido hasta
nuestros días como signo astrológico y astronómico usual del sol.
Quizá
por esta razón los arqueólogos, dondequiera encuentran ese símbolo,
pretenden asignarle una significación exclusivamente “solar”, cuando en
realidad tiene un sentido mucho más vasto y profundo; olvidan o ignoran
que el sol, desde el punto de vista de todas las tradiciones antiguas,
no es él mismo sino un símbolo, el del verdadero “Centro del Mundo” que
es el Principio divino.
La relación existente entre el centro y la circunferencia, o entre lo
que respectivamente representan, está ya bien claramente indicada por
el hecho de que la circunferencia no podría existir sin su centro,
mientras que éste es absolutamente independiente de aquélla.
Tal
relación puede señalarse de manera aún más neta y explícita por medio de
radios que salen del centro, y terminan en la circunferencia; esos
radios pueden, evidentemente, figurarse en número variable, puesto que
son realmente en multitud indefinida, al igual que los puntos de la
circunferencia que son sus extremidades; pero, de hecho, siempre se han
elegido para figuraciones de ese género números que tienen de por sí un
valor simbólico particular.
Aquí, la forma más sencilla es la que
presenta solamente cuatro radios que dividen la circunferencia en partes
iguales, es decir, dos diámetros ortogonales que forman una cruz en el
interior del círculo (fig. 2).
Esta nueva figura tiene la misma
significación general que la primera, pero se le agregan significaciones
secundarias que vienen a completarla: la circunferencia, si se la
representa como recorrida en determinado sentido, es la imagen de un
ciclo de manifestación, como esos ciclos cósmicos de que particularmente
la doctrina hindú ofrece una teoría en extremo desarrollada.
Las
divisiones determinadas sobre la circunferencia por las extremidades de
los brazos de la cruz corresponden entonces a los diferentes períodos o
fases en que se divide el ciclo; y tal división puede encararse, por así
decirlo, a escalas diversas, según se trate de ciclos más o menos
extensos: se tendrá así, por ejemplo, y para atenernos solo al orden de
la existencia terrestre, los cuatro momentos principales del día, las
cuatro fases de la luna, las cuatro estaciones del año, y también, según
la concepción que encontramos tanto en las tradiciones de la India y de
América Central como en las de la Antigüedad grecolatina, las cuatro
edades de la humanidad.
No hacemos aquí más que indicar someramente
estas consideraciones, para dar una idea de conjunto de lo que expresa
el símbolo en cuestión; están, por otra parte, vinculadas directamente
con lo que diremos en seguida.
Entre las figuras que incluyen un número mayor de radios debemos
mencionar especialmente las ruedas o “ruedecillas”, que tienen
habitualmente seis u ocho (figs. 3 y 4).
La “ruedecilla céltica”, que se
ha perpetuado a través de casi todo el Medioevo, se presenta en una de
esas dos formas; estas mismas figuras, sobre todo la segunda, se
encuentran también muy a menudo en los países orientales,
particularmente en Caldea y en Asiria, en la India (donde la rueda se
llama chakra) y en el Tíbet. Por otra parte, existe estrecho parentesco entre la rueda de seis rayos y el crisma[2],
el cual, en suma, no difiere de aquélla sino en el hecho de que la
circunferencia a que pertenecen las extremidades de los rayos no está
trazada de ordinario; ahora bien: la rueda, en lugar de ser simplemente
un signo “solar”, como se enseña comúnmente en nuestra época, es ante
todo un símbolo del Mundo, lo que podrá comprenderse sin dificultad.
En
el lenguaje simbólico de la India, se habla constantemente de la “rueda
de las cosas” o de la “rueda de la vida”, lo cual corresponde netamente a
esa significación; y también se encuentra la “rueda de la Ley”,
expresión que el budismo ha tomado, como tantas otras, de las doctrinas
anteriores, y que por lo menos originariamente se refiere sobre todo a
las teorías cíclicas.
Debe agregarse aún que el Zodíaco también está
representado en forma de una rueda, de doce rayos, naturalmente, y que,
por otra parte, el nombre que se le da en sánscrito significa
literalmente “rueda de los signos”; se podría también traducirlo por
“rueda de los números”, según el sentido primero de la palabra râçi, con que se designan los signos zodiacales[3].
Hay además cierta conexión entre la rueda y diversos símbolos, florales[4]; habríamos podido hablar, inclusive, para ciertos casos al menos, de una verdadera equivalencia[5]. Si se considera una flor simbólica como el loto, el lirio o la rosa[6]
su abrirse representa, entre otras cosas (pues se trata de símbolos de
significaciones múltiples), y por una similitud bien comprensible, el
desarrollo de la manifestación; ese abrirse es, por lo demás, una
irradiación en torno del centro, pues también en este caso se trata de
figuras “centradas”, y esto es lo que justifica su asimilación a la
rueda[7].
En la tradición hindú, el Mundo se representa a veces en forma de un loto en cuyo centro se eleva el Meru, la Montaña sagrada que simboliza al Polo.
Pero volvamos a las significaciones del Centro, pues hasta ahora no
hemos expuesto, en suma, sino la primera de todas, la que hace de él la
imagen del Principio; encontraremos otra en el hecho de que el Centro es
propiamente el “medio”, el punto equidistante de todos los puntos de la
circunferencia, y divide todo diámetro en dos partes iguales.
En lo que
precede, se consideraba el Centro, en cierto modo, antes que la
circunferencia, la cual no tiene realidad sino por la irradiación de
aquél; ahora, se lo encara con respecto a la circunferencia realizada,
es decir, que se trata de la acción del Principio en el seno de la
Creación.
El medio entre los extremos representados por puntos opuestos
de la circunferencia es el lugar donde las tendencias contrarias,
llegando a esos extremos, se neutralizan, por así decirlo, y se hallan
en perfecto equilibrio. Ciertas escuelas de esoterismo musulmán, que
atribuyen a la cruz un valor simbólico de la mayor importancia, llaman
“estación divina” (el-maqâmu-l-ilâhi) al centro de esa cruz, al
cual designan como el lugar en que se unifican todos los contrarios,
que se resuelven todas las oposiciones [8]
La idea que se expresa más particularmente aquí es, pues, la de
equilibrio, y esa idea se identifica con la de la armonía; no son dos
ideas diferentes, sino sólo dos aspectos de una misma. Hay aún un tercer
aspecto de ella, más particularmente vinculado con el punto de vista
moral (aunque capaz de recibir otras significaciones), y es la idea de
Justicia; se puede así relacionar lo que estábamos diciendo con la
concepción platónica según la cual la virtud consiste en un justo medio
entre dos extremos.
Desde un punto de vista mucho más universal, las
tradiciones extremo-orientales hablan sin cesar del “Invariable Medio”,
que es el punto donde se manifiesta la “Actividad del Cielo”, y, según
la doctrina hindú, en el centro de todo ser, como de todo estado de
existencia cósmica, reside un reflejo del Principio supremo.
El equilibrio, por otra parte, no es en verdad sino el reflejo, en el
orden de la manifestación, de la inmutabilidad absoluta del Principio;
para encarar las cosas según esta nueva relación, es preciso considerar
la circunferencia en movimiento en torno de su centro, punto único que
no participa de ese movimiento.
El nombre mismo de la rueda (rota)
evoca inmediatamente la idea de rotación; y esta rotación es la figura
del cambio continuo al cual están sujetas todas las cosas manifestadas;
en tal movimiento, no hay sino un punto único que permanece fijo e
inmutable, y este punto es el Centro.
Esto nos reconduce a las
concepciones cíclicas, de las que hemos dicho unas palabras poco antes:
el recorrido de un ciclo cualquiera, o. la rotación de la
circunferencia, es la sucesión, sea en el modo temporal, sea en
cualquier otro modo; la fijeza del Centro es la imagen de la eternidad,
donde todas las cosas son presentes en simultaneidad perfecta.
La
circunferencia no puede girar sino en torno de un centro fijo;
igualmente, el cambio, que no se basta a sí mismo, supone necesariamente
un principio que esté fuera de él: es el “motor inmóvil” de Aristóteles[9]
, también representado por el Centro.
El Principio inmutable, pues, al
mismo tiempo, y ya por el hecho de que todo cuanto existe, todo cuanto
cambia o se mueve, no tiene realidad sino por él y depende totalmente de
él, es lo que da al movimiento su impulso primero y también lo que en
seguida lo gobierna y dirige y legisla, pues la conservación del orden
del Mundo no es, en cierto modo, sino una prolongación del acto creador.
El Principio es, según la expresión hindú, el “ordenador interno” (antaryâni), pues dirige todas las cosas desde el interior, residiendo él mismo en el punto más íntimo de todos, que es el Centro[10].
En vez de la rotación de una circunferencia en torno de su centro,
puede también considerarse la de una esfera en torno de un eje fijo; la
significación simbólica es exactamente la misma. Por eso las
representaciones del “Eje del Mundo” son tan frecuentes e importantes en
todas las tradiciones antiguas; y el sentido general es en el fondo el
mismo que el de las figuras del “Centro del Mundo”, salvo quizá en que
evocan más directamente el papel del Principio inmutable con respecto a
la manifestación universal que los otros aspectos en que el Centro puede
ser igualmente considerado.
Cuando la esfera, terrestre o celeste,
cumple su revolución en torno de su eje, hay en esta esfera dos puntos
que permanecen fijos: son los polos, las extremidades del eje o sus
puntos de encuentro con la superficie de la esfera; por eso la idea de
Polo es también un equivalente de la idea de Centro.
El simbolismo que
se. refiere al Polo, que reviste a veces formas muy complejas, se
encuentra también en todas las tradiciones, e inclusive tiene en ellas
un lugar considerable; si la mayoría de los científicos modernos no lo
han advertido, ello es una prueba más de que la verdadera comprensión de
los símbolos les falta por completo[11].
Una de las figuras más notables, en la que se resumen las ideas que acabamos de exponer, es la del svástika (figs. 5 y 6), que es esencialmente el “signo del Polo”[12];
Creemos, por otra parte, que en la Europa moderna nunca se ha hecho
conocer hasta ahora su verdadera significación. Se ha tratado
inútilmente de explicar este símbolo por medio de las teorías más
fantasiosas; hasta se ha llegado a ver en él el esquema de un
instrumento primitivo destinado a la producción del fuego; en verdad, si
a veces existe en efecto alguna relación con el fuego, es por razones
muy diferentes.
Lo más a menudo, se hace del svástika un signo
“solar”; si ha podido llegar a serlo, solo pudo ocurrir accidentalmente y
de un modo muy indirecto: podríamos repetir aquí lo que decíamos antes
acerca de la rueda y del punto en el centro del círculo.
Más cerca de la
verdad han estado quienes han visto en el svástika un símbolo
del movimiento, pero esta interpretación es aún insuficiente, pues no se
trata de un movimiento cualquiera, sino de un movimiento de rotación
que se cumple en torno de un centro o de un eje inmutable; y
precisamente el punto fijo es el elemento esencial al cual se refiere
directamente el símbolo en cuestión.
Los demás significados que comporta
la misma figura derivan todos de aquél: el Centro imprime a todas las
cosas el movimiento y, como el movimiento representa la vida, el svástika
se hace por eso mismo un símbolo de la vida o, más exactamente, del
papel vivificador del Principio con respecto al orden cósmico.
Si comparamos el svástika con la figura de la cruz inscripta
en la circunferencia (fig. 2), podemos advertir que se trata, en el
fondo, de dos Símbolos equivalentes; pero la rotación, en vez de estar
representada por el trazado de la circunferencia, está solo indicada en
el svástika por las líneas agregadas a las extremidades de los
brazos de la cruz, con los cuales forman ángulos rectos; esas líneas son
tangentes a la circunferencia, que marcan la dirección del movimiento
en los puntos correspondientes.
Como la circunferencia representa el
Mundo, el hecho de que esté, por así decirlo, sobreentendida indica con
toda nitidez que el svástika no es una figura del Mundo, sino de la acción del Principio con respecto a él [13].
Si el svástika se pone en relación con la rotación de una
esfera, tal como la esfera terrestre, en torno de su eje, el símbolo ha
de suponerse trazado en el plano ecuatorial, y entonces el punto central
será la proyección del eje sobre ese plano, que le es perpendicular.
En
cuanto al sentido de la rotación indicado por la figura, no tiene
importancia sino secundaria; de hecho, se encuentran las dos formas que
acabamos de reproducir[14], sin que haya de verse en todos los casos la intención de establecer entre ellas una oposición[15].
Sabemos bien que, en ciertos países y en ciertas épocas, han podido
producirse cismas cuyos partidarios dieran deliberadamente a la figura
una orientación contraria a la que estaba en uso en el medio del cual se
separaban, para afirmar su antagonismo por medio de una manifestación
exterior; pero ello en nada afecta a la significación esencial del
símbolo, que permanece constante en todos los casos.
El svástika está lejos de ser un símbolo exclusivamente
oriental, como a veces se cree; en realidad, es uno de los más
generalmente difundidos, y se lo encuentra prácticamente en todas
partes, desde el Extremo Oriente hasta el Extremo Occidente, pues existe
inclusive entre ciertos pueblos indígenas de América del Norte.
En la
época actual, se ha conservado sobre todo en la India y en Asia central y
oriental, y probablemente solo en estas regiones se sabe todavía lo que
significa; sin embargo, ni aun en Europa misma ha desaparecido del todo[16].
En Lituania y Curlandia, los campesinos aún trazan ese signo en sus
moradas; sin duda, ya no conocen su sentido y no ven en él sino una
especie de talismán protector; pero lo que quizá es más curioso todavía
es que le dan su nombre sánscrito de svástika[17]. En la Antigüedad, encontramos ese signo particularmente entre los celtas y en la Grecia prehelénica[18]; y, aún en Occidente, como lo ha dicho L. Charbonneau-Lassay[19],
fue antiguamente uno de los emblemas de Cristo y permaneció en uso como
tal hasta fines del Medioevo.
Como el punto en el centro del círculo y
como la rueda, ese signo se remonta incontestablemente a las épocas
prehistóricas; por nuestra parte, vemos en él, sin la menor duda, uno de
los vestigios de la tradición primordial[20].
Aún no hemos terminado de indicar todas las significaciones del
Centro: si primeramente es un punto de partida, es también un punto de
llegada; todo ha salido de él, todo debe a él finalmente retornar.
Puesto que todas las cosas solo existen por el Principio, sin el cual no
podrían subsistir, debe haber entre ellas y él un vínculo permanente,
figurado por los radios que unen con el centro todos los puntos de la
circunferencia; pero estos radios pueden recorrerse en dos sentidos
opuestos: primero del centro a la circunferencia, después retornando
desde la circunferencia hacia el centro.
Son como dos fases
complementarias, la primera de las cuales está representada por un
movimiento centrífugo y la segunda por un movimiento centrípeto; estas
dos fases pueden compararse a las de la respiración, según un simbolismo
al cual se refieren a menudo las doctrinas hindúes; y, por otra parte,
hay también una analogía no menos notable con la función fisiológica del
corazón.
En efecto, la sangre parte del corazón, se difunde por todo el
organismo, vivificándolo, y después retorna; el papel del corazón como
centro orgánico es, pues, verdaderamente completo y corresponde por
entero a la idea que, de modo general, debemos formarnos del Centro en
la plenitud de su significación.
Todos los seres, que en todo lo que son dependen de su Principio,
deben, consciente o inconscientemente, aspirar a retornar a él; esta
tendencia al retorno hacia el Centro tiene también, en todas las
tradiciones, su representación simbólica.
Queremos referirnos a la
orientación ritual, que es propiamente la dirección hacia un centro
espiritual, imagen terrestre y sensible del verdadero “Centro del
Mundo”; la orientación de las iglesias cristianas no es, en el fondo,
sino un caso particular de ese simbolismo, y se refiere esencialmente a
la misma idea, común a todas las religiones.
En el Islam, esa
orientación (qiblah) es como la materialización, si así puede decirse, de la intención (niyyah) por la cual todas las potencias del ser deben ser dirigidas hacia el Principio divino[21]
; y sería fácil encontrar muchos otros ejemplos.
Mucho habría que decir
sobre este asunto; sin duda tendremos algunas oportunidades de volver
sobre él en la continuación de estos estudios[22],
y por eso nos contentamos, por el momento, con indicar de modo más
breve el último aspecto del simbolismo del Centro.
En resumen, el Centro
es a la vez el principio y el fin de todas las cosas; es, según un
simbolismo muy conocido, el alfa y el omega. Mejor aún, es el principio, el centro y el fin; y estos tres aspectos están representados por los tres elementos del monosílabo Aum en, al cual L. Charbonneau-Lassay había aludido como emblema de Cristo, y cuya asociación con el svástika entre los signos del monasterio de los Carmelitas de Loudun nos parece particularmente significativa[23].
En efecto, ese símbolo, mucho más completo que el alfa y el omega, y
capaz de significaciones que podrían dar lugar a desarrollos casi
indefinidos, es, por una de las concordancias más asombrosas que puedan
encontrarse, común a la antigua tradición hindú y al esoterismo
cristiano del Medioevo; y, en uno y otro caso, es igualmente y por
excelencia un símbolo del Verbo, el cual es real y verdaderamente el
“Centro del Mundo”[24].
♦
NOTAS
[1] “Les Arbres du Paradis” (Reg., marzo de 1926), cuyos elementos fueron retomados en diversos lugares de Le Symbolisme de la Croix. He aquí el pasaje final, a que se hace referencia en el texto:
“…Debemos agregar que si el árbol es uno de los símbolos principales
del ‘Eje del Mundo’, no es el único: la montaña también lo es, y común a
muchas tradiciones diferentes; el árbol y la montaña están también a
veces asociados entre sí.
La piedra misma (que por lo demás puede
tomarse como una representación reducida de la montaña, aunque no sea
únicamente eso) desempeña igualmente el mismo papel en ciertos casos; y
este símbolo de la piedra, como el del árbol, está muy a menudo en
relación con la serpiente. Tendremos sin duda oportunidad de volver
sobre estas diversas figuras en otros estudios; pero queremos señalar
desde luego que, por el hecho mismo de referirse todas al ‘Centro del
Mundo’, no dejan de tener un vínculo más o menos directo con el símbolo
del corazón, de modo que en todo esto no nos apartamos tanto del objeto
propio de esta revista como algunos podrían creer; y volveremos a él,
por lo demás, de manera más inmediata, con una última observación.
Decíamos que, en cierto sentido, el ‘Árbol de Vida’ se ha hecho
accesible al hombre por la Redención; en otros términos, podría decirse
también que el verdadero cristiano es aquel que, virtualmente al menos,
está reintegrado a la dignidad y los derechos de la humanidad primordial
y tiene, por consiguiente, la posibilidad de retornar al Paraíso, a la
‘morada de inmortalidad’.
Sin duda, esta reintegración no se efectuará
plenamente, para la humanidad colectiva, sino cuando ‘la nueva Jerusalén
descienda del cielo a la tierra’ (Apocalipsis, XXI), puesto
que será la consumación perfecta del cristianismo, coincidente con la
restauración no menos perfecta del orden anterior a la caída.
No es
menos verdad, empero, que la reintegración puede ser encarada ya
actualmente de modo individual, si no general; y. en esto reside,
creemos, la significación más completa del ‘hábitat espiritual’ en el
Corazón de Cristo, de que hablaba. recientemente L. Charbonneau-Lassay
(enero de 1926), pues, como el Paraíso terrestre, el Corazón de Cristo
es verdaderamente el ‘Centro del Mundo’ y la ‘morada de inmortalidad’.”
[Recordemos que la idea del “Centro del Mundo” constituye el tema fundamental de la obra titulada Le Roi du Monde, que aparecería en 1927 y en la cual fue retomada casi enteramente la materia de los artículos de Reg. referentes a ese tema. Sobre la misma idea, véase también La Grande Triade, especialmente caps. XVI, XVII y XXVI.]
[2] Aquí el autor hacía referencia a su artículo de Reg.,
noviembre de 1925, sobre “Le Chrisme et le Coeur dans les anciennes
marques corporatives” (‘El Crisma y el Corazón en las antiguas marcas
corporativas’), texto no incluido en la presente recopilación, pero
retomado por el autor en dos artículos de É. T. que forman aquí los caps. L (“Los símbolos de la analogía”) y LXVII (“El ‘cuatro de cifra’”).
[3]
Notemos igualmente que la “rueda de la Fortuna”, en el simbolismo. de
la antigüedad occidental, tiene relaciones muy estrechas con la “rueda
de la Ley” y también, aunque ello quizá no aparezca tan claro a primera
vista, con la rueda zodiacal.
[4] Véase cap. IX: “Las flores simbólicas” y L: “Los símbolos de la analogía”.
[5]
Entre otros indicios de esta equivalencia, por lo que se refiere al
Medioevo, hemos visto la rueda de ocho rayos y una flor de ocho pétalos
figuradas una frente a otra en una misma piedra esculpida encastrada en
la fachada de la antigua iglesia de Saint-Mexme de Chinon, piedra que
data. muy probablemente de la época carolingia.
[6]
El lirio tiene seis pétalos; el loto, en las representaciones de tipo
más corriente, tiene ocho; las dos formas corresponden, pues, a ruedas
de seis y ocho rayos, respectivamente. En cuanto a la rosa, se la figura
con número de pétalos variable, que puede modificar su significación o
por lo. menos matizarla diversamente. Sobre el simbolismo de la rosa,
véase el interesantísimo articulo de L. Charbonneau-Lassay (Reg., marzo de 1926).
[7] En la figura del crisma con rosa, de época merovingia, que ha sido reproducida por L. Charbonneau-Lassay (Reg., marzo
de 1926, pág. 298), la rosa central tiene seis pétalos orientados según
las ramas del crisma; además, éste está encerrado en un círculo, lo que
hace aparecer del modo más neto posible su identidad con la rueda de
seis rayos.
[8] [Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. VII].
[9] Véase cap. XVIII: “Algunos aspectos del simbolismo de Jano”.
[10] Cf. L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XIV, y en esta compilación, cap. LXXIII: “El grano de mostaza” y LXXV: “La Ciudad divina”.
[11] Sobre el simbolismo del Polo, véase especialmente Le Roi du Monde, caps. II, VII, VIII, IX y X; y en esta compilación, cap. X: “Un jeroglífico del Polo”.
[12] La mayoría de las siguientes consideraciones sobre el svástika han sido retomadas, con nuevos desarrollos, en Le Roi du Monde, cap. II, y Le Symbolisme de la Croix, cap.
X; la unidad del contexto nos obliga a mantenerlas, con excepción,
empero, de algunas notas de pie de página que serían superfluas ahora.
[13] La misma observación valdría igualmente para el crisma comparado con la rueda.
[14] La palabra svástika es, en sánscrito, la única que sirve en todos los casos para designar el símbolo de que se trata; el término sauvástika, que algunos han aplicado a una de las dos formas para distinguirla de la otra (la cual sería entonces el verdadero svástika), no es en realidad sino un adjetivo derivado de svástika y significa ‘perteneciente o relativo a ese símbolo o a sus significaciones’.
[15]
La misma observación podría hacerse con respecto a otros símbolos, y en
particular al crisma constantiniano, en el cual el P [‘ro’] se
encuentra a veces invertido; a veces se ha pensado que debía
considerárselo entonces como. un signo del Anticristo; esta intención
puede efectivamente haber existido en ciertos casos, pero hay otros en
que es manifiestamente imposible admitirla (en las catacumbas, por
ejemplo).
Asimismo, el “cuatro de cifra” corporativo, que no es, por lo
demás, sino una modificación del mismo P del crisma [véase cap. LXVII],
se encuentra indiferentemente vuelto en uno u otro sentido, sin que
siquiera se pueda atribuir ese hecho a una rivalidad entre corporaciones
diversas o a su deseo de distinguirse mutuamente, puesto que ambas
formas aparecen en marcas pertenecientes a una misma corporación.
[16] No aludimos aquí al uso enteramente artificial del svástika,
especialmente por parte de ciertos grupos políticos alemanes, que han
hecho de él con toda arbitrariedad un signo de antisemitismo, so
pretexto de que ese emblema sería propio de la pretendida “raza aria”;
todo esto es pura fantasía.
[17] El lituano es, por lo demás, de todas las lenguas europeas, la que tiene más semejanza con el sánscrito.
[18] Existen diversas variantes del svástika,
por ejemplo una forma de ramas curvas (con la apariencia de dos eses
cruzadas), que hemos visto particularmente en una moneda gala. Por otra
parte, ciertas figuras que no han conservado sino un carácter puramente
decorativo, como aquella a la que se da el nombre de “greca”, derivan
originariamente del svástika.
[19] Reg., marzo de 1926, págs. 302-303.
[20] Sobre el svástika, ver también infra, cap. XVII.
[21] La palabra “intención” debe tornarse aquí en su sentido estrictamente etimológico (de in-tendere, ‘tender hacia’).
[22] Véase Le Roi du Monde, cap. VIII.
[23]
He aquí los términos de Charbonneau-Lassay: “…A fines del siglo XV, o
en el XVI, un monje del monasterio de Loudun, fray Guyot, pobló los
muros de la escalinata de su capilla con toda una serie de emblemas
esotéricos de Jesucristo, algunos de los cuales, repetidos varias veces,
son de origen oriental, como el Swástika y el Sauwástíka, el Aum y la Serpiente crucificada” (Reg., marzo de 1926).
[24] R. Guénon ya había tratado sobre el simbolismo del monosílabo Aum en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XVI; después volvió en diferentes ocasiones sobre el tema, ante todo en Le Roi du Monde, cap.
IV, Además, en esta misma compilación se alude a él en los caps. XIX:
“El jeroglífico de Cáncer”, y XXII: “Algunos aspectos del simbolismo del
Pez”.
.
Artículo de René Guénon publicado en la revista francesa “Regnavit”
en 1926 y recuperado en el libro póstumo: “Símbolos fundamentales de la
ciencia sagrada”. Edición, Jorge Rodríguez-Ariza.
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Extraído de: https://www.arsgravis.com/la-idea-del-centro-en-las-tradiciones-antiguas-segun-rene-guenon/
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