Desenvolvimiento Espiritual - Santiago Bovisio
Enseñanza 12: Los Doce Rayos del Amor
El primer rayo del amor es animal, instinto que empuja a la conservación de las especies; en ritmo loco a través de los tiempos, luchando, matando y aún sucumbiendo por ese afanoso deseo de conservación, salen triunfantes los diversos tipos de animales y de razas humanas. Es como un remolino que, empezando por un corto vértice, se transforma en una tromba inmensa que absorbe y absorbe, irremisiblemente.
Todo perece hasta el último hálito, pero la carne lucha a brazo partido por su conservación.
Así, con este magnífico e inconsciente deseo de ser, se mantienen los millares y millares de astros que pueblan el espacio, yendo todos, irremisiblemente, tras el escondido imán que los mantiene en movimiento: el amor.
Pero en el segundo rayo del amor este deseo de ser adquiere, mediante la defensa, la autoconciencia de lo que es; y esta defensa amorosa se extiende al límite de los que abarca la necesidad del defensor: a sí mismo, a la prole, al alimento y a las demás cosas indispensables para la vida.
Por la defensa se formaron las familias, los clanes, las naciones, los códigos, y aún las sociedades de protección y ayuda mutua. Este subconsciente amor defensivo echó tan poderosas raíces en los seres humanos que ahora, que ya no les es casi necesario, no pueden desprenderse de él y es causa de ruina, de destrucción y muerte.
Al sentirse el hombre relativamente seguro en el ambiente de defensa que ha creado, empezó a dedicar su amor animal al tercer rayo del amor, a su cuerpo.
Es un algo indefinido, misterioso y sutil este amor al cuerpo de uno mismo.
Desde que el niño ve su cuerpo reflejado en el agua de la fuente o en el espejo de su casa, nace este estremecimiento raro, a veces subconscientemente vergonzoso, de autoatracción. Es como si encontrara a alguien que no es él mismo y que, sin embargo, ha buscado toda su vida; es como una morbosa satisfacción, un definido descenso a la materia.
Ese amor, se vuelve con el tiempo, cada vez más fuerte y egoísta, especialmente en aquellos que no encuentran otra satisfacción en su vida, constituyendo una obsesión, y el temor continuo de que el cuerpo no este bien cuidado, regalado, mimado; todo es poco para el cuerpo de uno, todo es insuficiente, porque este ciego amor lo impulsa y esclaviza, lo ata cada vez más a su carne.
¿Y qué se puede esperar de tanto amor al cuerpo sino la entrada al cuarto rayo del amor, que proporciona al cuerpo todos los animales placeres de la vida, esos animales placeres que no admiten la felicidad o la cooperación de otros, sino únicamente la satisfacción del propio deleite?
Aún entre hombres ya civilizados se presentan estos curiosos aspectos del amor, hombres que no pueden pensar en vivificar el placer ajeno, sino que únicamente piensan en saciar sus propios apetitos.
Todos los aspectos del amor animal tienen gran importancia para conservar las especies vegetales y animales, tan indispensables para la vida del hombre; pero para el ser humano, que tiene libre albedrío y pensamiento, estos tipos de amor, en lugar de levantarle hacia lo Divino, lo arrastran fuertemente hacia la vida animal e inferior.
El quinto rayo del amor ya es humano; impulsa al ser a sentir por otros lo que siente por sí.
Admite que su placer pueda ser placer de otros, que su felicidad pueda ser felicidad de otros seres, y comprueba que no es él sólo el que siente, sufre o ama sino que hay otros seres que experimentan esas mismas sensaciones.
Cuando el ser goza, subconscientemente goza más, porque sabe que su placer es herencia de toda su especie y llega, por ese medio, a respetar a sus semejantes, a comprender sus necesidades, a ampararlos y a protegerlos.
En el sexto rayo del amor, el amor humano se hace atractivo.
Lo describió Dante con palabras imposibles de superar: “Amor che nullo amate, amar perdona”, que quiere decir el amor exige amor.
El amante quiere el placer para sí y para el ser amado. Si bien el círculo de su afecto es reducido, a veces tan reducido que abarca una sola persona, sin embargo es todo para él; por ese amor lucha, trabaja, sufre y hasta sabe morir. No puede tolerar que nadie le quite su afecto y a veces, cuando desaparece este afecto, se entrega a la desesperación, odia y mata.
En el séptimo rayo del amor, el amor humano se extiende desde una persona hasta varias, hasta toda una colectividad.
Es el amor humano que busca más dilatados horizontes, que quiere transformarse en un Amor Real; en una palabra, no quiere morir, porque empieza a comprender ese antiguo dicho: el amor que murió no era amor.
Ama a sus hijos, fruto de su placer; sabe que los afectos perecederos de la forma atractiva, que tiene que terminar tarde o temprano, sobrevivirán en su prole, se irán extendiendo cada vez más por la generación, por aquel indestructible hilo de la herencia de los tipos de sangre.
El octavo rayo hace compasivo al amor humano; el ser sufre por los padecimientos ajenos y desea que su bienestar sea el bienestar de todo su pueblo.
Si bien adquiere el bienestar para sí, sobre todas las cosas admite el bienestar para los otros. Protege a los que le inspiran simpatía, ayuda a los de su raza, favorece a los que le alaban; y si bien no perdona a los que están en su contra, hace todo el bien que puede, siempre que redunde en su propia satisfacción y en aras de su amor propio.
Pero el amor humano, relativo como todas las cosas que tienen forma, no es el Amor Real. Únicamente el Amor Divino es el Amor Real.
El noveno rayo del amor es divino, porque aquel que ama, ama por amar, da por dar sin esperar recompensa.
¿Cómo se pueden hacer distinciones entre un hombre y otro si todos han salido de la misma esencia divina y todos tendrán que volver a ella? ¿Qué importa no ser correspondido, no recibir la llama del ser amado, si toda la Llama está en la mano del verdadero Amante?
Dicen los verdaderos devotos que están locos de amor para con Dios, y para con toda la Humanidad.
Se pasa aquí al décimo rayo del amor.
Si el Amor Divino es tan extenso y sublime que abarca todo sin pedir nada, cuán maravilloso será ese Amor cuando es enfocado sobre algunas de las criaturas que lo rodean.
Únicamente un ser así puede conocer la verdadera amistad. Es lástima que esta hermosa palabra haya sido desvirtuada por los que la usan, pues la verdadera amistad es el amor, que únicamente goza en ver feliz al ser amado, aún a costa de su propio sacrificio.
Hubo un estudiante que, cuando ingresó a la Vida Espiritual, fue distinguido por su Maestro de modo particular.
Muchas veces le llamaba a su lado para hablarle de cosas espirituales y del Amor Divino; muchas veces se hacía acompañar por él en sus paseos y le parecía al discípulo que su alma estaba cobijada bajo la del Maestro.
Pero un día éste no lo volvió a llamar y cuando lo encontraba lo saludaba sin particularidad.
Desesperado, el estudiante fue un día a echarse a sus pies para saber en que culpa había incurrido para haber sido alejado de tal modo; el Maestro le contestó:
“Mi amor por ti es tan grande hoy como ayer; mejor dicho, es de aquellos que cada día se hacen más fuertes; pero ese amor sería imperfecto si buscáramos nuestra satisfacción personal; antes eras pequeño, necesitabas de mi palabra y de mi presencia; hoy, que has criado alas, tienes que valerte por ti mismo; el contacto sería más perjudicial que útil; vete y aprende que el verdadero amor no es el de los hombres, que dice “lejos de los ojos, lejos del corazón” sino es aquél invariable, siempre, de lejos y de cerca, en la vida y en la muerte”.
En el undécimo rayo, el Amor Divino se vuelve extático. No hay medida entre un amor y otro, entre una forma y otra.
Cualquier expresión de amor, aún la más insignificante, enciende tal llama en el pecho, que funde el alma en el Amor Divino por el Éxtasis.
La belleza del cielo y de un ave voladora hizo caer en éxtasis al pequeño Ramakrishna.
Un niño que pasaba por la calle le recordó a San Juan de la Cruz la belleza del niño Jesús y cayó en éxtasis de amor tan grande, que su rostro se encendió como si estuviera en llamas.
El duodécimo rayo del Amor Divino restituye el alma extática, por el camino del corazón o por el camino de la mente, a aquella Fuente Primera y Universal desde donde brotó la primera expresión de la vida, impulsada por el Eterno Amor.
Allí es donde el Amor Real se funde de tal modo con la Divinidad, que es difícil señalar el límite entre lo manifestado y lo inmanifestado.
Pero aún aquí, en estas sublimes alturas, se pueden recordar las palabras del filósofo indo que dicen: “El amor es el principio y el fin del Camino”.
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