viernes, 20 de mayo de 2016

Antonio el Grande - Filocalia


Antonio el Grande, conocido también como “Antonio el Ermitaño” o “San Antonio de Egipto,” vivió entre los años 250 y 356, aproximadamente. 

De familia cristiana, más bien rico, habiendo quedado huérfano de muy joven y con una hermana pequeña a su cargo, un día fue fuertemente golpeado por la palabra del Señor al joven rico: 

Si quieres ser perfecto, ve, vende todo aquello que posees, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los Cielos. Luego, ven y sígueme (Mt 19:21). 

Sintiéndose aludido, enseguida empezó a vender lo que poseía y a darse a una vida de oración y penitencia en su misma casa. 

Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevó una vida de oración y penitencia en su misma casa. 

Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevo una vida solitaria no lejos de su pueblo, poniéndose bajo la guía de un anciano asceta de quien se alejara, luego, para retirarse en el desierto, en una de las tumbas que se encontraban en aquella región.

Su ejemplo fue contagioso, y cuando se retiró al desierto de Pispir, el lugar no tardó en ser invadido por cristianos. Lo mismo sucedió cuando sucesivamente se retiró cerca del litoral del Mar Rojo. 

La vida consagrada al Señor, en soledad o en grupos, ya era una costumbre, pero con Antonio, el fenómeno asumió dimensiones siempre más amplias, tanto que podemos llamar a Antonio -según una conocida expresión de entonces-, “el padre de la vida monástica.”

También en Occidente su influencia fue grandísima, sobre todo gracias a la rápida difusión de la Vida, escrita por Atanasio poco después de la muerte de Antonio. Atanasio había conocido bien a Antonio en su juventud. 

La biografía que escribió debe ser considerada como un documento histórico de peso, si bien, obviamente, al escribirla, el autor ha usado procedimientos corrientes en la literatura de su tiempo, como el de poner en boca del protagonista largos discursos nunca pronunciados de esa forma y extensión, pero en los cuales se quiere recopilar, en una síntesis orgánica y vívida, las que fueron, efectivamente, las ideas más trascendentes del protagonista, por él expuestas –o, más simplemente, por él vividas– en las más variadas situaciones.

Se atribuyen a Antonio siete cartas escritas a los monjes, además de otras dirigidas a diversas personas. 

De la Vita Antonii escrita por Atanasio existe una óptima traducción italiana con un texto latino que la antecede, en las ediciones Mondadori/ Fundación Lorenzo Valla, 1974, a cargo de Christine Mohrmann. 

Se puede también ver una reciente traducción francesa de las Cartas de San Antonio en la colección Spiritualité Orientale N. 19, Abbaye de Bellefontaine.

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Advertencia sobre la índole humana y la Vida Buena

Sucede que a los hombres se los llama, impropiamente, razonables. Sin embargo, no son razonables aquellos que han estudiado los discursos y los libros de los sabios de un tiempo; pero aquellos que tienen un alma razonable, y que están en condiciones de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, aquellos que huyen de todo lo que es maldad y que daña el alma, mientras que se adhieren solícitamente a poner en práctica todo lo que es bueno y útil al alma, y hacen todo esto con mucha gratitud respecto de Dios, solamente estos últimos pueden ser llamados, en verdad, hombres razonables.

El hombre verdaderamente razonable tiene un solo deseo: creer en Dios y agradarle en todo. 

En función de esto -y solamente de esto- formará su alma, de modo que sea del agrado de Dios, dándole gracias por el modo admirable con que su providencia gobierna todas las cosas, incluso los eventos fortuitos de la vida. 

Está, pues, fuera de lugar, agradecer a los médicos por la salud del cuerpo aun cuando nos suministran fármacos amargos y desagradables, y ser ingratos con respecto de Dios por las cosas que nos parecen penosas, sin reconocer que todo sucede de la forma debida, en nuestra ventaja, según su Providencia.

Puesto que el conocimiento y la fe en Dios son la salvación y la perfección del alma.

Hemos recibido de Dios la continencia, la paciencia, la temperancia, la constancia, la soportación, y otras virtudes similares a éstas, como excelentes y válidas fuerzas. 

Éstas, con su resistencia y su oposición, acuden en nuestra ayuda frente a dificultades de esta tierra. Si las ejercitamos y las mantenemos siempre prontas, nos ayudarán de tal modo que nada de lo que nos suceda nos parecerá áspero, doloroso o intolerable. 

Nos alcanzará con pensar que todo pertenece a la realidad humana, y es doblegado por las virtudes que están en nosotros. 

Por cierto, que esto no lo pensarán los insensatos: éstos no creen que todo evento es para bien, que sucede como debe suceder para ventaja nuestra, a fin de que las virtudes resplandezcan y que recibamos de Dios la corona.

Considera cómo la posesión de bienes y el uso de riquezas son solamente una ilusión efímera y reconoce que la vida virtuosa y grata a Dios es algo mejor que la riqueza. 

Si haces de este pensamiento una meditación convencida y lo guardas en tu memoria, no gritarás ni gemirás de dolor, no culparás a nadie, sino que por todo darás gracias a Dios, viendo que los que son peores que tú, confían en la elocuencia y en las riquezas. Porque la concupiscencia, la gloria y la ignorancia son las peores pasiones del alma.

El hombre razonable, al meditar sobre cómo debe actuar, evalúa lo que le conviene y lo beneficia, y ve cómo algunas cosas son buenas para su alma y la mejoran, mientras que otras le son extrañas. 

De este modo, él huye de lo que perjudica a su alma como realidad extraña y que es capaz de alejarlo de la inmortalidad.

Cuanto más modesta es la vida de uno, tanto más éste es feliz. No tiene que preocuparse por tantas cosas, tales como siervos, campesinos, ganado. Si nos precipitamos en estos quehaceres, tropezaremos con las penas que de ellos surgen y nos lamentaremos de Dios: 

con nuestra voluntaria concupiscencia, la muerte, como una planta, será regada y permaneceremos perdidos en las tinieblas de la vida pecaminosa, impotentes de conocernos a nosotros mismos.

No debemos declarar que es imposible para el hombre conducir una vida virtuosa. Debemos más bien decir que ésta no es fácil ni está al alcance de la mano de cualquiera. 

Toman parte de una vida virtuosa todos aquellos que, de entre los hombres, son píos y dotados de un intelecto amante de Dios: porque el intelecto ordinario y mundano es también voluble, produce pensamientos ya sea buenos como malos, es mudable por naturaleza y sus cambios tienden a la materia. 

Mientras, el intelecto ocupado por el amor de Dios está al resguardo de la malicia que el hombre voluntariamente se procura por su descuido.

Los incultos y los rústicos consideran cosa risible los razonamientos y no quieren escuchar, pues su falta de formación sería puesta en evidencia y querrían que todos fueran como ellos. 

Es así que también en su forma de vivir y en sus modales, tratan de que todos sean peores que ellos pues piensan que podrán pasar por irreprochables, gracias al pulular de los mediocres.

El alma debilitada va a la perdición, arrollada por la malicia que acarrea consigo la disolución, la soberbia, la insaciabilidad, la ira, la desconsideración, la rabia, el homicidio, el gemido, la envidia, la avaricia, la rapiña, los afanes, la mentira, la voluptuosidad, la pereza. la tristeza, el miedo, la enfermedad, el odio, la acusación, la impotencia, la aberración, la ignorancia, el engaño, el olvido de Dios. 

En éstas y otras cosas similares es castigada el alma infeliz que se separa de Dios.

Aquellos que quieren practicar la vida virtuosa, pía, gloriosa, no deben hacer sus elecciones basándose en costumbres artificiosas o en la práctica de una vida falsa. 

Por el contrario, deben, tal como lo hacen los escultores y los pintores, demostrar con sus propias obras si vida virtuosa y conforme a Dios, y rechazar como trampas todos los malos placeres.

Comparado con las personas sensatas, el que es rico y noble pero falto de disciplina espiritual y de toda virtud de vida, es un infeliz. Pero el que es pobre y esclavo en cuanto a condiciones de vida, pero adornado de disciplina y de virtud, éste es feliz.

Como los extranjeros que se pierden en las calles, también aquellos que descuidan llevar una vida virtuosa, parecen desviados por sus propias concupiscencias.

Son denominados plasmadores de hombres aquellos que saben cultivar a los incultos y les hacen amar los razonamientos y la instrucción.

Del mismo modo, debemos denominar plasmadores de hombres a aquellos que convierten a los desenfrenados a la vida virtuosa y grata a Dios: éstos replasman a los hombres. 

Pues humildad y continencia significan felicidad y esperanza buena para las almas de los hombres.

Es bueno, en verdad, para los hombres, conducir de la debida manera las costumbres y la conducta de su vida. 

Cumplido con esto, se torna fácil conocer lo que concierne a Dios: aquel que rinde culto a Dios con pleno corazón y fe, es apoyado por Él para que pueda dominar su cólera y su concupiscencia que son las causas de todo mal.

Es llamado hombre aquel que es razonable o el que soporta ser corregido. Pero al incorregible se lo debe llamar salvaje, porque su estado es propio de los salvajes. 

Y de éstos hay que alejarse, porque al que convive con la malicia no le será nunca posible llegar a estar entre los inmortales.

Cuando la racionalidad nos asiste verdaderamente, nos hace dignos de ser llamados hombres. 

Si abandonados la racionalidad, nos diferenciamos de los brutos sólo en cuanto a la estructura de nuestros miembros y por nuestra voz. 

Que el hombre bien dispuestos admita que es inmortal y, en consecuencia, odiará toda baja concupiscencia que es para los hombres la causa de su muerte.

Cada arte organiza la materia de la cual dispone y demuestra así su propio valor. Está el que trabaja la madera o el que trabaja el bronce; otros, el oro o la plata. 

Y así nosotros también, una vez que conocemos cómo conducir una vida honesta y una conducta virtuosa y grata a Dios, debemos demostrar que somos hombres verdaderamente razonables en cuanto a nuestra alma y no solamente por la estructura de nuestro cuerpo. 

El alma verdaderamente razonable y amante de Dios reconoce enseguida todo lo que hay en la vida.

Hace propicio a Dios con amor y a Él da gracias con verdad, porque es hacia Él que se proyecta todo su esfuerzo y toda su capacidad reflexiva.

Los patrones dirigen las embarcaciones de acuerdo con una ruta, a fin de no estrellarse contra alguna roca sobre o bajo el agua. 

Del mismo modo, quien ansía conducir una vida virtuosa, debe escudriñar con cuidado lo que se debe hacer y aquello de lo que debe huir. Y debe considerar la ventaja que surge al seguir las veraces y divinas leyes, apartando del alma, con un corte neto, los malos deseos.

Los patrones y los aurigas cumplen con estudio y atención la tarea de la que se ocupan. De la misma manera, es necesario que el que practica la vida recta y virtuosa ponga todo estudio y preocupación en vivir de un modo conveniente y grato a Dios. 

El que realmente lo desea y entiende que puede hacerlo, procede creyendo hacia la incorruptibilidad.

Considera libres no a aquellos que lo son en cuanto a su condición externa, sino a aquellos cuyo modo de vivir y de actuar es libre. Porque no conviene llamar realmente libres a los príncipes que son malvados o desenfrenados: éstos son esclavos de las pasiones de la materia. 

La libertad y la felicidad del alma están constituidas por la límpida pureza y el desprecio por las realidades temporales.

Recuerda que debes probarte continuamente: harás esto mediante la buena conducta y las obras mismas. Del mismo modo, los enfermos reconocen o descubren a los médicos como salvadores y bienhechores, no por sus palabras, sino por sus obras.

El alma razonable y virtuosa se da a conocer en su modo de mirar, de caminar, de hablar, de sonreír, de discutir, de conversar… Ésta transforma y corrige todo de la manera más digna. Y ello sucede porque el intelecto, ocupado por el amor de Dios es un custodio sobrio, que obstaculiza el acceso a los malos y turbios pensamientos.

Examina lo que te concierne y considera que los jefes y los patrones tienen poder solamente sobre tu cuerpo, pero no sobre tu alma: ten siempre presente este pensamiento. Por este motivo, si ellos cometen homicidios, acciones equivocadas o injustas y dañinas para el alma, no debes obedecerles, ni siquiera si someten tu cuerpo a los tormentos: Dios ha creado el alma libre y dueña de sí misma para actuar bien o mal.

El alma razonable se aleja prestamente de los caminos por los cuales no le conviene transitar: el de la altanería, el del desenfado, el del engaño, el de la envidia, el de la rapiña y así sucesivamente. Todas éstas son obras de los demonios y de una determinación malvada. Por el contrario, con celo y estudio perseverante, todo es posible para el hombre que no permite que su concupiscencia sea libre de lanzarse sobre los malos placeres.

Los que conducen una vida modesta y alejada del lujo, no caen en los peligros ni necesitan custodios sino que, venciendo la concupiscencia en todo, encuentran fácilmente el camino que conduce a Dios.

A los hombres razonables no les es necesario ocuparse de múltiples discursos, sino sólo de aquellos verdaderamente útiles y guiados por la voluntad de Dios. 

Es así que los hombres se acercan de nuevo a la vida y a la luz eterna.

El que busca la vida virtuosa y ocupada por el amor de Dios debe abstenerse de estimarse a sí mismo y a toda gloria vacía y mentirosa, para aplicarse con buena disposición a esta vida, y a una conveniente enmienda de su propio juicio: el intelecto estable y amante de Dios es un medio de ascensión hacia Dios y camino hacia Él.

No trae ninguna ventaja el aprendizaje de los tratados si el alma no conduce una vida aceptable y grata a Dios: causa de todos los males son la divagación, el engaño y la ignorancia de Dios.

La meditación sobre la vida perfecta y el cuidado del alma hace a los hombres buenos y amantes de Dios. Puesto que el que busca a Dios lo encuentra, vence en todo a la concupiscencia y no se aparta nunca de la plegaria: tales hombres no temen a los demonios.

Los que se dejan desviar de las esperanzas de esta vida y conocen solamente de palabra las acciones que conducen a una vida perfecta, sufren algo parecido a la desgracia de aquellos que, aun poseyendo los remedios y el instrumental de arte médico, no saben usarlos ni se preocupan por aprender.

En tal caso, no debemos acusar por los pecados en los que caemos ni a nuestra constitución ni a otra cosa, sino sólo a nosotros mismos. 

Puesto que, si el alma elige voluntariamente el descuido, es inevitablemente vencida.

Al que no sabe discernir entre el bien y el mal, no le es lícito juzgar a los buenos y a los malos. 

Bueno es el hombre que conoce a Dios, y si el hombre no es bueno, no sabe nada ni nunca será conocido: pues el medio de conocer a Dios es practicar el bien.

Los hombres buenos y amantes de Dios reprochan de frente, a los hombres, si éstos están presentes, por el mal practicado. 

Pero no los insultan si están ausentes, ni siquiera lo permiten a quien trate de decir algo.

Manténgase alejada de las conversaciones toda grosería: porque el pudor y moderación son adornos propios de los hombres razonables más aun que de las vírgenes. 

El intelecto ocupado por el amor a Dios es la luz que ilumina el alma, como el sol ilumina el cuerpo.

Frente a cualquier pasión que pueda sorprenderte, recuerda que para aquellos que tienen un recto sentir y quieren disponer de sus propias cosas de la manera debida y segura, no es considerada como deseable la posesión corruptible de las riquezas, sino que es preferible atenerse a las glorias que son rectas y veraces. 

Éstas los hacen felices, mientras que las riquezas pueden ser sustraídas y sujetas a rapiña por parte de los más fuertes; la virtud del alma es la única posesión segura, inviolable y capaz de salvar después de la muerte a aquellos que la han adquirido. 

Si tenemos sentimientos como éstos, las ilusiones de la riqueza y de los otros placeres no podrán arrastrarnos.

No conviene que los hombres inestables e incultos pongan a prueba a los hombres que viven razonablemente. Tales son los hombres aceptados por Dios: los que callan mucho, o bien hablan poco y de cosas necesarias y gratas a Dios.

El que persigue la vida virtuosa y amante de Dios, cuida las virtudes del alma y las considera como su propia posesión y su eterno regocijo. Se sirve de las realidades temporales, según le es permitido y como Dios da y quiere: las usa con toda alegría y gratitud, aunque observando absolutamente en todo su justa medida. 

Los manjares suntuosos dan placer a los cuerpos en cuanto a realidades materiales, mientras que el conocimiento de Dios, la continencia, la bondad, la beneficencia, la piedad y la humildad deifican el alma.

Los poderosos que fuerzan con su mano a ejercer actos equivocados y dañinos para el alma no tienen, sin embargo, ningún dominio sobre el alma misma, que ha sido creada como dueña de sí misma. 

Ellos atan el cuerpo, pero no la voluntad: el hombre razonable es su dueño, gracias a Dios, su Creador. 

De este modo, éste es más fuerte que toda autoridad, que todo sometimiento y que toda potencia.

Los que consideran como una desgracia la pérdida de las riquezas, de los hijos, de los siervos o de cualquier otro bien, sepan que, primero, hay que sentirse contentos con lo que Dios nos da, y luego, cuando hay que devolverlo, esto debe ser hecho con prontitud y generosidad. 

Y no debemos enojarnos por esta privación o, mejor dicho, por esta restitución, puesto que hemos hecho uso de cosas que no son nuestras y que debemos restituir.

Es obra de hombre de bien no malvender nuestro libre juicio para atender la adquisición de riquezas, aun si, por casualidad, nos encontráramos con una gran cantidad de las mismas. 

Las realidades de esta vida son similares a un sueño y la riqueza no ofrece más que apariencias inciertas y efímeras.

Quienes son verdaderamente hombres, tienen un celo tal de vivir según el amor de Dios y la virtud, que su conducta virtuosa resplandece sobre los otros hombres.

Así como sucede cuando se coloca un detalle púrpura sobre las partes blancas de los vestidos para adornarlos y se destaca, poniéndose en evidencia, es así como los hombres deben practicar con máxima y evidente solidez las virtudes del alma.

Los hombres deberán examinar la fuerza que poseen y de cuánta virtud interior disponen. Y así se prepararán y resistirán a las pasiones que los asaltan, de acuerdo con la fuerza que tienen y conforme con la naturaleza recibida como don de Dios. 

Por ejemplo contra la belleza y cualquier concupiscencia perjudicial para el alma, existe la continencia; frente a las fatigas y a la indigencia, está la constancia; frente a los insultos y el furor, está la paciencia; y así en adelante.

Es imposible para el hombre volverse bueno y sabio en un instante: esto se logra con un fatigoso ejercicio, un modo de vida oportuno, experiencia, tiempo, práctica y un gran deseo de obrar el bien. 

El hombre bueno y amante de Dios, el hombre que verdaderamente conoce a Dios, no cesa de hacer lo que agrada a Dios, sin poner límites. Pero de tales hombres hay pocos.

No deben las personas poco dotadas, desesperando de sí mismas, descuidar la vida virtuosa y dedicada a Dios, despreciándola como inaccesible e inalcanzable para ellas. Por el contrario, ellas deberán ejercitar su fuerza y preocuparse por sí mismas. 

Puesto que, aunque no pudiesen alcanzar el máximo de la virtud y de la salvación, con el ejercicio y el deseo de lograrlo se volverán mejores, o por lo menos, no peores; y éste es un beneficio no pequeño para el alma.

El hombre, por su parte racional, está unido a la inefable y divina potencia, mientras que su parte corporal está emparentada con los animales. 

Y son pocos los hombres perfectos y razonables que se preocupan de tener un pensamiento acorde con su parentesco con el Dios Salvador que se manifieste mediante las obras y la vida virtuosa. 

Los más, sin embargo, dentro de la necedad de su alma abandonan ese divino e inmortal parentesco, para acercarse al de la muerte, infeliz y efímera, propia del cuerpo. 

Como los brutos, tienen sentimientos carnales y son afectos a la voluptuosidad; de tal modo se alejan de Dios y arrastran el alma desde el Cielo hasta el Infierno, debido a su propio deseo.

El hombre razonable, que reflexiona sobre su comunión y su relación con Dios, no amará nunca nada de lo terrenal o mezquino: tiene su intelecto vuelto hacia las cosas celestes y eternas. 

Éste conoce cuál es la voluntad de Dios: salvar al hombre. Y tal deseo es para los hombres causa de toda cosa buena y fuente de bondades eternas.

Cuando encuentres a alguien que contienda y contradiga la verdad y la evidencia, cesa toda discusión y retírate, pues sus capacidades racionales se han endurecido como piedra. 

Incluso los mejores vinos, de hecho, se estropean por el agua de calidad inferior. Del mismo modo, los malos discursos corrompen al que lleva una vida y un pensamiento virtuoso.

Si nos proponemos con solicitud y diligencia, huir de la muerte corporal, tanto más debemos ser solícitos y escapar de la muerte del alma; pues el que quiere ser salvado, no tiene otro impedimento más que la negligencia y el descuido de la propia alma.

El que se fatiga en comprender las cosas útiles y los buenos discurso, es considerado desventurado.

Pero en cuanto a los que, comprendiendo la verdad, impudentemente discuten, tienen muerta la razón y su manera de ser es similar a la de las fieras. No conocen a Dios, y su alma no es iluminada.

Dios, con su palabra, ha creado las especies animales para usos variados. Algunas son de uso comestible, otras para prestar servicios. 

Luego ha creado al hombre, cual espectador de éstas y de sus trabajos, en condición de conductor. 

Por lo tanto, los hombres deben proponerse no morir como ciegos, sin haber comprendido a Dios y a sus obras, como sucede con las bestias que no razonan. Es necesario que el hombre sepa que Dios todo lo puede. 

No hay nada que pueda oponerse a quien todo lo puede. Él ha hecho de esto, que no es todo, lo que Él quiere, y obra con su palabra para la salvación de los hombres.

Las cosas que están en el Cielo son inmortales, a raíz del bien que en ellas existe. Pero las de la Tierra se han vuelto corruptibles, debido a la voluntaria malicia que está intrínseca en ellas. Tal malicia proviene de los insensatos, de su descuido, y de su ignorancia de Dios.

La muerte, para los hombres que la comprenden, es sinónimo de inmortalidad. Pero para los rústicos, que no la comprenden, significa muerte. Pero no es esta muerte que debemos temer, sino la perdición del alma, que consiste en la ignorancia de Dios. Esto sí, es verdaderamente terrible para el alma.

La malicia es una pasión proveniente de la materia; por lo tanto, no hay cuerpo privado de malicia.

Pero el alma racional, comprende esto, sacude el peso de la materia, que es la malicia, y, librada de ese peso, conoce al Dios de todas las cosas y se mueve con respecto al cuerpo, como si enfrentara a un enemigo y adversario, no concediéndole ninguna ventaja. 

De esta manera, el alma es coronada por Dios, por haber vencido las pasiones de la malicia y de la materia.

La malicia, una vez conocida por el alma, es odiada como una bestia fétida; pero si es ignorada, es amada por aquel que no la conoce, y ella, de este modo, lo retiene prisionero, reduciendo a la esclavitud a su amante. 

Y éste, sintiéndose infeliz y miserable, no ve ni entiende lo que le es útil; por el contrario, cree que está bien acompañado por la malicia y se complace de ello.

El alma pura es buena y es, por lo tanto, iluminada y esclarecida por Dios. Es entonces que el intelecto comprende el bien y produce razonamientos llenos de amor a Dios. 

Pero cuando el alma es enlodada por la malicia, Dios se aleja de ella o, mejor dicho, el alma misma se aparta de Dios, y entonces demonios salvajes penetran en el pensamiento y sugieren al alma actos despreciables, tales como: adulterios, homicidios, rapiñas, sacrilegios y cosas similares, cosas todas que son obra de los demonios.

Los que conocen a Dios están llenos de buenos pensamientos y, en su afán por las cosas celestes, desdeñan las realidades de esta vida. Éstos no son queridos por muchos, ni sus ideas son del agrado de muchos. Tanto es así, que no sólo son odiados, sino también objeto de burla. 

Sin embargo, aceptan sufrir lo que sea, dentro de la indigencia en que se encuentran, sabiendo que, si bien esto parece un mal para la mayoría, para ellos es un bien. 

El que comprende las cosas celestes, cree en Dios y reconoce que toda criatura proviene de su voluntad. El que no comprende, ni siquiera cree que el mundo es obra de Dios y que fue hecho para la salvación del hombre.

Los que están llenos de malicia y aturdidos por la ignorancia, no conocen a Dios, pues su alma no está en estado de sobriedad. 

Dios es inteligible pero no visible, y se manifiesta en las cosas visibles, como el alma en el cuerpo. Como es imposible que el cuerpo subsista sin el alma, así también, todo lo que se ve y existe, no puede subsistir sin Dios.

¿Para qué fue creado el hombre? Para que, considerando a las criaturas de Dios, contemple y glorifique a quien todo esto creó para el hombre. 

El intelecto que acoge el amor de Dios, es un bien invisible donado por Dios a quien es digno por su vida buena.

Es libre el que no es esclavo de los placeres. Por el contrario, gracias a su prudencia y temperancia, domina su cuerpo y se conforma, con mucha gratitud, con lo que le es dado por Dios, aunque fuera muy poco. 

Cuando hay sintonía entre el intelecto amante de Dios y el alma, todo el cuerpo está en paz, aun sin quererlo. Porque si lo quiere el alma, todo impulso corporal puede ser controlado.

Los que no están conformes con los bienes que actualmente poseen, sino que aspiran a tener más, se someten voluntariamente a las pasiones que desordenan el alma, agregando pensamientos y fantasías nefastos. 

Estos bienes acarrean males y son un verdadero impedimento, así como lo son las túnicas demasiado largas que impiden correr. 

Así también los afanes desmedidos por conseguir una riqueza excesiva, no permiten a las almas ni luchar, ni salvarse.

Si nos sentimos forzados a hacer algo, y lo hacemos contra nuestra voluntad, encontramos en ello una prisión y un castigo. Ama, pues, las condiciones actuales en que vives, porque si tú las conllevas sin gratitud, te castigas a ti mismo sin darte cuenta. 

Hay un solo camino para lograr esto: el desprecio por las realidades de esta vida.

Así como obtuvimos de Dios la vista para reconocer las cosas que se pueden ver, para entender lo que es blanco y cual es la tinta de los colores oscuros, así también Dios nos ha dado la racionalidad para discernir lo que es bueno para el alma. 

La concupiscencia, una vez que ha sido separada del pensamiento, genera la voluptuosidad y no permite la salvación del alma o su unión con Dios.

No constituye un pecado lo que se produce según natura; pero lo que implica una elección voluntaria es malo. No es pecado comer, pero lo es comer sin agradecer, sin decoro ni continencia, cuando no se ayuda al cuerpo a permanecer vivo sin incurrir en mal pensamiento alguno. 

Del mismo modo, no es pecado mirar puramente, pero que lo es cuando se mira con envidia, con soberbia y avidez. 

También es pecado escuchar sin calma, con cólera, y no moderar la lengua -reservada para dar gracias y para orar – usándola, por el contrario, para la calumnia. También es pecado que las manos no trabajen para dar una limosna, sino para matar y robar, 

Como éstos, hay otros ejemplos: cada miembro peca cuando hace el mal en lugar del bien, contra la voluntad de Dios, actuando según su propia determinación.

Sin dudas de que cada acción es observada por Dios, observa como tú, que eres hombre y barro, puedes al mismo tiempo, observar hacia diversos puntos y comprender. ¡Cuánto más Dios, quien lo ve todo, incluso un grano de mostaza, quien da vida a todo y a todos nutre como quiere!

Cuando cierras la puerta de tu casa y estás solo, debes saber que esta contigo el ángel que Dios ha reservado para cada hombre, y que los griegos llaman “numen tutelar.” 

Éste, insomne y no sujeto a engaño, está siempre contigo. Todo lo ve, y las tinieblas no son un obstáculo para él. 

Debes saber que también está con él Dios, que está en todo lugar. No hay, de hecho, lugar o materia donde Dios no se encuentre, porque Él es superior a todos y a todos encierra en su mano.

Si los soldados juran su fe al César, porque él es quien los provee de alimentos, ¿con cuánto mayor celo no deberíamos nosotros rendir incesantemente gracias a Dios, con voces que nunca se acallen y rendirnos gratos a Aquel que ha creado para el hombre todas las cosas?

Los buenos sentimientos con respecto de Dios y la vida buena, son un fruto del hombre que es grato a Dios. 

Pero los frutos de la tierra no maduran en una hora; es necesario que haya tiempo, lluvias y cuidados. Del mismo modo, los frutos de los hombres resplandecen con la práctica, el ejercicio, el tiempo, la constancia, la continencia y la soportación. 

Y si, por causa de alguna de estas cosas, alguien te considera piadoso, no te creas a ti mismo mientras habites tu cuerpo, y ninguna de tus cosas te parezca que es del gusto de Dios: debes saber que no es fácil para el hombre custodiar hasta el final su impecabilidad.

Para los hombres, nada es tan precioso como la palabra: la palabra es tan poderosa que, justamente con la palabra, servirnos a Dios y le agradecernos. Pero si usamos palabras no buenas o injuriosas, condenamos nuestra alma. 

El hombre obtuso culpa a su propia naturaleza o a otra cosa, atribuyéndole el motivo de su pecado, ¡mientras hace uso voluntario de palabras o acciones indebidas!

Si nos preocupamos por cuidar los males de nuestro cuerpo, a fin de no ser criticados por otros, tanto más necesario es estar alertas y curar las pasiones del alma –que serán juzgadas ante la presencia de Dios– para no ser encontrados faltos de honor o aun ridículos. 

Teniendo la libertad de elegir – si así lo deseamos – no llevar a cabo malas las acciones a las que nos empuja la concupiscencia, podemos y tenemos la facultad de vivir de modo grato a Dios, y nadie nunca podrá, si no lo querernos, obligarnos a realizar algo malo. Y efectivamente es luchando como seremos dignos de Dios, y tendremos un modo de vida similar al de los ángeles en los Cielos.

Eres esclavo de las pasiones si lo quieres y, si lo deseas eres libre y no te someterás a ellas. 
Pues Dios te ha creado con esa libertad. 

Quien vence las pasiones de la carne es coronado con la inmortalidad. Si no existieran las pasiones, tampoco existirían las virtudes, y ni siquiera las coronas con las cuales Dios gratifica a los hombres dignos de ellas.

Los que no ven lo que les sienta y quieren indicar a otros lo que es bueno, tienen el alma ciega y su capacidad de discernimiento se ha atrofiado. 

Por lo tanto, no hay que prestarles atención, para no tropezar también nosotros, como los ciegos, con los mismos males.

No debemos montar en cólera con los que pecan, aunque su actuar es condenable y digno de castigo. 

Debemos convertir a quien ha caído, por motivo de justicia, y castigarlo también, si fuera oportuno, ya sea personalmente o por medio de otros. 

Pero no debemos encolerizarnos ni enfurecernos, porque la cólera actúa sobre la justicia solo de forma pasional, no con discernimiento. 

Del mismo modo, no debemos tolerar siquiera al que hace misericordia sin motivo alguno. 

Debemos castigar a los malvados, por el bien y la justicia, y no por nuestra pasión de cólera.

Sólo nuestra posesión del alma es segura e inviolable. Consiste en vivir virtuosamente, agradando a Dios, con el conocimiento y con la práctica de las cosas buenas. La riqueza es ciertamente una guía ciega y una consejera insensata. 

El que la usa mala y voluptuosamente, envía a la perdición a su alma que se ha vuelto obtusa.

Es necesaria que los hombres no tengan nada superfluo o, si lo poseen, sepan con certeza que todo lo que hay en esta vida es, por naturaleza, corruptible, que nos es quitado con facilidad, y que se puede perder y romper. 

Por lo tanto, no se deben descuidar las consecuencias que ello acarrea.

Debes saber que los dolores del cuerpo son propios del cuerpo por naturaleza, pues éste es corruptible y material. Es preciso que el alma cultivada produzca respecto de tales pasiones, constancia y tolerancia, con gratitud, y que no se lamente a Dios por el cuerpo que le concedió.

Los que compiten en las Olimpíadas no ganan con la primera, segunda o tercera victoria, sin cuando han ganado a todos aquellos que participan en la carrera. 

De tal modo, es necesario que quien quiera recibir la corona de Dios ejercite su alma en la moderación, no solamente en lo que respecta a las cosas del cuerpo, sino también con respecto a las ganancias, a las rapiñas, a la envidia, a las voluptuosidades, a las glorias vanas, a las palabras injuriosas, a los homicidios, y así sucesivamente.

No busquemos una vida buena y dedicada al amor a Dios por la alabanza humana. Debemos elegir la vida virtuosa, persiguiendo la salvación de nuestra alma. Es necesario que veamos, cada día, a la muerte frente a nosotros y que consideremos cuán inciertas son las cosas humanas.

Está en nuestro poder vivir con moderación, mientras que no está en nuestro poder enriquecernos. ¿Y entonces qué hacer? ¿Debemos arrastrar la condena sobre nuestra alma, a cambio de la efímera ilusión de las riquezas, que no nos es permitido adquirir? ¿0 aunque fuera por el deseo de poseerlas? 

¡Corremos como verdaderos insensatos, ignorando que la primera de las virtudes es la humildad, así como las primeras de todas las pasiones son la gula y la concupiscencia por las cosas de la vida!

El que ha sido dotado de sensatez debe recordar incesantemente que, aceptando en esta vida pequeñas fatigas de breve duración, podrá gozar después de la muerte de eterna felicidad y delicias. 

Por tanto, el que lucha contra las pasiones y quiere recibir la corona de Dios, si cae, no pierda el ánimo, que no permanezca en su caída, desesperando de sí mismo; debe levantarse y combatir de nuevo y así alcanzará la corona. 

Hasta el último suspiro deberá levantarse cuando cae: las fatigas del alma son las armas de las virtudes y se tornan medios de salvación para ella.

Las contingencias de la vida hacen que los hombres y los luchadores dignos reciban la corona de Dios. 

Es, pues, necesario que en su existencia ellos hagan morir sus miembros a las realidades de esta vida: el que está muerto, no se preocupa más por las cosas de esta vida.

No es propio del alma razonable y luchadora, el turbarse e intimidarse al presentarse las pasiones, no queriendo ser objeto de burla por ser pusilánime.

Efectivamente, el alma que se deja turbar por las apariencias de esta vida se aparta de lo que la beneficia. 

Porque las virtudes del alma preceden a los bienes eternos, mientras que las malicias voluntarias de los hombres se convierten en causa de castigos.

El hombre razonable es combatido por los sentidos de la razón, que tiene en sí mismo como pasiones del alma. 

Hay cinco sentidos en el cuerpo: la vista, el olfato, el oído, el gusto y el tacto. 

Mediante estos cinco sentidos, el alma infeliz, cayendo en sus cuatro pasiones, es hecha prisionera. 

Estas cuatro pasiones son: la vanagloria, el gozo, la cólera y el miedo. 

Cuando el hombre, mediante la prudencia y la reflexión, con una lucha intensa, domina las pasiones, no es más combatido: encuentra la paz del alma y recibe de Dios la corona del vencedor.

Entre aquellos que se cobijan entre los albergues, algunos encuentran una cama; otros, aunque no encuentran un lecho y duermen sobre el piso, ¡roncan como si durmieran en una cama! Luego, al llegar el alba, dejan el albergue y se van, llevando consigo solamente lo propio. 

Del mismo modo, todos aquellos que están en esta vida, tanto los que viven modestamente, como los que gozan de riquezas y de gloria, se irán como de un albergue. 

Y no se llevarán ninguna de las delicias de esta vida ni de sus riquezas, llevarán solamente sus obras, buenas o malas, que hayan llevado a cabo a lo largo de su vida.

Si tú gozas de autoridad, no cedas fácilmente a la tentación de amenazar de muerte a alguien, sabedor de que tú, por naturaleza, también estás destinado a morir, y que el alma desviste al cuerpo como de una última túnica. 

Con clara conciencia de esto, ejercita la humildad y, actuando bien, sé siempre del agrado de Dios. Pues el que no tiene compasión, no posee ninguna virtud.

Es imposible, no hay ninguna salida para rehuir de la muerte. 

Sabiendo esto, los hombres verdaderamente razonables, ejercitados en las virtudes, con un pensamiento amante de Dios, aceptan la muerte sin gemidos, sin temor ni luto; piensan que ella es inevitable y que nos libera de los males de esta vida.

A los que olvidan el modo de vivir buenamente, agradando a Dios, a los que no tienen en cuenta las doctrinas rectas y plenas del amor de Dios, a éstos no debemos odiarlos, sino que debemos tener piedad de ellos, como de alguien que está privado de la capacidad de discernimiento, como si estuviera ciego en su corazón y en su intelecto. 

Éstos aceptan el mal como si fuera el bien y se precipitan hacia la perdición por ignorancia. ¡No conocen a Dios estos infelicísimos, estos hombres con el alma insensata!

Evita hablar con muchos de la piedad y de la vida honesta. No lo digo por celos, sino porque considero que parecerías ridículo a los insensatos: porque cada uno se alegra por lo que le es afín, aunque este tipo de discurso tiene poca audiencia y más bien rara. Es mejor no hablar sino de lo que Dios quiere para la salvación del alma.

El alma sufre junto al cuerpo, pero el cuerpo no sufre junto al alma 

Si, por ejemplo, el cuerpo es sometido a cortes, también el alma sufre; cuando es vigoroso y sano, las pasiones del alma también gozan. 

Pero si el alma reflexiona, no por ello reflexiona el cuerpo, que queda relegado a sí mismo, porque el reflexionar es una pasión del alma, así como también lo es la ignorancia, el orgullo, la incredulidad, la concupiscencia, el odio, la envidia, la cólera, el descuido, la vanagloria, la negación y la percepción del bien. Este tipo de cosas es tarea del alma.

Sé pío cuando reflexionas en las cosas de Dios. Sin envidia, sé bueno, demuestra buen talante, sé humilde liberal según tus posibilidades, sociable, opuesto a los altercados. 

He aquí como podemos agradar a Dios mediante tales cosas, no juzgando a nadie, no diciendo de terceros: tal es un malvado y ha pecado. 

Debemos, más bien, buscar nuestros propios males y observar por nosotros mismos nuestro modo de vida, a fin de comprender si es grato a Dios. Qué nos importa si otro es malo?

El que es verdaderamente un hombre, se esfuerza por ser pío. Pero lo es el que no tiene concupiscencia por lo que le es ajeno, y es ajeno al hombre todo lo que ha sido creado. Así él, en cuanto imagen de Dios, despreciará todo.

Pero el hombre es imagen de Dios cuando vive con rectitud, en modo grato a Dios; no es posible serlo, si no nos separamos de las realidades de esta vida. 

El que tiene un intelecto amante de Dios, conoce todo el provecho y toda la piedad que Él mismo infunde en el alma. 

El hombre que ama a Dios no acusa a nadie por lo que él mismo peca, y esto es indicio de un alma que se salva.

¡Cuántos buscan con la violencia los bienes efímeros y son agredidos por el apetito de cometer obras perversas, ignorando la muerte y la ruina de su propia alma, y no atendiendo, los infelices, lo que es mejor para ellos, sin pensar en lo que sufren los hombres después de la muerte, por obra de la malicia!

La malicia es una pasión de la materia. Dios no es responsable de la malicia. 

Él ha dado a los hombres conocimiento, ciencia, discernimiento entre el bien y el mal, y libertad. 

Pero lo que genera las pasiones de la malicia son la negligencia y el descuido de los hombres. Dios no es para nada responsable de todo ello. 

Los demonios se volvieron pérfidos por una elección del pensamiento, y así sucede esto con la mayoría de los hombres.

El hombre que convive con la piedad no permite que la malicia se insinúe en su alma; y cuando no hay malicia, el alma se encuentra al abrigo de todo peligro y de todo daño. 

Las personas de esta índole no están dominadas ni por un infausto demonio ni por el destino, porque Dios las libera de los males y viven protegidas contra todo daño, tal como le sucede a los dioses. 

Y si alguien alaba a un hombre como éste, él se ríe de quien lo hace; si se lo critica, no se excusa con quien lo insulta, ya que no se excita por lo que de él se habla.

El mal acecha a la naturaleza como la herrumbre al cobre y la suciedad al cuerpo. Y sin embargo, el herrero no ha inventado la herrumbre, ni nadie ha creado la suciedad; así, tampoco Dios ha hecho la malicia. 

Él ha dado al hombre el conocimiento y el discernimiento para que huya del mal sabiendo que de él solamente obtiene daño y castigo. 

Ten cuidado pues de que no suceda que, viendo a alguien con poder y riquezas, tú, iluso por el demonio, lo llames beato. 

Que acuda enseguida la muerte ante tus ojos, y entonces la concupiscencia no te arrastrará a favor de lo que hay de malo en esta vida.

Nuestro Dios ha concedido la inmortalidad a aquellos que están en los Cielos mientras que para aquellos que están en la Tierra ha creado la transformación. 

Le ha dado la vida y el movimiento a todo, y, todo ha sido creado para beneficio del hombre. No te dejes arrastrar, pues, por la ilusión que despliega el demonio a propósito de las vanidades de esta vida. 

Cuando él insinúe en tu alma un ardiente y pérfido deseo, piensa de inmediato en los bienes celestes y convéncete a ti mismo, diciéndote: “Si me lo propongo, tengo la posibilidad de vencer también esta lucha desencadenada por la pasión, pero no ganaré si quiero alcanzar el fin de mi deseo.” No dejes de combatir esta lucha que puede salvar tu alma.

La vida es la unión y la conjunción del intelecto, del alma y del cuerpo. La muerte, por otro lado, no es la destrucción de las fuerzas conjuntas, sino la disolución de su recíproca relación. Para Dios todas las cosas pueden ser salvadas, aun después de esta disolución.

El intelecto no es el alma, sino un don de Dios que salva el alma. 

El intelecto grato a Dios previene el alma y le da consejo para que desprecie lo que es efímero, material, corruptible, y ame los bienes eternos, incorruptibles, inmateriales, y para que el hombre camine en su cuerpo penetrando y contemplando lo que está en los Cielos, lo que concierne a Dios y a todas las cosas, mediante su intelecto. Y el intelecto amante de Dios es bienhechor del alma humana y de su salvación.

El alma, no bien se encuentra en su cuerpo, es prestamente oscurecida y enviada a la perdición por la tristeza y la voluptuosidad. La tristeza y la voluptuosidad son como humores del cuerpo. {{Pero el intelecto amante de Dios se les opone, entristece el cuerpo y salva el alma, como el médico que corta y quema las heridas infectas.

Todas las almas que no fueron guiadas por la racionalidad y gobernadas por el intelecto para que éste aparte, detenga y gobierne las pasiones, es decir, la tristeza y la voluptuosidad; todas estas almas, perecen como los animales sin razón, porque su racionalidad es arrastrada por las pasiones, como un auriga cuyos caballos se le han desbocado.

Constituye una gravísima enfermedad del alma, su destrucción y su perdición, el no conocer a Dios, quien ha hecho todas las cosas para el hombre y le ha donado intelecto y razón mediante los cuales el hombre, elevándose, se une a Dios, comprendiendo y glorificándolo.

El alma está en el cuerpo, y en el alma está el intelecto, y en el intelecto, la razón. Comprendido y glorificado mediante estas realidades, Dios convierte al alma en inmortal, concediéndole incorruptibilidad y delicias eternas; porque Dios ha concedido el ser a cuantos nacen, solamente por bondad.

Dios, bueno y sin celos, luego de haber creado al hombre libre, le ha dado el poder, si lo quiere, de agradarle. 

Y place a Dios que en el hombre no haya malicia. Si entre los hombres se alaban las buenas obras y las virtudes del alma santa y amante de Dios, y se condenan las acciones viles y malvadas, ¿cómo no va a querer esto Dios, que quiere la salvación del hombre?

Lo que es bueno para el hombre, lo recibe de Dios, en cuanto bueno. Justamente por ello él ha sido creado por Dios. 

Pero el mal es sacado por el hombre de sí mismo, empujado por la fuerza de la malicia, de la concupiscencia y de la obtusidad que están en él.

El alma desconsiderada, aun siendo inmortal y dueña del cuerpo, lo sirve mediante la voluptuosidad, y no piensa que las delicias del cuerpo son dañinas para el alma. 

Ésta, habiéndose vuelto estúpida y fatua, sólo se ocupa de regocijar el cuerpo.

Dios es bueno, el hombre es pérfido. Nada hay de malo en el Cielo ni nada hay de bueno en la Tierra. 

Pero el hombre razonable elige lo mejor, conoce al Dios de todas las cosas, le da gracias y le canta alabanzas; se horroriza de su cuerpo antes que de la muerte, y no permite que las sensaciones malvadas consuman su obra, arruinándolo.

El hombre malvado ama la sensualidad y desprecia la justicia; no piensa en la incertidumbre, en la inestabilidad ni en la breve duración de la vida; tampoco reflexiona sobre la inexorabilidad de la muerte, que ninguna donación de dinero podría evitar. 

Y si un viejo es vil e insensato, se encuentra inepto para cualquier uso, como un leño putrefacto.

Cuando hemos experimentado la tristeza, entonces somos sensibles a los placeres y a la alegría. 

Por cierto, no bebe con gusto el que antes no ha experimentado sed; ni come de buen agrado quien no ha sentido hambre; ni duerme con ganas quien no ha sentido un gran sueño, ni es sensible al júbilo el que antes no se ha visto entristecido. 

Del mismo modo, no podremos disfrutar de los bienes eternos, si no despreciamos lo que es efímero.

La razón está al servicio del intelecto: lo que el intelecto desea, la razón lo expresa.

El intelecto ve también todo lo que está en el Cielo, y nada lo nubla si no es el mero pecado. Para el que es puro, nada es incomprensible, así como nada para la razón es inexpresable.

A causa de su cuerpo, el hombre es mortal, pero por su intelecto y por su razón, es inmortal. 

Callando, comprendes; si has comprendido, hablas. En el silencio, el intelecto genera la palabra. 

Las palabras de agradecimiento ofrecidas a Dios, se convierten en salvación para el hombre.

El que dice cosas irrazonables, no tiene intelecto. Porque habla entender nada. ¡Atiende más bien a lo que debes hacer por la salvación de tu alma!

La razón unida al intelecto y útil para el alma es un don de Dios. Una razón llena de tonterías busca las medidas del Cielo y de la Tierra y sus distancias, el tamaño de Sol y de las estrellas, siendo todo ello una invención del hombre que persigue vanidades. 

En vano busca, en su desenfado, cosas inconducentes, como el que quiere recoger agua con un cedazo. No está al alcance de los hombres el conseguir tales cosas.

Nadie, al mirar al Cielo, puede comprender lo que hay allí, no siendo el hombre que se preocupa por conducir una vida virtuosa y comprende y glorifica a Aquel que todo lo ha hecho por la salvación y la vida del hombre. 

Un hombre así, un hombre noble, sabe con certeza que nada existe sin Dios. Dios, como ser infinito, está por doquier y en todas las cosas.

Así como el hombre sale del vientre materno, así el alma sale del cuerpo, desnuda. Ésta, pura y luminosa; aquélla con las manchas propias de sus fallas; esta otra, negra por sus muchas caídas. 

Por tanto, el alma razonable y amante de Dios, reflexionando y considerando las penas que le llegarán después de la muerte, regula su vida en la piedad, para que no sea condenada ni caiga en esas penas. 

Aquellos que no creen, los que viven despreciablemente y pecan, menospreciado las cosas del más allá, ¡son hombres con un alma insensata!

Así como una vez salido del vientre materno, te olvidas de lo que allí habita, así, una vez salido del cuerpo, no recuerdas lo que está en el cuerpo.

Así como una vez salido del vientre materno, tu cuerpo se fortalece y crece, así, una vez que has salido del cuerpo puro y sin mancha, serás más fuerte, incorruptible, y vivirás en el Cielo.

Así como, una vez que el cuerpo ha sido formado en el vientre, es necesario que nazca a la vida, del mismo modo una vez que el alma ha cumplido la norma establecida por Dios, es necesario que salga del cuerpo.

Así como tratas a tu alma mientras se encuentra en tu cuerpo, del mimo modo ella te tratará, una vez que ha salido de tu cuerpo. 

En efecto, el que aquí se ha servido de su cuerpo para estar bien y entregarse a la lujuria, se ha tratado mal a sí mismo para los momentos que siguen a su muerte. 

Puesto que, como un insensato, ha condenado su propia alma.

Así como el cuerpo que ha salido del vientre materno incompleto no puede crecer, del mismo modo, el alma que ha salido del cuerpo sin haber llevado a cabo el conocimiento de Dios mediante una vida buena, no puede ser salvada o unirse a Dios.

El cuerpo unido al alma sale de la oscuridad del vientre a la luz. Pero el alma unida al cuerpo permanece atada a las tinieblas del cuerpo. 

Es conveniente, pues, odiar y castigar al cuerpo en su calidad de enemigo y adversario del alma. 

El exceso de comida y la gula excitan en los hombres las pasiones de la malicia. Mientras que la continencia del vientre humilla las pasiones y salva el alma.

En el cuerpo, la vista es dada a los ojos; en el alma, es dada por el intelecto. Y así como el cuerpo privado de

ojos está ciego y no ve el sol, la tierra toda, el mar centellante, y ni siquiera puede gozar de la luz, del mismo modo el alma que no tiene un intelecto bueno y un honesto modo de vida, está ciega y no contempla a Dios, creador y benefactor de todos, no lo glorifica ni puede acceder al gozo de su incorruptibilidad y de los bienes eternos.

La ignorancia de Dios significa insensibilidad y fatuidad. 

El mal es generado por la ignorancia, mientras que el bien surge en los hombres por el conocimiento de Dios y salva el alma. 

En consecuencia, si no estás dispuesto a llevar a cabo tus deseos, si eres sobrio y conoces a Dios, mantén tu intelecto dirigido hacia las virtudes. 

Pero si estás dispuesto a cumplir con tus intenciones maliciosas, que están dirigidas a la voluptuosidad –ebrio, debido a la ignorancia de Dios– , estás destinado a la perdición de los brutos, sin considerar los males que te aquejarán después de la muerte.

Se denomina providencia a lo que sucede por decreto divino, como por ejemplo, el surgir del sol o el atardecer de cada día y el fructificar de la tierra. Del mismo modo, se denomina ley lo que sucede por decreto humano. Todo ha sido hecho para el hombre.

Todo lo que Dios hace, lo hace para el hombre, porque Él es bueno. Todo lo que el hombre hace, lo hace para sí mismo, ya sea el bien como el mal. 

Para que tú no te asombres al comprobar la prosperidad de los malvados, debes saber que, así como los gobiernos mantienen a los verdugos, a quienes, aunque no alaban sus pésimas intenciones, ordenan ajusticiar a aquellos que son dignos de castigo, del mismo modo Dios permite que los malvados opriman a los vivos y así castiguen a los despiadados por su intermedio. Pero, al final, éstos también serán enviados a juicio, por haber maltratado a los hombres, no en calidad de ministros de Dios, sino para servir a sus propios instintos.

Los que rinden culto a los ídolos, si conocieran y vieran con el corazón a qué están prestando culto, no errarían, alejados de la verdadera piedad, ¡infelices! Mas bien, viendo el decoro, el orden y la providencia que Dios pone en todas las cosas, conocerían mejor a Aquel que ha hecho estas cosas para el hombre.

El hombre puede matar, puesto que es malo e injusto. Dios, sin embargo, no cesa de donar la vida, incluso a los indignos. 

Él está, de hecho, limpio de celos y es bueno por naturaleza, por esto ha querido que el mundo fuera hecho, y fue hecho. Y fue hecho para el hombre y para su salvación.

Es hombre el que ha comprendido que el cuerpo es corruptible y efímero. 

Éste también entiende lo que es el alma, como ésta es divina, inmortal, inspiración de Dios, y como está ligada al cuerpo para probarlo y para su deificación. 

Quien ha comprendido lo que es el alma, vive de modo recto y grato a Dios, no obedece al cuerpo, sino que, mirando a Dios con el intelecto, contempla y comprende los bienes eternos donados por Dios al alma.

Puesto que Dios es siempre bueno y sin celos, ha dado al hombre la libertad de elegir entre el bien o el mal, donándole el conocimiento a fin de que, contemplando al mundo y lo que éste contiene, conozca a Aquel que todo lo ha hecho para el hombre. 

Pero puede darse que los impíos quieran no entender. 

También es posible que no crean, que se equivoquen, o comprendan lo contrario de la verdad. 

Hasta este punto el hombre es libre de elegir frente al bien y frente al mal.

Es por orden de Dios que, al crecer la carne, el alma se llena de intelecto: esto sucede para que el hombre elija, entre el bien y el mal, lo que le place más. 

Pero el alma que no elige el bien no tiene intelecto. 

Porque todos los cuerpos tienen, sí, un alma, pero no se dice que toda alma tenga intelecto. 

Por cierto, el intelecto amante de Dios, pertenece a los prudentes, a los santos, a los justos, a los puros, a los buenos, a los misericordiosos y a los píos. 

Y la presencia del intelecto constituye para el hombre una ayuda en su relación con Dios.

Una sola cosa no es posible para el hombre: el ser inmortal. Le es posible unirse a Dios si comprende que puede hacerlo. Es así como, queriendo, comprendiendo, creyendo y amando, por la fuerza de un vivir honesto, el hombre llega a convivir con Dios.

El ojo contempla lo que le presenta. Sin embargo, el intelecto penetra lo invisible. 

El intelecto amante de Dios es la luz del alma. 

El que posea un intelecto amante de Dios, tiene el corazón iluminado y con su intelecto, ve a Dios.

Ningún hombre bueno es vil, pero el que no es bueno es del todo malo y amante del cuerpo. 

La primera virtud del hombre es el desprecio de la carne. 

La separación de las cosas efímeras y corruptibles –separación voluntaria, no debida a la indigencia– nos convierte en herederos de los bienes eternos e incorruptibles.

El que está dotado de intelecto, se conoce a sí mismo, conoce lo que es, sabe que es un hombre corruptible. 

El que se conoce a sí mismo, conoce todo, sabe que cada cosa es una criatura de Dios y que ha sido creada para la salvación del hombre. El hombre tiene el poder de comprender y creer rectamente. 

Un hombre así sabe con certeza que el que desprecia las realidades de esta vida encontrará menos afanes y que, después de la muerte, recibe de Dios delicias y reposo eternos.

Así como el cuerpo sin alma está muerto, así también el alma, sin la actividad del intelecto, se encuentra ociosa y no puede recibir a Dios en herencia.

Dios escucha sólo al hombre. Sólo al hombre, Dios se muestra. Dios es amante de hombre, donde él está, también está Dios. Sólo el hombre es un digno adorador de Dios. Por el hombre, Dios se transfigura.

Dios ha hecho todo el cielo para el hombre y lo ha adornado de estrellas. Para el hombre ha hecho la Tierra. 

Los hombres la trabajan para sí mismos Los que no se perciben de tal providencia de Dios, tienen un alma insensata.

El bien es invisible como las realidades celestes. El mal es visible como las realidades terrestres. 

Entre uno y otro, el hombre que tiene intelecto, elige lo que es mejor. Porque sólo para el hombre son inteligibles Dios y sus criaturas.

El intelecto está en el alma, así como la naturaleza en el cuerpo. Y el intelecto es la divinización del alma, mientras que la naturaleza es la difusión del cuerpo, 

La naturaleza está en todo cuerpo, pero no en toda alma se halla el intelecto. 

Por tanto, no toda alma está salvada.

El alma está en el mundo por cuanto allí fue generada; el intelecto está en el más allá, pues allí fue ingenerado. 

El alma que comprende al mundo y quiere ser salvada, observa de continuo una ley inviolable, admitiendo para sí misma que la lucha y las pruebas las va a tener que enfrentar aquí y ahora ¡no siendo posible comprar al juez! ya que ésta puede perecer o salvarse nada más que por un pequeño y vil placer.

Dios ha creado la generación y la muerte sobre la Tierra. 
En el Cielo, providencia y decreto. 

Pero todo fue hecho para el hombre y su salvación. Dios, quien no necesita de ningún bien, ha creado para el hombre el Cielo y la Tierra y los elementos, deseando darle por medio de éstos, el goce de todos los bienes.

Las realidades mortales están sujetas a las inmortales. 

Pero las inmortales sirven a las mortales, es decir, los elementos al hombre, gracias al amor por el hombre y a la bondad innata de Dios creador.

El que se empobreció y no puede causar ningún daño, no puede ser tenido en cuenta por sus actos entre los píos hombres. 

El que puede perjudicar y no se sirve de su poder para el mal, sino que es considerado con los más míseros por piedad hacia Dios, éste será recompensado con bienes aquí y más allá de su muerte.

Por amor al hombre del Dios que nos ha creado, son numerosas las vías hacia la salvación que convierten a las almas y las conducen al Cielo. 

Las almas de los hombres reciben, efectivamente, recompensas por las virtudes y castigos por las transgresiones.

El Hijo está en el Padre, y el Espíritu Santo en el Hijo, y el Padre está en ambos. 

El hombre conoce, por fe, todas las realidades invisibles e inteligibles. La fe es el voluntario consentimiento del alma.

Aquellos que por alguna necesidad o contingencia se ven obligados a nadar en grandes ríos, si están sobrios se salvan: si sucediera que las corrientes son violentas y fueran arrastrados, si se aferran a algún arbusto que crece en la orilla, aún se pueden salvar. 

Pero todos aquellos que se encuentran en estado de embriaguez, aunque en innumerables ocasiones se hayan ejercitado perfectamente en la natación, al ser vencidos por el vino, son sumergidos por la corriente y salen del mundo de los vivos. 

Del mismo modo el alma, al incurrir en los remolinos y en las agitadas corrientes de la vida, si no se ha tornado sobria respecto a la malicia de la materia y, por lo tanto, si no se conoce a sí misma, no sabe cómo ella, divina e inmortal, ha sido ligada a la materia del cuerpo, que es efímera, expuesta a múltiples sufrimientos y mortal.

Así, el alma es arrastrada por la perdición de los placeres carnales y, despreciándose, ebria de ignorancia, incapaz de ayudarse, perece y se encuentra fuera del número de aquellos que se salvan. 

Muchas veces el cuerpo, como un río, nos arrastra hacia placeres inconvenientes.

El alma razonable, manteniéndose inmóvil en su buena determinación, guía sus potencias irascibles y concupiscibles, sus pasiones irracionales, como a caballos: venciéndolas, acorralándolas y superándolas, ella es coronada y hecha digna de la victoria de los Cielos, recibiendo del Dios que la ha creado este premio por su victoria y sus fatigas.

El alma verdaderamente razonable, viendo la suerte de los malos y el bienestar de los impíos, no se turba al imaginar su goces en esta vida, como hacen los insensatos. 

Porque bien sabe ésta cómo la suerte es inestable, la riqueza, incierta, la vida, efímera, y sabe cómo la justicia no se deja corromper por donativos. Y un alma tal, tiene fe de no ser descuidada por Dios, y de que el alimento necesario le será administrado.

La vida del cuerpo y su goce entre grandes riquezas, teniendo poder mundano, es la muerte del alma mientras que la fatiga, la resignación y la indigencia vivida agradeciendo, así como la muerte del cuerpo, son vida y felicidad eterna para el alma.

El alma razonable que desprecia la creación material y la vida efímera, elige el regocijo celeste y la vida eterna, recibiéndola de Dios, mediante un vivir honesto.

El que tiene el traje enlodado, ensucia la túnica de los que se le acercan. 

Del mismo modo, los que tienen mala voluntad y una conducta no recta, frecuentando y diciendo cosas inoportunas a otros de mentalidad más simple, ensucian su alma como con fango mediante el oído.

La concupiscencia es el principio del pecado, mediante la cual el alma razonable se pierde. Mientras que el amor es para el alma principio de la salvación y del Reino de los Cielos.

El cobre, si es descuidado y no es tratado con la debida atención, por no haber sido utilizado por largo tiempo, es corrompido por la herrumbre que lo recubre y pierde su belleza. 

También el alma ociosa, descuidando el vivir honesto y la conversión a Dios, se aleja con sus malas acciones de la protección divina y, como el cobre por la herrumbre, así es consumada por la malicia que sigue al descuido –a causa de la materia del cuerpo– y se encuentra privada de belleza e inútil para la salvación.

Dios es bueno, exento de pasiones o cambios. Si se considera como razonable y verdadero que Dios no está sujeto a cambios, no se entiende cómo Él se puede alegrar con los buenos, despreciando a los malos, encolerizarse con los pecadores, y luego, si se le rinde culto, tornarse propicio. 

Hay que decir, sin embargo, que Dios ni se alegra ni se enfurece, porque alegría y tristeza son pasiones; ni tampoco se le puede rendir culto con dones, porque esto significaría que Él puede ser conquistado por el placer. 

No es lícito juzgar bien o mal al Divino en base a las realidades humanas. 

Dios es solamente bueno, hace solamente el bien, no daña nunca, porque tal es su naturaleza. 

Si nosotros somos buenos a semejanza suya, nos unimos a Él. Si por no tomarlo como modelo, nos tornamos malos, nos separamos de Dios.

Viviendo virtuosamente, nos unimos a Dios. Si nos adherimos al mal, Él se convierte en nuestro enemigo, pero no se encoleriza vanamente. 

Más bien, los pecados no permiten que Dios resplandezca en nosotros, sino que nos unen a los demonios por punición. 

Si con plegarias y obras de bien logramos desprendernos de los pecados, esto no significa que con nuestro culto inducimos a Dios a cambiar. 

En realidad, al sanar nuestra malicia con nuestras buenas acciones, y al convertirnos al Divino, nuevamente gozamos de la divina bondad; por eso, si decimos que Dios se retrae de los malos es como decir ¡que el sol se esconde a quién le falta la vista!

El alma piadosa conoce al Dios del Universo. “La piedad” no es otra cosa que el hacer la voluntad de Dios y así conocerlo, construyéndonos, sin envidia, moderados, humildes, generosos según nuestras posibilidades, sociables, y extraños a las disputas y todo lo que es grato a la divina voluntad.

El conocimiento de Dios y el temor a Él nos curan de las pasiones de la materia. Así, cuando la ignorancia de Dios se une al alma, las pasiones, que fueron descuidadas, pudren el alma: ella es corrompida por la malicia, como una vieja herida. Pero Dios no es responsable de esto, porque Él ha enviado a los hombres ciencia y conocimiento.

Dios ha colmado al hombre de ciencia y conocimiento, se apresura a purificar las pasiones y la malicia voluntaria y quiere transferir lo que es mortal a la inmortalidad, solamente a causa de su bondad.

El intelecto que está en el alma pura y amante de Dios, en realidad ve al Dios increado, invisible e inexpresable, el único puro para los puros de corazón.

Corona de la incorrupción, virtud y salvación del hombre es el llevar las desventuras de buen ánimo y dando gracias. Además, el dominar la ira, la lengua, el vientre, los placeres, constituye una enorme ayuda para el alma.

La providencia divina es aquella que tiene al mundo en sus manos. No existe ningún lugar abandonado por la providencia. 

Es providencia la palabra perfecta de Dios, la que da forma a la materia que constituye al mundo, y es creadora. y artífice de todas las cosas que son hechas. 

No es posible que la materia se organice sin el poder descendiente de la Palabra, que es imagen, intelecto, sabiduría y providencia de Dios.

La concupiscencia derivada del pensamiento, es la raíz de las pasiones congénitas de las tinieblas. Y el alma que se encuentra en el pensamiento de concupiscencia se ignora a sí misma, ignora ser inspiración de Dios y es llevada así al pecado, sin pensar ¡la insensata! en los males que encontrará después de la muerte.

La impiedad y el amor por la gloria son la suma e incurable enfermedad del alma, son la perdición. Efectivamente, la concupiscencia del mal es la privación del bien. Y el bien es hacer, sin avaricia, todo el bien que es grato al Dios del universo.

Sólo el hombre es capaz de recibir a Dios. Solamente a este ser vivo habla Dios. De noche, por medio de los sueños; de día, por medio de la mente. Y por intermedio de todo, predice y preanuncia los bienes futuros a los hombres dignos de Él.

Nada es difícil para quien cree y quiere comprender a Dios. Y si luego quieres también contemplarlo, observa el orden y la providencia que hay en todas las cosas que por su Palabra fueron hechas y creadas. Y todo es para el hombre.

Se llama santo a aquel que es puro de la malicia y de los pecados. Es por lo tanto un grandísimo logro del alma, y que agrada a Dios, que en el hombre no haya malicia.

El “nombre” es el modo de indicar a uno con respecto a muchos. Es por lo tanto insensato considerar que Dios – uno y solo – tenga otro nombre. “Dios,” pues, indica a aquel que existe sin principio, aquel que todo lo ha hecho por el hombre.

Si tienes conciencia de haber actuado malvadamente, elimina las malas acciones de tu alma, aguardando los bienes que vendrán: Dios es ciertamente justo y amigo del hombre.

El hombre conoce a Dios y es por Él conocido si se preocupa de no separarse nunca de Dios. No se separa de Dios el hombre bueno que en todo y por todo domina al placer: no por el hecho de que dispone de poco placer, sino por su propia voluntad y continencia.

Beneficia al que te perjudica, y tendrás a Dios por amigo. No calumnies en nada a tu enemigo. Ejercita el amor, la moderación, la tolerancia, la continencia, etc. 

Todo esto es conocimiento de Dios: siguiendo a Dios mediante la humildad y las virtudes similares. Sin embargo éstas no son obras para cualquiera, sino para almas dotadas de intelecto.

Por cansa de aquellos que con desprecio se atreven a decir que las plantas y las hierbas tienen alma, he escrito este capítulo, para conocimiento de los más simples. 

Las plantas tienen la vida natural, pero no tienen alma. 

El hombre es definido como un animal razonable, porque tiene un intelecto y es capaz de hacer ciencia. 

Los otros animales, ya sea los que están sobre la tierra como los que están en el aire tienen voz, porque tienen espíritu y alma.

 Y todo lo que crece y disminuye es un ser viviente, porque vive y crece. Sin embargo, no tiene alma. 

Hay cuatro especies distintas de seres vivientes. 

Los unos son inmortales y están dotados de un alma como los ángeles.

Otros tienen intelecto, espíritu y alma, como los hombres.

Otros tienen espíritu y alma, como los animales. 

Otros tienen solamente vida, como las planta. Y en las plantas la vida subsiste sin alma, espíritu, intelecto, inmortalidad, 

Pero ni siquiera el resto puede existir sin vida. 

Cada alma, es decir cada alma humana, es siempre móvil, y va de un lado a otro.

Cuando percibes fantasías respecto a algún placer, cuídate a ti mismo y no permitas que te arrastren, sino que, poniéndote por arriba, recuerda la muerte y piensa cómo es mejor tener la conciencia de haber logrado vencer este engaño del placer.

Así como en el engendramiento hay pasión, porque lo que accede a la vida tiene corrupción, así en la pasión hay malicia. Por tanto no digas: Dios pudo eliminar la malicia.

Los que así hablan son obtusos y tontos. No convenía ciertamente que Dios quitara la materia: y estas pasiones vienen de la materia. 

Pero Dios ha eliminado la malicia de los hombres ventajosamente al darles intelecto, ciencia, conocimiento y discernimiento del bien a fin de huir de la malicia, sabiendo cómo la misma nos perjudica. 

El hombre insensato sigue la malicia y se vanagloria. Luego, como atrapado en una red, se debate, capturado allí dentro.

Y ni siquiera puede levantar la cabeza para ver y conocer a Dios, que todo lo ha hecho para la salvación y la divinización del hombre.

Las realidades mortales son enemigas de sí mismas, porque conocen por anticipado este fin de la vida que es la muerte. 

La inmortalidad, por el hecho de que es un bien, es un legado del alma santa, mientras que la mortalidad, por el hecho de que es un mal, acompaña al alma mísera e insensata.

Cuando, dando gracias, vas a descansar, si piensas en los beneficios y en la gran providencia de Dios por ti, colmado por un pensamiento benéfico, te alegras más que nunca, y el sueno de tu cuerpo se convierte en sobriedad del alma.

Al cerrarse tus ojos, verás la visión de Dios y tu silencio, impregnándose de bondad, continuamente proclama glorias al Dios del universo, con toda el alma y toda tu fuerza. 

Porque una vez que la malicia ha sido alejada del hombre, el rendimiento de gracias, aunque fuera eso sólo, agrada a Dios más que todo precioso sacrificio.

A Él la gloria en los siglos de los siglos Amén.

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