lunes, 16 de mayo de 2016

Calixto e Ignacio Xantopoulos - Filocalia


Método y regla detallada, inspirada por los santos, para uso de los que han elegido la vida hesicasta 


El principio de toda actividad agradable a Dios es la invocación, llena de fe, del nombre salvador de nuestro Señor Jesucristo. 

Es él quien nos ha dicho: «Sin mi nada podéis hacer» (Jn 15, 5); después le sigue la paz, pues es necesario «orar sin ira ni discusiones» (1 Tim 2, 8), y luego la caridad, porque «Dios es amor, y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4, 16). 

La paz y la caridad no sólo hacen la oración agradable a Dios, sino que, a su vez, ellas nacen de la oración, tal como rayos divinos gemelos, y por ella crecen y se consuman...

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Muy sabiamente, nuestros gloriosos jefes y doctores, movidos por el santo Espíritu que habita en ellos, nos enseñan a todos - sobre todo a los que quieren descender a la arena de la divinizante hesychia- a tener como ocupación y ejercicio incesante el nombre muy santo y muy dulce, a llevarlo sin cesar en nuestro espíritu, nuestro corazón y sobre nuestros labios... 

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Nos parece bueno, y particularmente útil, exponer primero el método natural del bienaventurado Nicéforo, referido a la entrada en el corazón por medio de la inspiración y que contribuye en cierta medida al recogimiento del espíritu. 

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La primera intención del bienaventurado padre es, a través de este método natural, separar al espíritu de su distracción acostumbrada, de su cautividad, de su disipación, para llevarlo a la atención y, mediante la atención, unirlo a sí mismo y a la oración haciéndolo descender en el corazón al mismo tiempo que ella y fijarlo allí definitivamente. 

Otro sabio, comentando esas palabras, explica las cosas del mismo modo a partir de su propia experiencia. 

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Es necesario agregar esto para el espíritu que desea instruirse. Si dirigimos nuestro espíritu para que descienda en nosotros al mismo tiempo que nuestro soplo, hemos de saber claramente, que el espíritu que así descendió no debe salir hasta no haber renunciado a todo pensamiento, hasta no haberse convertido en uno y desnudo, hasta no tener otro recuerdo que la invocación de Jesucristo, y que si se retirara para salir se fraccionaria, atentando contra si mismo, en la memoria múltiple. 

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Los santos Padres y los doctores recomiendan y enseñan - a partir de su experiencia de ese bienaventurado ejercicio - a todo aquel que se aplica a la sobriedad espiritual del corazón, a mantenerse en todo tiempo, y particularmente en las horas fijadas para la oración, en un rincón tranquilo y oscuro. 

La vista distrae y dispersa naturalmente al espíritu en la multiplicidad de objetos vistos y mirados, lo atormenta y lo diversifica. 

Que se lo aprisione en una celda tranquila y oscura y cesará de estar dividido y diversificado por causa de la vista y la mirada. Así, de buen o mal grado, el espíritu se calmará parcialmente y se recogerá en si mismo. 

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Pero, antes que por esto, mejor dicho, antes que por cualquier otra cosa, es con el auxilio de la gracia divina como el espíritu llega al término de ese combate. 

Es la gracia divina la que corona la invocación monológica dirigida por el corazón a Jesucristo, con una fe viva, con toda pureza, sin distracción. 

Esto no es un efecto puro y simple del método natural de la respiración practicado en un lugar tranquilo y oscuro. ¡ Claro que no! 

Los santos Padres, al elaborar este método, no han tenido en vista más que un auxiliar para recoger el espíritu, para conducirlo, desde su habitual distracción, hacia si mismo y lograr la atención. Gracias a tales disposiciones nace en el espíritu la oración constante, pura y sin distracción. 

Como lo dijo san Nilo (Evagrio): «La atención que busca la oración encontrará la oración. Si alguna cosa sigue a la atención, es la oración. Apliquémonos entonces a la atención». 

Es suficiente. Para ti, hijo mío, si deseas pasar días felices y «vivir incorporalmente en tu cuerpo», vive según la regla que te he expuesto. 

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A la caída del sol, después de haber solicitado la ayuda del Señor Jesucristo, soberanamente bueno y poderoso, siéntate en tu escabel, en una celda tranquila y oscura, reúne tu espíritu apartándolo de su habitual distracción y de su vagabundeo; impúlsalo entonces lentamente hacia tu corazón al mismo tiempo que tu soplo y lígate a la oración: «¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mi!». 

Me explico: paralelamente al soplo, introduce, por así decirlo, las palabras de la oración según el consejo de Hesiquio: «A tu respiración une la sobriedad, el nombre de Jesús y la meditación sobre la muerte. Pues ambos son preciosos: oración y pensamiento en el juicio». 

Si las lágrimas no llegan, permanece sentado, atento a esos pensamientos, así como a la oración, durante aproximadamente una hora. 

Luego levántate, salmodia atentamente el pequeño apodeipnon (completas), siéntate nuevamente, aplícate a la oración con todas tus fuerzas, puramente y sin distracción, es decir, sin preocupación, pensamiento ni imaginación, con total vigilancia durante media hora, en obediencia al que dijo: 

«Fuera de la respiración y del alimento, deja fuera todas las cosas durante la oración si quieres ser uno con tu espíritu». 

Santíguate entonces, siéntate sobre tu lecho, piensa en los últimos fines.., pide perdón con fervor.., escucha, sin dejar la oración, dócil al consejo: «Que el recuerdo de Jesús comparta tu sueño» (Juan Clímaco). 

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A tu despertar, da gracias a Dios y, sentado, llámale en tu ayuda y vuelve a la obra esencial, a la oración pura y sin distracción, la oración del corazón durante una hora.

Es el momento en que el espíritu está, a menudo, tranquilo y calmo. 

Nos ha sido prescrito inmolar a Dios nuestras primicias, es decir, elevar directamente nuestro primer pensamiento hacia Jesucristo mediante la oración del corazón... 

Luego tú dirás el mésonyktichon (maitines) con toda la aplicación y atención posibles. 

Enseguida te sentarás de nuevo y orarás en tu corazón con toda pureza y sin distracción, como te he mostrado, durante una hora. 

Más aún si el dispensador de todo bien te lo acuerda. 

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Sabe, hermano mío, que todos los métodos, reglas y ejercicios no tienen otro origen ni razón que nuestra impotencia para orar en nuestro corazón con pureza y sin distracción. 

Cuando, por la benevolencia y la gracia de nuestro Señor Jesucristo, hemos llegado a ello, abandonamos la pluralidad, la diversidad y la división, y nos unimos inmediatamente, por encima de todo discurso, al único, al simple, a aquél que unifica. 

Es el «Dios unido a los dioses y conocido por ellos» del teólogo, pero ése es un privilegio rarísimo... 

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Hay cinco obras que honran a Dios, por las cuales debe pasar el novicio día y noche. En primer lugar, la oración, es decir, el recuerdo del Señor Jesucristo introducido sin interrupción, a través de la nariz, en el corazón, lentamente y enseguida espirado, con los labios cerrados, sin ningún otro pensamiento ni imaginación. 

Esto se obtiene por una temperancia general en el alimento, el sueño, las sensaciones, ejercitada en la celda con una muy sincera humildad. 

Luego la salmodia, la lectura del salterio, del apóstol, de los evangelios, de las obras de los santos Padres - sobre todo aquellas que se refieren a la oración y a la sobriedad-, el recuerdo doloroso de los pecados en el corazón, la meditación sobre el juicio, sobre la muerte, el castigo y la recompensa, etc., seguido de un pequeño trabajo manual como freno a la avidez. 

Luego se debe volver a la oración, aun a costa de un gran esfuerzo, hasta que el espíritu sea llevado a renunciar fácilmente a sus divagaciones naturales por la conversación única con Jesucristo, por su recuerdo constante, por una inclinación continua que lo lleva hacia la cámara interior, la región secreta del corazón por un arraigamiento obstinado. 

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Las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios» conducen al espíritu, inmaterialmente, hacia aquel que ellas nombran. 

Por las palabras «tened piedad de mi» el espíritu vuelve sobre si mismo, como si no pudiera soportar la idea de no orar por sí mismo. 

Cuando haya progresado, por la experiencia, en el amor, se dirigirá únicamente hacia el Señor Jesucristo, pues tendrá la certidumbre evidente del perdón de sus pecados. 

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Esto explica el que los santos Padres no siempre pronuncien la oración completa, sino aquél, una parte; un tercero, otra... según las fuerzas, sin duda, o el estado del que ora. 

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La oración del corazón se remonta a los apóstoles, y éste es uno de los elementos esenciales de su justificación... 

Luego, los Padres agregaron y ajustaron las palabras salvadoras «tened piedad», a causa, sobre todo, de aquellos que estaban todavía en la primera edad de la virtud, es decir, los principiantes y los imperfectos... 

Los avanzados y los perfectos pueden contentarse con la primera fórmula... y, a veces, con la sola invocación del nombre de Jesús, que constituye toda su oración... 

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Esta oración perpetua del corazón y todo lo que la acompaña no se obtienen muy fácilmente ni en forma simple y con un corto y modesto esfuerzo. 

Esto ha sucedido a veces por una disposición inefable de Dios, pero es necesario, por regla general, mucho tiempo, trabajo y esfuerzo corporal y espiritual y una violencia sostenida. 

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La oración del corazón, pura y sin distracción, es la que produce calor en el corazón. 

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Este calor elimina los obstáculos que impiden a la primera oración pura consumar su perfección... 

Calixto II 

¿Queréis aprender la verdad? Tomad como modelo el ejecutante de citara. 

Inclina ligeramente la cabeza hacia un costado, dirige el oído al canto mientras su mano maneja el arco y las cuerdas se contestan armoniosamente. 

La cítara emite su música, y el citarista resulta transportado por la suavidad de la melodía. 

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Laborioso obrero de la viña, que este ejemplo os decida, no hesitéis. Sed vigilantes («sobrios») como el citarista, quiero decir en el fondo del corazón, y poseeréis sin esfuerzo lo que buscáis. Pues el alma colmada por el amor divino ya no puede volver sobre sus pasos. Pues, dice el profeta David: «Mi alma está apegada a ti...» (Sal 63, 9). 

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Mi bienamado, por la citara entended el corazón. Las cuerdas son los sentidos, el citarista es la inteligencia que por medio de la razón no cesa de mover el arco, o sea, el recuerdo de Dios, que hace nacer en el alma una indecible felicidad y hace reflejar en el intelecto purificado los rayos divinos. 

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En tanto no taponemos los sentidos del cuerpo, el agua surgiente que el Señor otorgó generosamente a la samaritana no brotará en nosotros. Ella buscaba el agua material y encontró el agua de vida que brotó en su interior. 

Pues, del mismo modo que la tierra, a la vez contiene naturalmente el agua y la derrama, así la tierra del corazón contiene esta agua surgente: quiero decir la luz original que Adán perdió por su desobediencia. 

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Esta agua viva y burbujeante brota del alma como una fuente perpetua. Es ella la que frecuentaba el alma de Ignacio el Teóforo y le hacía decir: «Lo que tengo en mí, no es el fuego ávido de materia, es el agua que opera y que habla». 

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La bendecida -¿qué digo? la tres veces bendecida- sobriedad del alma es semejante al agua que surge y brota de la profundidad del corazón. 

El agua que brota de la fuente llena la fuente, la que brota del corazón, la que el Espíritu agita sin cesar, llena totalmente al hombre interior con el rocío divino, y con el Espíritu, mientras hace de fuego al hombre exterior. 

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El intelecto que se ha purificado de todo lo que es exterior y que ha sometido enteramente sus sentidos por la virtud activa, permanece inmóvil como el eje celestial. 

Detiene su mirada sobre su centro, en las profundidades de su corazón. 

Desde la cabeza, fija el corazón y proyecta, semejantes a relámpagos, los rayos de su pensamiento, impulsa las contemplaciones divinas y somete todos los sentidos del cuerpo. 

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Que ningún profano, que ningún niño con edad de lactante toque esos objetos prohibidos antes de tiempo. 

Los santos Padres denunciaron la locura de aquellos que buscan las cosas antes de tiempo e intentan penetrar en el puerto de la impasibidad (apatheia) sin disponer de los medios necesarios. Aquel que no conoce las letras es incapaz de descifrar un escrito. 

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En el combate interior, el santo Espíritu produce un movimiento que toma al corazón apacible y grita en él: ¡Abba! ¡Padre!

 Esta noción no tiene forma ni figura, nos transfigura por el resplandor de la luz divina, nos conforma en el fuego del Espíritu divino, pero también nos altera y nos transforma como sólo Dios puede hacerlo por su poder divino. 

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El intelecto purificado por la sobriedad se oscurece fácilmente cuando no se aparta totalmente del mundo exterior por el recuerdo constante de Jesús. 

Aquel que une la acción a la contemplación, es decir, al cuidado del corazón, no se subleva contra los ruidos, confusos o no, pues el alma herida por el amor de Cristo lo sigue como se sigue a su bienamado.

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Entre las aguas vivas, algunas tienen un movimiento más rápido, otras, más apacible y lento. 

Las primeras no se dejan enturbiar fácilmente, en razón misma de la rapidez de su movimiento, es decir, se enturbian algún tiempo, pero recuperan fácilmente su pureza por la misma razón. 

Cuando el flujo disminuye y se suaviza no solamente se enturbia sino que se hace casi inmóvil y necesita una nueva purificación y un impulso. 

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Los demonios atacan a los principiantes de la vida activa por medio de ruidos confusos o no. 

Para aquellos que están en la contemplación, ellos forjan imaginaciones, colorean el aire con una especie de luz, a veces lo presentan bajo una forma de fuego para desviar al atleta de Cristo hacia el lado equivocado. 

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Si queréis aprender a orar, considerad la finalidad de la atención y la oración, y no os desviaréis. Su finalidad es, mi bienamado, la constante compunción, la contrición del corazón, el amor al prójimo. 

Su opuesto es, evidentemente, el pensamiento ambicioso, el murmullo de la calumnia, el odio hacia el prójimo y cualquier otra disposición semejante.

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