Tratado de la sobriedad y del cuidado del corazón
Vosotros deseáis ardientemente obtener la grandiosa y divina «fotofanía» de nuestro Salvador Jesucristo;
vosotros que queréis aprehender sensiblemente en vuestro corazón el fuego más que celestial;
vosotros que os esforzáis por obtener la experiencia sentida del perdón de Dios;
vosotros que habéis abandonado todos los bienes de este mundo para descubrir y poseer el tesoro oculto en el terreno de vuestro corazón;
vosotros que queréis desde esta tierra abrazaros alegremente a las antorchas del alma y, para ello, habéis renunciado a todas las cosas presentes;
vosotros que queréis conocer y tomar con un conocimiento experimental el reino de Dios presente ante vosotros, venid para que yo os exponga la ciencia, el método de la vida eterna, o mejor, celestial, que introduce sin fatiga ni sudor a aquel que la practica en el puerto de la apatheia.
El no debe temer la seducción ni el terror que proceden de los demonios.
Esa caída no amenaza más que a aquel cuya desobediencia entraña permanecer lejos de la vida que os expongo, tal como le sucedió a Adán quien, despreciando el precepto divino, se relacionó con la serpiente, confió en ella, se dejó embriagar con el fruto engañoso y se precipitó lastimosamente, y su posteridad con él, en el abismo de la muerte, de las tinieblas y de la corrupción.
Volved, pues, volvamos, -para hablar más exactamente- pues, a nosotros mismos, mis hermanos, rechazando con el mayor desprecio el consejo de la serpiente y toda intimidad con aquel que repta.
Pues sólo hay un medio de acceder al perdón y a la familiaridad con Dios: volver, en lo posible, a nosotros mismos, o mejor -por una paradoja- reentrar en nosotros mismos, alejándonos del comercio con el mundo y de las preocupaciones vanas, para ligarnos indefectiblemente al «reino de los cielos que está dentro de nosotros».
Si la vida monástica ha recibido el nombre de «ciencia de la ciencia y arte de las artes», es porque sus efectos no tienen nada en común con las ventajas corruptibles de aquí abajo, que desvían a nuestro espíritu de lo que es mejor, para enterramos bajo sus aluviones.
Ella nos promete bienes maravillosos e inefables «que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre» (1 Cor 2, 9).
También «porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los aires» (Ef 6, 12).
Puesto que el siglo presente sólo es de tinieblas, huyámosle, huyámosle incluso en pensamiento.
Que no haya nada en común entre nosotros y el enemigo de Dios, pues «aquel que quiere hacer amistad con él se sitúa como enemigo de Dios». Y, ¿quién podrá acudir en ayuda de aquel que se hace enemigo de Dios?
Imitemos entonces a los Padres y, según su ejemplo, busquemos el tesoro oculto en nuestros corazones, y, habiéndolo descubierto, retengámosle con todas nuestras fuerzas para, a la vez, guardarlo y hacerlo valer. A ello fuimos destinados desde nuestro origen.
Si algún nuevo Nicodemo intenta perturbamos preguntando: «¿Cómo es posible volver a entrar en el corazón para vivir y trabajar allí?» tendremos derecho a dar la misma respuesta que dio el Salvador a la objeción del primer Nicodemo («¿cómo se puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y renacer cuando se es viejo?»): «El Espíritu sopla por donde quiere», con una imagen tomada del viento material.
Si compartimos una duda semejante en relación a las obras de la vida activa, ¿cómo llegaremos a aquellas de la contemplación siendo que «la vida activa es el camino de acceso a la contemplación»?.
Puesto que es imposible convencer a un espíritu tan incrédulo sin pruebas escritas, presentaré sucesivamente en este tratado, para provecho de todos, las vidas de los santos y sus escritos.
Una vez convencidos será necesario arrojar toda duda.
Comenzaremos por nuestro padre san Antonio el Grande, para continuar con su posteridad eligiendo, en las palabras y la conducta de esos santos, nuestras piezas de convicción.
Extracto de la vida de nuestro padre san Antonio
Cierto día, dos hermanos se pusieron en camino para ir a buscar al santo padre Antonio.
Haciendo camino, el agua llegó a faltarles; uno murió y el otro no tenía vida para mucho tiempo; no teniendo fuerzas para caminar yacía sobre el suelo, esperando la muerte.
Antonio, que estaba sentado sobre la montaña, llamó a dos monjes que se encontraban por allí y les apremió: «Tomad un cántaro y agua y corred por la ruta que lleva a Egipto: dos hermanos venían hacia aquí, uno acaba de morir y el otro no tardará en hacerlo si vosotros no os apuráis. Esto me ha sido manifestado mientras estaba en oración».
Los monjes, habiéndose puesto en camino, encontraron al muerto y lo enterraron, reanimaron al otro con el agua y lo condujeron ante el anciano.
Alguien podría preguntarse por qué Antonio no había dicho nada antes de la muerte del primero, pero seria una pregunta inútil.
No correspondía a Antonio decidir la muerte, sino que fue más bien Dios quien decidió dejar morir al primero y revelar el caso del segundo.
Lo que hay de maravilloso por parte de Antonio es que, sentado sobre la montaña, tenía el corazón sobrio y el Señor le reveló acontecimientos alejados.
Veréis por esto que Antonio, gracias a la sobriedad de su corazón, fue gratificado con la visión divina y la visión a distancia.
Pues «Dios -nos dice Juan de la Escala- se manifiesta al espíritu en el corazón, primero para purificar a quien lo ama, luego como una luz que hace resplandecer el espíritu y lo vuelve deiforme».
Sobre la vida de san Teodosio (siglos V-VI)
San Teodosio fue alcanzado por la flecha suave de la caridad y aprisionado en sus lazos hasta el punto de consumar en sus obras el sublime y divino mandato: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (Mt 22, 37).
Esto sólo le fue posible porque todos los poderes naturales de su alma estaban únicamente tendidos hacia el amor de su Creador, con exclusión de todos los objetos de aquí abajo; hablo de las actividades intelectuales del alma. Inspiraba reverencia cuando consolaba y era la dulzura y la afabilidad mismas cuando reprimía.
¿Quién otro fue alguna vez de relación más útil para todos y, al mismo tiempo, capaz de recoger sus sentidos y dirigirlos al interior de sí mismo al punto de hacer frente con mayor tranquilidad a las preocupaciones del mundo que a las del desierto? ¿quién fue más capaz de permanecer en si mismo, tanto en medio de la multitud como en la soledad?
Es así que, recogiendo sus sentidos para introducirlos en sí mismo, nuestro gran Teodosio fue herido por el amor del Creador.
Sobre la vida de san Arsenio (padre del desierto)
El admirable Arsenio se había propuesto como regla no tratar jamás nada por escrito, y no escribir, además, una sola letra.
No es que fuera incapaz de hacerlo. Por el contrario, le resultaba tan fácil ser elocuente como a otros simplemente hablar.
No, se trata únicamente del hábito del silencio y la repugnancia por la ostentación.
Por la misma razón tenía gran cuidado de no mirar a nadie ni ser visto él mismo: se mantenía detrás de un pilar o algún obstáculo semejante para ocultarse de los otros asistentes.
Quería de ese modo velar sobre sí mismo, recoger su espíritu en sí mismo y elevarse hacia Dios. Nuevo ejemplo de un santo hombre, verdadero ángel sobre la tierra...
Sobre la vida de san Pablo de Latros (+ en 955)
San Pablo prácticamente no abandonaba las montañas y los lugares desiertos. Los animales salvajes eran sus compañeros y sus comensales.
En ocasiones deseaba descender para visitar a los hermanos.
Los exhortaba entonces y les enseñaba a mostrarse animosos, a no descuidar perezosamente los trabajos penosos de la virtud sino a dedicarse, con extrema atención y discreción, a la vida evangélica y a combatir valientemente a los espíritus del mal.
Les exponía, además, un método para reconocer las sugestiones de la pasión y desviar las semillas clandestinas de las pasiones. ¿Veis a nuestro santo padre enseñar a sus discípulos ignorantes un método para alejar las sugestiones de las pasiones? Sólo puede tratarse del cuidado del espíritu, pues esa es su obra y la de ningún otro.
Sobre la vida de san Sabas (siglo VI)
Cuando san Sabas advertía que un neófito había aprendido bien la regla monástica y que ya era capaz de cuidar de su espíritu, de combatir contra los pensamientos del enemigo - un sujeto que había desterrado enteramente de su corazón el recuerdo del mundo-, entonces le adjudicaba una celda en el seno de la laura, en caso de tener salud delicada.
Si, en cambio, era sano y fuerte, le permitía construirse una celda. ¿Veis que san Sabas exigía a sus discípulos el cuidado del espíritu como condición para la vida en celda? ¿qué haremos nosotros que vivimos ociosamente en la celda, sin ni siquiera saber que existe un cuidado del espíritu?
Sobre la vida de san Agathón (Padre del desierto)
Un hermano preguntó al Abad Agathón:
«Padre, decidme cuál de los dos es mejor: ¿el trabajo corporal o el cuidado de lo interior?»
Agathón respondió: «El hombre es semejante a un árbol: la labor corporal son sus hojas, el cuidado de su interior es su fruto. Está escrito: Todo árbol que no produce buen fruto deberá ser cortado y arrojado al fuego.
De esto se deduce claramente que todo nuestro esfuerzo debe dedicarse a los frutos, es decir, al cuidado del espíritu.
Pero es necesario también la sombra y el atractivo de las hojas, es decir, el trabajo corporal».
Admirad el modo en que nuestro santo se expresa acerca de aquellos que no tienen cuidado del espíritu.
En cuanto a los que sólo pueden invocar la vida activa les dice: «Todo árbol que no lleve fruto -es decir, el cuidado del intelecto- sino solamente hojas -o sea vida activa- será cortado y arrojado al fuego». ¡Terrible sentencia, padre mío!
De Marco a Nicolás
«¿Quieres, hijo mío, poseer en tu interior una antorcha de ciencia espiritual, para marchar sin tropiezos en la noche profunda del siglo y que el Señor dirija tus pasos' con una fe ardiente por el camino del evangelio, para comulgar, por el rezo y la oración, con los preceptos evangélicos de perfección?
Te mostraré un maravilloso método e invención espiritual.
Este método, que no reclama fatiga ni combates corporales sino una fatiga y una atención del espíritu sostenidos por el temor y el amor de Dios, te permitirá derrotar sin esfuerzo, a la falange de los enemigos...
Si quieres alcanzar la victoria contra las pasiones, con la oración y el auxilio de Dios, entra en ti mismo, húndete en las profundidades de tu corazón, persigue a esos tres gigantes poderosos: el olvido, la pereza y la ignorancia, que son el punto de apoyo de los invasores espirituales.
Por ellos las otras pasiones malvadas se insinúan en el alma, trabajan, viven y prevalecen en un alma ligada a los placeres...
Una gran atención y vigilancia del espíritu, unida a la ayuda de lo alto, te hará descubrir lo que permanece desconocido para la gran mayoría.
Podrás así, por esa oración y esa atención, liberarte de los gigantes del mal.
Con la colaboración poderosa de la gracia, esfuérzate por establecer en tu corazón, y guardarlo con cuidado, el equilibrio entre la verdadera ciencia, el recuerdo de la palabra de Dios y una buena resolución; de este modo todo rastro de olvido, de ignorancia y de pereza desaparecerá de tu corazón».
¿Habéis oído la unanimidad de las palabras espirituales que nos expone claramente la ciencia de la atención?
Escuchemos las siguientes.
San Juan Clímado (o de la Escala)
«El hesicasta es aquel que -paradójicamente- se esfuerza para circunscribir lo incorporal en una morada camal».
«El hesicasta es aquel que dice: duermo, pero mi corazón vela. Cierra la puerta de tu celda a tu cuerpo; la puerta de tu boca a la palabra; tu puerta interior a los espíritus».
«Sentado sobre una altura observa, si lo sabes, y verás el modo, el momento, el origen, el nombre y la naturaleza de los ladrones que quieren introducirse en tu viña para robar las uvas.
El centinela, cuando está fatigado, se levanta para orar, luego vuelve a sentarse y retoma animosamente su ocupación».
«Una cosa es el cuidado de los pensamientos, otra diferente el cuidado del espíritu; entre ellas existe toda la distancia del oriente al occidente. Y la segunda es mucho más difícil».
«Los ladrones que perciben en algún sitio las armas del rey no se aventuran; del mismo modo, aquel que ha clavado la oración en su corazón no corre el riesgo de ser despojado por los ladrones espirituales».
Puedes ver la ocupación admirable de nuestro santo padre...
Y sin embargo marchamos en las tinieblas, como en un combate nocturno; no tomamos en consideración las preciosas palabras del Espíritu y, como sordos voluntarios, pasamos de lado.
A continuación veremos lo que los Padres escriben para invitamos a la sobriedad.
Del Abad Isaías
«Aquel que se separa de lo que está a la izquierda (el alma) conoce entonces exactamente todos los pecados que ha cometido contra Dios, pues los pecados no se ven hasta que no nos hemos separado de ellos dolorosamente.
Aquel que llega hasta ese grado encuentra el gemido, la oración y la vergüenza ante Dios, al recordar su malvada ligazón con las pasiones. Esforcémonos, hermanos, en la medida de lo posible, y Dios trabajará con nosotros conforme a la abundancia de su misericordia como la tuvo con sus santos».
Macario el Grande
«La obra maestra del atleta es entrar en su corazón, despreciar a Satanás, entablar combate con él y luchar atacando sus pensamientos. Aquel que cuida su cuerpo visible de la corrupción y del adulterio, pero comete interiormente el adulterio respecto a Dios, prostituyéndose tras sus pensamientos, no recibe ningún beneficio por conservar su cuerpo virginal.
Pues está escrito: 'Todo el que mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido con ella adulterio en su corazón' (Mt 5, 28).
Existe un adulterio que se consuma en el cuerpo y existe un adulterio del alma que se entrega a Satanás». Nuestro padre parecería contradecir las palabras de Isaías, sin embargo no es así, pues Isaías nos prescribe «cuidar nuestro cuerpo como Dios ordena»; ahora bien, Dios no ordena solamente la pureza del cuerpo, sino también la del espíritu...
Diadoco de Fótice
«Aquel que habita sin cesar en su corazón emigra definitivamente de los encantos de la vida. Marchando según el espíritu no puede conocer las apetencias de la carne. Como va y viene en el castillo de las virtudes que son, por así decir, los guardianes de las puertas, los planes de los demonios no pueden tener efecto sobre él».
El santo dice bien que los planes de los demonios carecen de efecto sobre nosotros cuando vivimos en las profundidades de nuestro corazón y, tanto más, cuanto más permanecemos allí...
Isaac el Sirio o de Nínive
«Aplícate a entrar en tu cámara interior y verás la cámara celestial. Pues sólo una y la misma puerta se abre sobre la contemplación de ambas.
La escala de ese reino está escondida dentro de ti, en tu alma. Lávate del pecado y descubrirás los escalones para subir».
Juan de Cárpatos
«Nuestras oraciones reclaman muchas luchas penosas antes de descubrirnos el estado impasible del espíritu, ese segundo cielo del corazón en el cual habita Cristo. Escuchad al apóstol: '¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros? A menos que estéis reprobados' (2 Cor 13, 5)».
Simeón el Nuevo Teólogo
«El diablo y sus demonios, desde el día en que la desobediencia arrojó al hombre del paraíso y de la relación con Dios, tiene la posibilidad de agitar espiritualmente al alma del hombre, de día y de noche, a veces un poco, a veces mucho, a veces extremadamente.
El único medio de protegerse es el recuerdo constante de Dios: el recuerdo de Dios grabado en el corazón por la virtud de la cruz afirmada inquebrantablemente en el espíritu.
Tal es el objeto del combate espiritual que el cristiano debe librar en el estadio de la fe cristiana y para el cual ha revestido la armadura. De otro modo, él combate en vano. Ese combate es la única razón de la ascesis por la cual se maltrata el cuerpo a causa de Dios.
Se trata de conmover las entrañas del Dios de bondad, de recuperar la dignidad primera y de imprimir a Cristo, como un sello, en la razón, según las palabras del apóstol: 'Hijitos míos, por los cuales de nuevo sufro dolores de parto hasta que se forme Cristo en vosotros' (Gál 5, 19)».
¿Comprendéis ahora, hermanos míos, que existe un arte, o mejor dicho, un método espiritual para conducir rápidamente, a aquel que lo emplea, a la apatheia y a la teología?
Debéis convenceros de que toda la vida cuenta ante Dios como las hojas del árbol y que a toda alma que no posea el cuidado del espíritu, el fruto, de nada le servirá lo primero. Hagamos todo para no morir estériles y no conocer lamentaciones inútiles.
Sobre el método respiratorio
Pregunta: Vuestro tratado nos enseñó la conducta de aquellos que agradaban al Señor; nos demostró que existe una ocupación que libera rápidamente al alma de sus pasiones, la cual es necesaria a todo cristiano que se enrola en el ejército de Cristo: no dudamos, estamos convencidos. Pero, ¿qué es la atención, y cómo obtenerla? Esto es lo que deseamos saber, pues no poseemos la mínima luz.
Respuesta: En el nombre de nuestro Señor Jesucristo que ha dicho: «Sin mi nada podéis hacer» (Jn 15, 5), y después de haber invocado su apoyo y su concurso, intentaré mostraros lo mejor que pueda qué es la atención y cómo, con la gracia de Dios, es posible alcanzarla.
Algunos santos han llamado a la atención «cuidado del espíritu»; otros, «cuidado del corazón»; otros, «sobriedad»; otros, «descanso del espíritu», o incluso de otro modo.
Muchas expresiones se refieren a lo mismo, como cuando decimos pan, hogaza o rebanada.
¿Qué es la atención, cuáles son sus propiedades? Escuchadme bien.
La atención es la señal de la penitencia cumplida; la atención es la llamada del alma, el odio hacia el mundo y el retorno a Dios.
La atención es el despojamiento de las pasiones para revestir la virtud.
La atención es la certidumbre indudable del perdón de los pecados.
La atención es el principio de la contemplación, su base permanente.
Gracias a ella, Dios se inclina sobre el espíritu para manifestarse a él.
La atención es la ataraxia del espíritu, su fijación mediante la misericordia que Dios otorga al alma.
La atención es la purificación de los pensamientos, el templo del recuerdo de Dios, el tesoro que permite soportar las pruebas.
La atención es la auxiliar de la fe, la esperanza y la caridad.
Sin la fe, no se soportarán las pruebas que vienen de afuera; aquel que no acepta las pruebas con alegría no puede decir al Señor: «Tú eres mi refugio y mi asilo» (Sal 3, 4). Y si no coloca su refugio en el muy Alto, no poseerá el amor en el fondo de su corazón".
Ese efecto sublime llega a la mayoría, para no decir a todos, mediante el canal de la enseñanza.
Es muy raro que se lo reciba directamente de Dios y sin contar con un maestro, por el solo vigor de la acción y el fervor de la fe; la excepción no constituye ley. Es necesario, entonces, buscar un maestro infalible.
Sus lecciones nos mostrarán nuestros desvíos, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, y también nuestros excesos en materia de atención; su experiencia personal acerca de tales pruebas nos iluminará sobre ellas y nos mostrará, con exclusión de toda duda, el camino espiritual que podremos recorrer sin dificultad. Si no tienes maestro, busca uno a toda costa.
Si no lo encuentras, invoca a Dios con contrición de espíritu y con lágrimas y suplícale en la renunciación; haz lo que te digo.
Pero, en primer lugar, que tu vida sea apacible, limpia de toda preocupación y en paz con todos. Entonces entra en tu cámara, enciérrate y, estando sentado en un rincón, haz lo siguiente.
Tú sabes que nuestro soplo, el aire de nuestra inspiración, nosotros no lo espiramos a causa de nuestro corazón. Pues el corazón es el principio de la vida y del calor del cuerpo.
El corazón atrae el soplo para rechazar su propio calor hacia afuera mediante la espiración y asegurarse así una temperatura ideal.
El principio de esta organización, o mejor su instrumento, es el pulmón. Fabricado por el Creador de un tejido tenue, introduce y expulsa el aire sin detenerse, a la manera de un fuelle.
De ese modo el corazón, atrayendo por una parte el frío mediante el soplo y rechazando el calor, conserva inalterablemente la función que le ha sido asignada en el equilibrio del ser vivo. Por tu parte, como te digo, siéntate, recoge tu espíritu e introdúcele -me refiero a tu espíritu- en tus narices; es el camino que toma el soplo para ir al corazón.
Empújalo, fuérzalo a descender en tu corazón al mismo tiempo que el aire inspirado.
Cuando esté allí, verás la alegría que seguirá: no tendrás que lamentar nada. Del mismo modo que el hombre que vuelve a su casa después de una ausencia no puede contener la alegría de reencontrar a su mujer y sus hijos, así el espíritu, cuando se ha unido al alma, desborda con una alegría y una delicia inefables.
Hermano mío, acostumbra entonces a tu espíritu a no apresurarse a salir.
En los comienzos le faltará celo, es lo menos que se puede decir, para esta reclusión y este encierro interiores.
Pero, una vez que haya contraído el hábito, no experimentará ya ningún placer en los circuitos exteriores.
Pues «el reino de Dios está en el interior de nosotros», y para aquel que vuelve hacia él su mirada y lo busca con la oración pura, todo el mundo exterior se convierte en despreciable.
Agradece a Dios si desde el principio puedes penetrar con el espíritu en el lugar del corazón que te he mostrado.
Glorifícale, exúltale y lígate únicamente a este ejercicio. Te enseñará lo que ignoras. Comprende que, mientras tu espíritu se encuentre allí no debes callarte ni permanecer ocioso.
Pero, no debes tener otra ocupación ni meditación que el grito de: «¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mí!». Ninguna tregua, a ningún precio.
Esta práctica, manteniendo tu espíritu al abrigo de las divagaciones, lo vuelve inexpugnable e inaccesible a las sugestiones del enemigo y cada día lo eleva más en el amor y el deseo de Dios.
Pero si, hermano mío, a pesar de todos tus esfuerzos, no llegas a penetrar en las partes del corazón conforme a mis indicaciones, haz como te digo y, con la ayuda de Dios, alcanzarás tu objetivo.
Sabes que la razón del hombre tiene su asiento en el pecho. En efecto, es en nuestro pecho donde hablamos, decidimos, componemos nuestros salmos y nuestras oraciones mientras nuestros labios permanecen mudos.
Después de haber arrojado de esta razón todo pensamiento (tú puedes hacerlo, sólo necesitas desearlo), entrégale el «Señor Jesucristo, tened piedad de mi» y dedícate a gritar interiormente, con exclusión de cualquier otro pensamiento, esas palabras.
Cuando con el tiempo hayas dominado esa práctica, ella te abrirá la entrada del corazón tal como te lo ha dicho y sin ninguna duda. Yo lo he experimentado en mi mismo.
Con la alegría y toda la deseable atención tu verás venir a ti todo el coro de las virtudes, el amor, la alegría, la paz y todo lo demás. Gracias a ellas, todas tus demandas serán acogidas en nuestro Señor Jesucristo.
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