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¿Qué es la fenomenología?
Parecerá extraño que todavía haya de plantearse esta cuestión medio siglo después de los primeros trabajos de Husserl.
Sin embargo, está lejos de haberse resuelto.
La fenomenología es el estudio de las esencias, y todos los problemas, según ella, se reducen a definir esencias:
esencia de la percepción, esencia de la conciencia, por ejemplo.
Pero la fenomenología es también una filosofía que vuelve a colocar las esencias en la existencia y considera que no se puede comprender al hombre y al mundo sino a partir de su “facticidad”.
Es una filosofía trascendental que pone en suspenso, para comprenderlas, las afirmaciones de la actitud natural, pero es también una filosofía para la cual el mundo está siempre “ya ahí”, antes de la reflexión, como una presencia inalienable, y todo cuyo esfuerzo se encamina a recobrar este contacto ingenuo con el mundo para darle de una buena vez estatuto filosófico.
Es el ambicionar una filosofía que sea una “ciencia rigurosa”, pero también un dar cuenta del espacio, del tiempo y del mundo “vividos”.
Es el intento de hacer una descripción directa de nuestra experiencia tal cual es, y sin ninguna consideración de su génesis psicológica y de las explicaciones causales que el especialista, el historiador o el sociólogo puedan dar; y, sin embargo Husserl, en sus últimos trabajos, habla de una “fenomenología genética”, e incluso de una “fenomenología constructiva”.
¿Se pretenderá cancelar estas contradicciones distinguiendo entre la fenomenología de Husserl y la de Heidegger?
Pero todo Ser y Tiempo ha surgido de una observación de Husserl y no es en suma sino una explicitación del concepto natural del mundo o del mundo de la vida que Husserl, hacia el fin de su vida, daba por tema primero de la fenomenología, de tal manera que la contradicción reaparece en la filosofía del mismo Husserl.
Un lector impaciente renunciará a abarcar una doctrina que lo ha dicho todo y se preguntará si una filosofía que no acaba de definirse merece todo el ruido que se hace en torno suyo y si no se trata más bien de un mito y de una moda.
Incluso si fuera así, quedaría todavía por explicar el prestigio de este mito y el origen de esta moda, y la seriedad filosófica traduciría esta situación diciendo que la fenomenología se practica y reconoce como una manera o estilo, que existe como movimiento, antes de haber llegado a una total conciencia filosófica.
Está en camino desde hace mucho tiempo, sus discípulos la encuentran por todas partes, en Hegel y en Kierkegaard desde luego, pero también en Marx, en Nietzsche, en Freud. Un comentario filológico de los textos no daría ningún resultado:
no encontramos en los textos sino lo que ahí hemos puesto, y si alguna historia ha requerido nuestra interpretación, ha sido sin duda la historia de la filosofía.
En nosotros mismos encontraremos la unidad de la fenomenología y su verdadero sentido. No se trata tanto de acumular citas cuanto de fijar y objetivar esta fenomenología nuestra que permite, leyendo a Husserl o a Heidegger, que a muchos de nuestros contemporáneos les parezca no tanto encontrarse con una nueva filosofía, sino reconocer la que esperaban.
La fenomenología sólo es accesible por medio de un método fenomenológico.
Intentemos, pues, anudar deliberadamente los famosos temas fenomenológicos tal como se han anudado espontáneamente en la vida. Tal vez comprenderemos entonces por qué la fenomenología ha permanecido durante tanto tiempo en un estado de incipiencia, de problema y de anhelo.
Se trata de describir y no de explicar o analizar.
Esta primera consigna que Husserl dio a la incipiente fenomenología de ser una “psicología descriptiva” o de volver “a las cosas mismas”, es ante todo la desaprobación de la ciencia. Yo no soy el resultado o entrecruzamiento de las múltiples causalidades que determinan mi cuerpo o mi “psiquismo”, no puedo pensarme como una parte del mundo, como un simple objeto de la psicología y de la sociología, ni cerrar sobre mí el universo de la ciencia.
Todo lo que sé del mundo, aun científicamente, lo sé a partir de una perspectiva mía o de una experiencia del mundo sin la cual los símbolos de la ciencia no querrían decir nada.
Todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivido y si queremos pensar en la ciencia misma con rigor y apreciar exactamente su sentido y su alcance, nos es menester despertar ante todo esta experiencia del mundo de la que la ciencia es la expresión segunda.
La ciencia no tiene y no tendrá jamás el mismo sentido de ser que el mundo percibido, por la simple razón de que es una explicación o determinación del mismo.
No soy un “ser vivo” o siquiera un “hombre” o incluso “una conciencia”, con todos los caracteres que la zoología, la anatomía social o la psicología inductiva reconocen a estos productos de la naturaleza o de la historia, soy la fuente absoluta, mi existencia no proviene de mis antecedentes, de mi ambiente físico y social, sino que va hacia ellos y los sostiene, pues soy yo quien hago ser para mí (y, por ende, ser en el único sentido que la palabra puede tener para mí) esta tradición que elijo reasumir o este horizonte cuya distancia en relación conmigo mismo se evaporaría, puesto que no le pertenece en propiedad si no estuviera yo allí para recorrerla con la mirada.
Las perspectivas científicas, según las cuales soy un momento del mundo, son siempre ingenuas e hipócritas, puesto que sobrentienden, sin mencionarla, esta otra perspectiva, la de la conciencia, por la que de inmediato se dispone de un mundo en torno mío y comienza a existir para mí.
Volver a las cosas mismas, es volver a este mundo anterior al conocimiento y del que el conocimiento habla siempre, y frente al cual toda determinación científica es abstracta, significativa y dependiente, como la geografía con relación al paisaje en que hemos aprendido por vez primera qué es una selva, una pradera o un río.
Este movimiento es absolutamente distinto del retorno idealista a la conciencia, y la exigencia de una descripción pura excluye tanto el procedimiento del análisis reflexivo cuanto el de la explicación científica.
Descartes, y sobre todo Kant, han desligado el sujeto o la conciencia al hacer ver que yo no podría aprehender ninguna cosa como existente si ante todo no me experimento como existente en el acto de aprehenderla; han hecho aparecer la conciencia, la absoluta certidumbre de mí mismo para mí mismo, como la condición sin la cual no habría nada y el acto de enlace como el fundamento de lo enlazado.
Sin duda, el acto de enlace no es nada sin el espectáculo del mundo que enlaza; la unidad de la conciencia, en Kant, es exactamente contemporánea de la unidad del mundo, y en Descartes la duda metódica no nos hace perder nada, puesto que el mundo entero, por lo menos a título de experiencia nuestra, es reintegrado en el cogito, cierto con él, y afectado solamente por el signo:
“pensamiento de…”.
Pero las relaciones del sujeto y del mundo no son rigurosamente bilaterales; si lo fueran, la certidumbre del mundo sería, en Descartes, dada a la vez que la del cogito y Kant no hablaría de “inversión copernicana”.
El análisis reflexivo, partiendo de nuestra experiencia del mundo, remonta hacia el sujeto como hacia una condición de posibilidad que es distinta de ella y hace ver la síntesis universal como aquello sin lo cual no habría mundo.
En esta medida, cesa de adherir a nuestra experiencia, y sustituye el dar cuenta por una reconstrucción.
Por ello se comprende que Husserl haya podido reprochar a Kant un “psicologismo de las facultades del alma” y oponer a un análisis noético que hace reposar al mundo en la actividad sintética del sujeto, su reflexión noemática que permanece en el objeto y explicita su unidad primordial en vez de engendrarla.
El mundo está ahí antes de cualquier análisis que yo pueda hacer de él y sería artificial hacerlo derivar de una serie de síntesis que enlazarían las sensaciones y las perspectivas del objeto, mientras que unas y otras son justamente productos del análisis y no deben ser realizadas antes que él.
El análisis reflexivo cree recorrer en sentido inverso el camino de una constitución previa y alcanzar en el “hombre interior”, como dice San Agustín, un poder constituyente que siempre ha sido suyo.
De este modo la reflexión se desborda a sí misma y se emplaza en una subjetividad invulnerable, más acá del ser y del tiempo.
Pero ello es una ingenuidad o, si se prefiere, una reflexión incompleta que pierde conciencia de su propio comienzo.
He comenzado a reflexionar, mi reflexión es reflexión sobre algo irreflexivo, no puede ignorarse a sí misma como acontecimiento, y por ello aparece como una verdadera creación, como un cambio de estructura de la conciencia y le compete reconocer más acá de sus propias operaciones el mundo que es dado al sujeto porque el sujeto es dado a sí mismo. Lo real hay que describirlo, y no construirlo o constituirlo.
Esto quiere decir que no puedo asimilar la percepción a síntesis que son del orden del juicio, de los actos o de la predicación.
En todo momento mi campo perceptivo está lleno de reflejos, de crujidos, de impresiones táctiles fugaces que no soy capaz de enlazar precisamente al contexto percibido y que, sin embargo, coloco desde luego, en el mundo, sin confundirlos jamás con mis ensueños.
En todo instante también sueño en torno a las cosas, imagino objetos o personas cuya presencia aquí no es incompatible con el contexto, y que, sin embargo, no se mezclan con el mundo, están ante el mundo, en el teatro de lo imaginario.
Si la realidad de mi percepción no estuviera fundada sino en la coherencia intrínseca de las “representaciones”, tendría que ser siempre vacilante, y, entregada a mis conjeturas probables, tendría en todo momento que deshacer síntesis ilusorias y reintegrar en lo real fenómenos aberrantes que primeramente habría excluido. Pero no hay nada de esto. Lo real es un tejido sólido, no espera nuestros juicios para anexarse los fenómenos más sorprendentes, ni para rechazar nuestras imaginaciones más verosímiles.
La percepción no es una ciencia del mundo, no es ni siquiera un acto, una toma de posición deliberada, sino que es el fondo sobre el que todos los actos se destacan y está presupuesta por ellos. El mundo no es un objeto del cual posea la ley de su constitución por intermedio de mi yo, es el medio natural y el campo de todos mis pensamientos y de todas mis percepciones explícitas.
La verdad no “habita” solamente en el “hombre interior”, o mejor dicho, no hay hombre interior, el hombre es en el mundo, y es en el mundo donde se conoce.
Cuando vuelvo en mí a partir del dogmatismo del sentido común o del dogmatismo de la ciencia, encuentro no un foco de verdad intrínseca, sino un sujeto destinado al mundo.
Con ello se hace visible el verdadero sentido de la célebre reducción fenomenológica.
Sin duda no hay cuestión a la cual Husserl haya dedicado más tiempo en comprenderse a sí mismo, cuestión alguna sobre la cual haya vuelto más a menudo, puesto que la “problemática de la reducción” ocupa en los inéditos un lugar importante.
Durante mucho tiempo, y hasta en los textos recientes, la reducción es presentada como el retorno a una conciencia trascendental ante la cual el mundo se despliega en una transparencia absoluta, animado de punta a cabo por una serie de apercepciones que el filósofo se encargaría de reconstituir a partir de su resultado.
Así, mi sensación de rojo es apercibida como manifestación de cierto rojo sentido, éste como manifestación de una superficie roja, ésta como manifestación de un cartón rojo, y éste, finalmente, como manifestación o escorzo de una cosa roja, de este libro. Sería, pues, la aprehensión de cierta hyle (materia) como significando un fenómeno de grado superior, la donación de sentido, la operación activa de significación, la que definiría la conciencia, y el mundo no sería otra cosa sino la “significación mundo”.
La reducción fenomenológica sería idealista, en el sentido de un idealismo trascendental que trata al mundo como una unidad de valor indiviso entre Pablo y Pedro, en la cual sus perspectivas se recubren, y que comunica la “conciencia de Pedro” con la “conciencia de Pablo”, puesto que la percepción del mundo “por Pedro” no es asunto de Pedro, ni la percepción del mundo “por Pablo” asunto de Pablo, sino que es en cada uno de ellos asunto de conciencias prepersonales cuya comunicación no es problema, puesto que es exigida por la definición misma de la conciencia, del sentido o de la verdad. En tanto que yo soy conciencia, es decir, en tanto que algo tiene sentido para mí, yo no estoy ni aquí, ni allá, ni soy Pedro, ni Pablo, no me distingo en nada de “otra” conciencia, puesto que somos todos presencias inmediatas al mundo y este mundo es, por definición, único, siendo el sistema de las verdades. Un idealismo trascendental consecuente despoja al mundo de su opacidad y su trascendencia.
El mundo es aquello idéntico que nos representamos, no como hombres o como sujetos empíricos, sino en tanto somos todos una única luz y participamos en lo uno sin dividirlo.
El análisis reflexivo ignora el problema del otro, así como el problema del mundo, porque hace aparecer en mí, con el primer fulgor de la conciencia, el poder de ir a una verdad universal de derecho, y el otro, carente también de ecceidad, sin lugar y sin cuerpo, hace que el otro y el ego sean uno y el mismo en el mundo verdadero, lazo de los espíritus.
No hay dificultad en comprender cómo yo puedo pensar al otro, puesto que yo y, en consecuencia, el otro no están apresados en el tejido de los fenómenos y valen más bien que existen.
Nada hay oculto detrás de esos rostros o de esos gestos, ningún paisaje es inaccesible para mí, sino sólo un poco de sombra que no está ahí, sino por la luz. Para Husserl, por el contrario, es bien sabido que hay un problema del otro y el alter ego es una paradoja.
Si el otro es realmente para sí, más allá de su ser para mí, y si somos uno para el otro, y no uno y el otro para Dios, es menester que aparezcamos uno para el otro, es menester que haya un exterior y que yo lo tenga, y que haya a más de la perspectiva del para-sí —mi perspectiva sobre mí mismo y la perspectiva del otro sobre sí mismo— una perspectiva del para-el-otro —mi perspectiva sobre el otro y la perspectiva del otro sobre mí—.
Desde luego, estas dos perspectivas, en cada uno de nosotros, no pueden simplemente yuxtaponerse, porque entonces no sería a mí a quien el otro vería y no sería él a quien yo vería. Es preciso que yo sea mi exterior, y que el cuerpo del otro sea él mismo.
Esta paradoja y esta dialéctica del ego y del alter no son posibles más que si el ego y el alter ego están definidos por su situación y no están liberados de toda inherencia, es decir, si la filosofía no se termina con el retorno al yo, y si descubro por la reflexión no sólo mi presencia ante mí mismo, sino también la posibilidad de un “espectador ajeno”, es decir, si, en el momento mismo en que tengo la vivencia de mi existencia, y aun en este punto extremo de la reflexión, me falta esa densidad absoluta que me haría salir del tiempo y descubro en mí una especie de debilidad interna que me impide ser absolutamente individuo y me expone a la mirada de los otros como hombre entre los hombres o por lo menos como una conciencia entre las conciencias.
Hasta hoy el cogito devaluaba la percepción del otro, me enseñaba que el yo no es accesible sino a sí mismo, puesto que me definía por el pensamiento que tengo de mí mismo y puesto que evidentemente sólo yo puedo tenerlo, por lo menos en este sentido último.
Para que el otro no sea una palabra hueca, es menester que mi existencia no se reduzca nunca a la conciencia que tengo de existir, sino que envuelva también la conciencia que se puede tener de ella y, en consecuencia también mi encarnación en una naturaleza y la posibilidad por lo menos de una situación histórica.
El cogito tiene que descubrirme en situación, y sólo bajo esta condición la subjetividad trascendental podrá, como dice Husserl, ser una intersubjetividad.
Como ego meditante, puedo muy bien distinguir de mí mismo el mundo y las cosas, puesto que desde luego no existo a la manera de las cosas.
Debo incluso separar de mí mismo mi cuerpo comprendido como cosas entre las cosas, como una suma de procesos físico-químicos. Pero la cogitatio que así descubro, si bien no tiene lugar en el tiempo y en el espacio objetivos, no carece de localización en el mundo fenomenológico.
El mundo que distinguía de sí mismo como suma de cosas o de procesos enlazados por relaciones de causalidad, lo redescubro “en mí” como el horizonte permanente de todas mis cogitationes y como una dimensión en relación con la cual no dejo nunca de situarme.
El verdadero cogito no define la existencia del sujeto por el pensamiento que tiene de existir, no convierte la certidumbre del mundo en certidumbre del pensamiento del mundo y no sustituye, finalmente, el mundo mismo por la significación mundo.
Reconoce, por el contrario, mi pensamiento mismo con un hecho inalienable y elimina toda especie de idealismo al descubrirme como “ser en el mundo”.
Porque somos de punta a cabo referencia al mundo, la única manera de concebirla para nosotros es suspender este movimiento, rehusarle nuestra complicidad (contemplarlo sin tomar parte, dice frecuentemente Husserl), o aun ponerlo fuera de juego.
No quiere decir esto que se renuncie a las certidumbres del sentido común y de la actitud natural —que son, por el contrario, el tema constante de la filosofía—, sino que, justamente como presupuestos de todo pensamiento, “van de suyo”, pasan inadvertidos y para despertarlos, para hacerlos aparecer, tenemos que abstenernos de ellos por un momento.
La mejor fórmula de la reducción es, sin duda, la que ha dado Eugen Fink, asistente de Husserl, cuando habla de una “perplejidad” ante el mundo.
La reflexión no se retira del mundo hacia la unidad de la conciencia como fundamento del mundo, sino que toma su distancia para ver brotar las trascendencias, distiende los hilos intencionales que nos ligan al mundo para hacerlos aparecer, y sólo es conciencia del mundo porque lo revela como extraño y paradójico.
Lo trascendental de Husserl no es lo trascendental de Kant, y Husserl reprocha a la filosofía kantiana ser una filosofía “mundana”, puesto que utiliza nuestra referencia al mundo, que es motor de la deducción trascendental, y hace al mundo inmanente al sujeto, en vez de quedarse perpleja ante él y de concebir al sujeto como trascendencia hacia el mundo.
Todas las confusiones entre Husserl y sus intérpretes, con los “disidentes” existenciales y finalmente consigo mismo, vienen de que, justo para ver el mundo y aprehenderlo como paradoja, es preciso romper nuestra familiaridad con él, y que esta ruptura no puede enseñarnos sino el surgimiento inmotivado del mundo.
La mayor enseñanza de la reducción es la imposibilidad de una reducción completa. De ahí que Husserl se interrogue siempre de nuevo sobre la posibilidad de la reducción. Si fuéramos el espíritu absoluto, la reducción no sería problemática. Pero puesto que, por lo contrario, somos en el mundo, puesto que aun nuestras reflexiones tienen su lugar en el flujo temporal que intentan apresar (puesto que ellas mismas fluyen, como dice Husserl), no hay pensamiento que abarque todo nuestro pensamiento.
El filósofo, dicen también los inéditos, es un principiante permanente. Ello quiere decir que nada da por adquirido de lo que los hombres o los científicos creen saber.
Ello quiere decir también que la filosofía misma no debe tenerse por adquirida en lo que haya podido decir de verdadero, sino que es una experiencia siempre en renovación de su propio comienzo, y que consiste por entero en descubrir este comienzo, y finalmente que la reflexión radical es consciente de su propia dependencia con relación a una vida irreflexiva que forma su situación inicial, constante y final. Lejos de ser, como se ha creído, la fórmula de una filosofía idealista, la reducción fenomenológica lo es de una filosofía existencial:
el ser-en-el-mundo de Heidegger no aparece sino sobre el fondo de la reducción fenomenológica.
Una confusión del mismo género enturbia la noción de “esencias” en Husserl. Toda reducción, dice Husserl, a la vez que trascendental, es necesariamente eidética.
Ello quiere decir que no podemos someter a la mirada filosófica nuestra percepción del mundo sin dejar de formar unidad con esta tesis del mundo, con este interés por el mundo que nos define, sin retroceder más acá de nuestro compromiso para hacerlo aparecer como espectáculo, sin pasar del hecho de nuestra existencia a la naturaleza de nuestra existencia, del Ser-ahí a la esencia.
Pero es claro que la esencia no es aquí el fin, es un medio, y que nuestro compromiso efectivo en el mundo es justo lo que importa comprender y traer a concepto y lo que polariza todas nuestras fijaciones conceptuales.
La necesidad de pasar por las esencias no significa que la filosofía las tome por objeto, sino, por el contrario, que nuestra experiencia está demasiado estrechamente apresada en el mundo para conocerse como tal en el momento en que a él se lanza, y que tiene necesidad del campo de idealidad para conocer y conquistar su facticidad. La Escuela de Viena, como es bien sabido, admite de una vez por todas que no podemos tener relación sino con significaciones.
La “conciencia”, por ejemplo, no es para la Escuela de Viena aquello que somos, sino que es una significación tardía y complicada que debemos usar con prudencia y después de haber explicitado las numerosas significaciones que han contribuido a determinarla en el curso de la evolución semántica de la palabra. Este positivismo lógico está en las antípodas del pensamiento de Husserl.
Cualesquiera que hayan sido los deslizamientos de sentido que al fin y al cabo hayan terminado por darnos la palabra y el concepto de conciencia como adquisición del lenguaje, disponemos de un medio de acceso directo hacia aquello que designa, tenemos la experiencia de nosotros mismos, de esta conciencia que somos; con esta experiencia se miden todas las significaciones del lenguaje y es esta experiencia la que permite que el lenguaje quiera decir algo para nosotros.
“Esta experiencia (…) muda todavía es la que se intenta traer a la expresión pura de su propio sentido”. Las esencias de Husserl deben arrastrar consigo todas las relaciones vivientes de la experiencia, como la red trae del fondo del mar los palpitantes peces y las algas. No hay, pues, que decir con J. Wahl que “Husserl separa las esencias de la existencia”.
Las esencias separadas son las del lenguaje. Es función del lenguaje hacer existir las esencias en una separación que, a decir verdad, no es más que aparente, puesto que por ella reposan todavía sobre la vida antepredicativa de la conciencia. En el silencio de la conciencia originaria, vemos aparecer no sólo lo que quieren decir las palabras, sino más aún, lo que quieren decir las cosas, el núcleo de significación primaria en torno del cual se organizan los actos de denominación y de expresión.
Buscar la esencia de la conciencia no será, pues, desplegar la significación de la palabra conciencia y huir de la existencia hacia el universo de las cosas dichas, sino encontrar esta presencia efectiva de mí ante mí, el hecho de mi conciencia, que es justamente lo que quieren decir al fin y al cabo la palabra y el concepto de conciencia. Buscar la esencia del mundo, no es buscar lo que es en idea, una vez que lo hemos reducido a tema de discurso, sino buscar lo que es de hecho para nosotros antes de toda tematización.
El sensualismo “reduce” el mundo al observar que, después de todo, no tenemos sino estados de nosotros mismos. El idealismo trascendental “reduce” también el mundo, puesto que, si lo hace evidente, es a título de pensamiento o conciencia de mundo y como simple correlato de nuestro conocimiento, de tal suerte que tórnase inmanente a la conciencia, y la aseidad de las cosas es suprimida por ello.
La reducción eidética es, por el contrario, la resolución de hacer aparecer el mundo tal cual es, antes de todo retorno a nosotros mismos, es el deseo de igualar la reflexión con la vida irreflexiva de la conciencia. Apunto a un mundo y lo percibo.
Si dijera con el sensualismo que no hay ahí sino “estados de conciencia” y si procurara distinguir mis percepciones de mis sueños por “criterios”, frustraría el fenómeno mundo.
Porque si puedo hablar de “sueños” y de “realidad”, interrogarme sobre la distinción de lo imaginario y de lo real, y poner en duda “lo real”, es debido a que esta distinción está ya hecha por mí antes del análisis, a que tengo una experiencia de lo real tanto como de lo imaginario, y el problema consiste entonces, no tanto en investigar cómo el pensamiento crítico puede darse equivalentes secundarios de esta distinción, sino explicitar nuestro saber primordial de lo “real”, y describir la percepción del mundo como lo que funda para siempre nuestra idea de la verdad.
No hay pues que preguntarse si percibimos verdaderamente un mundo, sino decir por el contrario:
el mundo es aquello que percibimos.
Mas en general, no hay que preguntarse si nuestras evidencias son verdades, o si, por un vicio de nuestro espíritu, lo que es evidente para nosotros no sería ilusorio con relación a una verdad en sí: porque si hablamos de ilusión, es porque hemos reconocido ilusiones, y no hemos podido hacerlo sino a nombre de alguna percepción que, en el mismo instante, se afirmaba como verdadera, de tal manera que la duda o el temor de engañarse afirma a la vez nuestro poder de desvelar el error y no sería, pues, capaz de desarraigarnos de la verdad. Somos en la verdad y la evidencia es “la experiencia de la verdad”.
Buscar la esencia de la percepción es declarar que la percepción no es presumiblemente verdadera, sino que está determinada para nosotros como el acceso a la verdad.
Si ahora quisiera, con el idealismo, fundar esta evidencia de hecho, esta creencia irresistible, sobre una evidencia absoluta, es decir, sobre una absoluta claridad de mis pensamientos para mí, si quisiera reencontrar en mí un pensamiento naturante que constituyese el armazón del mundo o la aclarara de punta a cabo, sería una vez más infiel a mi experiencia del mundo y buscaría lo que la hace posible en vez de buscar lo que es. La evidencia de la percepción no es el pensamiento adecuado o la evidencia apodíctica.
El mundo no es lo que pienso, sino lo que vivo, estoy abierto al mundo, comunico indisputablemente con él, pero no lo poseo, es inagotable. “Hay un mundo” o más bien “hay el mundo”, de esta tesis constante de mi vida no puedo dar enteramente razón.
Esta facticidad del mundo es lo que constituye lo mundano, como la facticidad del cogito no es en él una imperfección, sino, por el contrario, lo que me da la certidumbre de mi existencia. El método eidético es un método de positivismo fenomenológico que funda lo posible sobre lo real.
Ahora podemos tratar de la idea de intencionalidad, tan frecuentemente invocada como descubrimiento principal de la fenomenología, mientras que no es comprensible más que por la reducción. “Toda conciencia es conciencia de algo”, esto no es nuevo.
Kant ha mostrado, en la Refutación del idealismo, que la percepción interior es imposible sin la percepción exterior, que el mundo, como conexión de fenómenos, está anticipado en la conciencia de mi unidad, es para mí el medio de realizarme como conciencia.
Lo que distingue a la intencionalidad de la referencia kantiana a un objeto posible, es que la unidad del mundo, antes de ser puesta por el conocimiento y en un acto de identificación expresa, es vivida como ya hecha o ya ahí.
Kant mismo ha mostrado en la Crítica del juicio que hay una unidad de la imaginación y del entendimiento y una unidad de los sujetos antes del objeto y que en la vivencia de lo bello, por ejemplo, experimento una concordancia de lo sensible y del concepto, de mí y del otro, que es sin concepto.
Aquí el sujeto no es ya el pensador universal de un sistema de objetos rigurosamente ligados, la potencia ponente que somete lo múltiple a la ley del entendimiento, si es que debe formar un mundo —él se descubre y se gusta como una naturaleza espontáneamente conforme a la ley del entendimiento.
Pero si hay una naturaleza del sujeto, entonces el arte escondido de la imaginación debe condicionar la actividad categorial, y no es sólo el juicio estético, sino también el conocimiento el que reposa en él, es él quien funda la unidad de la conciencia y de las conciencias. Husserl resume la Crítica del juicio cuando habla de una teleología de la conciencia.
No se trata de doblar la conciencia humana con un pensamiento absoluto que, desde afuera, le asignaría sus fines. Se trata de reconocer la conciencia misma como proyecto del mundo, abocada a un mundo que ni abarca ni posee, pero hacia el cual no deja nunca de dirigirse— y el mundo como este individuo preobjetivo cuya unidad imperiosa prescribe su fin al conocimiento.
Por ello Husserl distingue la intencionalidad del acto, que es la de nuestros juicios y de nuestras tomas voluntarias de posición, única de que ha hablado la Crítica de la razón pura, y la intencionalidad operante (fungierende Intentionalität), que constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, que aparece en nuestros deseos, nuestras estimaciones, nuestro paisaje, más claramente que en el conocimiento objetivo, y que ofrece el texto del que nuestros conocimientos intentan ser la traducción en lenguaje exacto.
La referencia al mundo, tal cual se pronuncia infatigablemente en nosotros, no es nada que pueda ser hecho más claro por un análisis:
la filosofía no puede sino colocarla bajo nuestra mirada, ofrecerla a nuestras comprobaciones.
Con esta noción ampliada de intencionalidad, la “comprensión” fenomenológica se distingue de la “intelección” clásica, que está restringida a las “verdaderas e inmutables naturalezas”, y la fenomenología puede llegar a ser una fenomenología de la génesis. Se trate de una cosa percibida, de un acontecimiento histórico o de una doctrina, “comprender” es reasumir la intención total —no sólo lo que son para la representación las “propiedades” de la cosa percibida, el polvo de los “hechos históricos”, las “ideas” introducidas por la doctrina—, sino la manera única de existir que se expresa en las propiedades del guijarro, del vaso o del pedazo de cera, en todos los hechos de una revolución, en todos los pensamientos de un filósofo.
En toda civilización se trata de dar con la idea en sentido hegeliano, es decir, no con una ley de tipo físico-matemático, accesible al pensamiento objetivo, sino con la fórmula de un comportamiento único frente al otro, a la naturaleza, al tiempo y a la muerte, una determinada manera de dar forma al mundo que el historiador debe ser capaz de recuperar y de asumir.
Éstas son las dimensiones de la historia. En relación con ellas, no hay palabra o gestos humanos, inclusive los habituales o distraídos, que no tengan una significación. Creía haberme callado por fatiga, tal ministro creía no haber dicho sino una frase de circunstancias, y he aquí que mi silencio o su palabra adquieren un sentido, porque mi fatiga o el recurso a una fórmula hecha no son fortuitos, sino que expresan determinado desinterés y, por ende, una cierta toma de posición relativamente a la situación.
En un acontecimiento visto de cerca, en el instante en que es vivido, todo parece ir al azar:
la ambición de aquél, tal encuentro favorable, tal circunstancia local parecen ser decisivos. Pero los azares se compensan y he aquí que esta polvareda de hechos se aglomera, esboza una cierta manera de tomar posición relativamente a la situación humana, un acontecimiento del que se puede hablar y cuyos contornos son definidos.
¿Hay que comprender la historia a partir de la ideología o bien a partir de la política, de la religión o de la economía? ¿Hay que comprender una doctrina por su contenido manifiesto o bien por la psicología del autor y por los acontecimientos de su vida?
Hay que comprender de todas las maneras a la vez, todo tiene sentido, y encontramos por debajo de todas las referencias la misma estructura de ser. Todas estas maneras de ver son ciertas a condición de que no se las aísle, de que se vaya hasta el fondo de la historia y se toque el núcleo único de significación existencial que se explicita en cada una de las perspectivas.
Es verdad, como dice Marx, que la historia no camina con la cabeza, pero también es verdad que no piensa con los pies. O más bien, que no tenemos que ocuparnos ni de su “cabeza” ni de sus “pies”, sino de su cuerpo.
Todas las explicaciones económicas y psicológicas de una doctrina son verdaderas, puesto que el pensador no piensa jamás sino a partir de lo que es.
La reflexión sobre una doctrina no será total si no consigue unirse con la historia de la doctrina y con las explicaciones externas, y si no consigue recolocar las causas y el sentido de la doctrina en una estructura de existencia.
Hay, como dice Husserl, una “génesis del sentido” única que nos enseña, en último análisis, lo que la doctrina “quiere decir”. Como la comprensión, la crítica deberá perseguirse en todos los planos y, desde luego, no podrá satisfacerse, para refutar una doctrina, con ligarla a tal accidente de la vida del autor:
significa un más allá, y no hay accidente puro en la existencia ni en la coexistencia, puesto que una y otra asimilan los azares para hacer de ellos razón.
Finalmente, así como es indivisible en el presente, la historia lo es en la sucesión. En relación con sus dimensiones fundamentales, todos los períodos históricos aparecen como manifestaciones de una existencia única o episodios de un único drama del que no sabemos si tendrá desenlace.
Puesto que somos en el mundo estamos condenados al sentido, y no podemos hacer o decir nada que no asuma un nombre en la historia.
La más importante de las adquisiciones de la fenomenología consiste, sin duda, en haber unido el extremo subjetivismo y el extremo objetivismo en su noción de mundo o de racionalidad.
La racionalidad es exactamente medida a las experiencias en las cuales se revela. Hay racionalidad, es decir, las perspectivas se recubren, las percepciones se confirman, aparece un sentido. Pero no debe ser puesta aparte, transformada en Espíritu absoluto o en mundo en sentido realista.
El mundo fenomenológico no es el ser puro, sino el sentido que transparece en la intersección de mis experiencias y las del otro, por el engranaje de las unas en las otras, es pues inseparable de la subjetividad y de la intersubjetividad que integran su unidad por la reasunción de mis experiencias pasadas en mis experiencias presentes, de la experiencia del otro en la mía. Por vez primera la meditación del filósofo es asaz consciente para no realizar en el mundo y antes de ella sus propios resultados.
El filósofo intenta pensar el mundo, al otro y a sí mismo, y concebir sus relaciones. Pero el ego meditante, el “espectador imparcial” (uninteressierter Zuschauer) no se unen a una racionalidad ya dada, sino que se “instauran” y la instauran por una iniciativa que no tiene su garantía en el ser y cuyo derecho reposa enteramente sobre el poder efectivo que nos da de asumir nuestra historia.
El mundo fenomenológico no es la explicitación de un ser previo, sino la fundación del ser, la filosofía no es el reflejo de una verdad previa, sino, como el arte, la realización de una verdad. Se preguntará cómo esta realización es posible y si no encuentra en las cosas una razón preexistente.
Pero el único logos que preexiste es el mundo mismo y la filosofía que le hace pasar a la existencia manifiesta no comienza por ser posible:
es actual o real como el mundo de que forma parte, y ninguna hipótesis explicativa es más clara que el acto mismo por el cual reasumimos este mundo inacabado para intentar totalizarlo y pensarlo.
La racionalidad no es un problema, no hay detrás de ella algo desconocido que tengamos que determinar deductivamente o probar inductivamente a partir de ella:
asistimos en todo momento a este prodigio de la conexión de las experiencias y nadie mejor que nosotros sabe cómo se hace, puesto que somos este nudo de relaciones.
El mundo y la razón no son problemáticos; digamos, si se quiere, que son misteriosos, pero este misterio los define, no podría intentarse disiparlo por alguna “solución”, está más acá de las soluciones.
La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo, y en este sentido contar un cuento puede significar el mundo con tanta “profundidad” como un tratado de filosofía. Nos hacemos cargo de nuestra suerte, nos hacemos responsables de nuestra historia por la reflexión, pero también por una decisión en que comprometemos nuestra vida, y en los dos casos se trata de un acto violento que se verifica al ejercitarse.
La fenomenología, como revelación del mundo, reposa sobre ella misma, o más aún, se funda a sí misma.
Todos los conocimientos se apoyan sobre un “suelo” de postulados y finalmente sobre nuestra comunicación con el mundo como primera instauración de la racionalidad.
La filosofía como reflexión radical se priva en principio de este recurso. Como también ella es en la historia, utiliza ella también el mundo y la razón constituida.
Será pues menester que se dirija a sí misma la interrogación que dirige a todos los conocimientos; se desdoblará, pues, indefinidamente; será, como dice Husserl, un diálogo o una meditación infinita, y en la medida misma en que permanece fiel a su intención, no sabrá nunca adónde va.
El inacabamiento de la fenomenología y su cariz incoativo no son el signo de un fracaso, eran inevitables porque la fenomenología se prescribe como tarea revelar el misterio del mundo y el misterio de la razón.
Si la fenomenología ha sido un movimiento antes de ser una doctrina o un sistema, ello no es un azar ni una impostura. Es laboriosa, como la obra de Balzac, de Proust, de Valéry o de Cézanne, por el mismo tipo de atención y de admiración, por la misma exigencia de conciencia, por la misma voluntad de aprehender el sentido del mundo o de la historia en su estado naciente. Se confunde desde este punto de vista con el esfuerzo del pensamiento moderno.
Merleau-Ponty: Fenomenología de la percepción. F. C. E., México.
Extraido de:
http://usuarios.lycos.es/Cantemar/Merleau-Ponty.html