domingo, 13 de febrero de 2011

El más allá del reduccionismo: De la complejidad a la filosofía integral. Andres Schuschny.


Tener una imagen sistémica y organicista, adquirir una cierta comprensión de orden del mundo como sistema complejo posibilita gestar una visión integradora del universo abierta a la vivencia mística y filosófica de unión a la Tierra y la Naturaleza. Las huellas de la tendencia hacia una idea unitaria e integradora del universo pueden seguirse desde el pensamiento más antiguo, incluso anterior a la filosofía griega.

La búsqueda de un fundamento unitario de la naturaleza se identifica con el mismísimo origen de la filosofía, que nació al mismo tiempo que la noción de arché, sustancia básica o principio rector del cosmos (del termino griego “κόσμος”, que significa orden u ornamentos), que lo ordena y los diferencia del caos (palabra que deriva del idioma griego, Χάος). Más de dos milenios y medio después, en la actualidad, la ciencia sigue persiguiendo el mismo objetivo.

En su contexto compiten dos enfoques de desigual aceptación, tradicionalmente mayor la del primero, aunque la tendencia hoy puede estar cambiando: (i) el disociativo y (ii) el integrativo, asimilables a las dos grandes apuestas metodológicas y ontológicas que son (a) el reduccionismo y (b) el emergentismo sistémico, la complejidad.

El camino reduccionista se guía por el principio de deconstrucción, y su fórmula predilecta es “nada más que”: la Tierra no es “nada más que” un agregado de materia, un ser vivo no es “nada más que” una peculiar combinación de moléculas, la conciencia no es “nada más que” actividad químico-eléctrica cerebral, etc.

El principio único aparece así en la base elemental, considerada “simple”, de modo que, obviamente, el reduccionismo se identifica con el programa cartesiano llevado hasta sus últimas consecuencias. De alcanzar pleno éxito, su resultado final sería la unificación de la naturaleza en su nivel más básico, accesible a través de un proceso de deconstrucción de las entidades, cuya realidad intrínseca es puesta radicalmente en entredicho.

La metafísica que presupone el reduccionismo es de tipo monista y se resume en la formulación de que “sólo lo elemental es plenamente real”. Sin embargo, conduce paradójicamente al estallido de lo existente, puesto que todo se descompone en unidades o “partículas elementales” que pierden su capacidad de asociación compleja.

El camino sistémico parte de lo más elemental que se puede identificar (que, como advierte Edgar Morin, no tiene por qué ser simple, dado que podría encerrar una infinita complejidad que escapa al observador), lo cual se entiende como un nivel de realidad x, y de su tendencia a integrar niveles de realidad superiores (holones), digamos: x+1, x+2,…, x+n.

Dichos niveles no son menos reales por el hecho de estar formados por entidades de los niveles inferiores, sino que su estatus ontológico es igualmente fuerte, desde el momento que ninguna entidad, de cualquier nivel, está constituida exclusivamente por las unidades de los órdenes más básicos, sino que siempre es algo más, donde la dinámica relacional es constitutiva, de modo que nunca puede, en rigor, decirse que algo (un sistema) “no es más que” el catálogo (inconexo) de sus elementos. Suele resumirse esta concepción diciéndose que el todo es más que la suma de sus partes. Surge una ontología pluralista y relacional que, no obstante, abre la puerta a una concepción integralista del universo.

Si la primera concepción se remonta a los atomistas griegos y tiene en Descartes su referente principal, la segunda cuenta con raíces aun más antiguas: Heráclito y, en cierto modo, todo el panorama de los “primeros filósofos”, Pitágoras y los socráticos. Se rastrea su continuidad enAristóteles (a quien se debe, justamente, el dictum “el todo es más que la suma de las partes”) y en el cosmo-organicismo estoico. Su última gran presencia histórica, en la Naturphilosophie romántica, precede a un largo eclipsamiento de siglo y medio, hasta que Ludwig von Bertalanffy (1901 – 1972) la recupera en la Teoría de Sistemas.

Pero es un hecho que, hasta muy recientemente, los científicos de la naturaleza, al amparo de la corriente principal, han apostado fuerte por el reduccionismo, y ni siquiera han sido los únicos, ya que el afán reductor se apoderó también de los especialistas en ciencias humanas. No me parece exagerado decir que, durante bastante más de un siglo, “ser racional y científico” se ha identificado con “ser reduccionista”, y ello no dejaba de tener su lógica, puesto que todo comportamiento holístico parece presuponer un “acuerdo” entre las partes, o una conexión a distancia entre ellas. Aparte del éxito tecnológico del programa reduccionista, explicable por la facilidad de manipulación que otorga.

Pese al interés que siempre mostró von Bertalanffy por las nuevas teorías científicas y desarrollos tecnológicos que podían fundamentar la Teoría de Sistemas, ésta es esencialmente empírica: implica simplemente reconocer lo que se ofrece a nuestra vista, a saber, que “entidades integran entidades”. La totalidad quark, por ejemplo, forma parte de la totalidad protón que, a su vez, forma parte de la totalidad átomo que, a su vez, forma parte de la totalidad molécula que, a su vez, forma parte de la totalidad célula que, a su vez, forma parte de la totalidad organismo que, a su vez, forma parte de la totalidad Cosmos que, a su vez, forma parte de la totalidad del Kosmos del instante siguiente… y así hasta el infinito. De todas formas, este reconocimiento tiene su importancia, puesto que muchas veces reconocer lo evidente es dar un paso de gigante. Así, siguiendo a Ken Wilber, la realidad no estaría compuesta de partículas o constructos como los quarks de dimensiones sin extensión, cuerdas o membranas, sino de holones (totalidades que, simultáneamente, forman parte de otras totalidades y así siguiendo).

Aunque algunos conceptos esenciales para la constitución de los sistemas verdaderos (holísticamente integrados), como los feedbacks o bucles de retroalimentación, fueron aportaciones de la cibernética, que suministra modelos muy interesantes, la explicación física del nacimiento espontáneo de sistemas integrados de orden superior al de los agregados iniciales de elementos (sistemas de orden x-1) la dio el crucial descubrimiento por Ilya Prigogine de las estructuras disipativas.

A partir de dicho hallazgo, y del desarrollo subsiguiente de la Termodinámica de procesos alejados del equilibrio, la Teoría de Sistemas, y luego las ciencias de la complejidad, dejaron de ser “una especulación organicista basada en un conjunto de casualidades”, para convertirse en una teoría general del orden físico que cuenta con una sólida base.

El esquema básico es el siguiente: al crecer un flujo de energía libre (o, lo que es lo mismo, al incrementarse un cierto gradiente energético) que baña un sistema, éste se adapta modificando su estructura. Dicha modificación puede ser destructiva (desestructuración completa del sistema) o constructiva, y lo segundo supone frecuentemente el surgimiento de una nueva estructuración de menor entropía (o mayor neguentropía, lo que significa “menos probable por más ordenada”). La modificación estructural se orienta siempre a permitir una disipación más eficaz del flujo energético incidente y de la emergencia de un nivel de auto-organización de orden superior al de los constructos constitutivos.

En un principio, las investigaciones de Prigogine se ciñeron a sistemas químicos cuyo equilibrio reactivo inicial se rompía más allá de un cierto umbral, pero tanto él como otros investigadores se dieron cuenta de que el modelo era generalizable: de algún modo, la realidad toda respondía a esta especie de ley de la reestructuración “lejos de las condiciones de equilibrio”, a esta ley o dinámica física legimorfa creadora de complejidad y de diversidad cualitativa. Todo un proceso ontogenético de complejificación creciente se ponía en marcha gracias a ella. Lo que aquí deseo captar son las dimensiones humanamente significativas de un proceso natural científicamente establecido que se despliega en numerosos ámbitos y a múltiples escalas.

Es bien conocida la contraposición entre teleología y teleonomía: la primera, que presupone causación final, es tenida por no científica, mientras que la segunda (causación final meramente aparente) tiende a ser admitida. Hay algo, sin embargo, en esta esquematización típicamente racionalista, que no acaba de encajar, porque toda apariencia de finalización implica que se da de hecho, en el ente o en el proceso, una cierta finalización.

Es decir, que si bien el proceso general que hace surgir los niveles de creciente complejidad es teleonómico (plenamente explicable por una causalidad eficiente como la puesta en juego por las estructuras disipativas), el resultado sigue siendo una complejidad holistizante, llena de “fines vitales”, que culmina en el ser humano con ente acabado. Esta paradoja es una manera de formular el principio antrópico, que supone la convergencia fáctica de teleonomía y teleología.

Pero hay más: el ser viviente experimenta esos fines vitales, teleonómicamente explicables, como fines existenciales genuinos. Goza al realizarlos y sufre con su falta de realización. El goce o sufrimiento humano se podría asimilar a la realización o no de sus fines vitales, desde los más básicos hasta los más sutiles. Esto lo ilustra perfectamente Abraham Maslow con su pirámide de necesidades. Así, el sufrimiento humano sería el no poder realizar lo que demanda la naturaleza propia.

La subjetividad, es decir, la conciencia, aunque sea meramente sintiente, sería lo que transforma lo teleonómico en teleológico: sólo hay auténtica finalidad para el ser subjetivo, y no hay ser subjetivo sin finalidad. Lo que “desde fuera” se aprecia como teleonómico, se vive “desde dentro” como teleológico. Entonces, la pregunta sería: ¿No es la espiritualidad el reconocimiento de la centralidad del ser conciente a nivel del individuo y del cosmos? Es esta justamente, pienso yo, la gran intuición que tuvieron todos los místicos de la historia. Lo que ellos sugerirían es que la flecha del universo apuntaría, hacia la superación de una “extrema pluralidad”, es decir, hacia la reunificación holónica-integral y la conciencia jugaría un rol central ya que es a través de esta que ello sería posible. No se trata, sin embargo, de una reunificación material, como sería el caso de darse un big crunch, un regreso al punto cosmológico inicial, sino de una unificación a la vez sistémica y psíquica.

En cierta forma, una definición progresiva del espíritu debería estar ligada a la evolución sistémica general, que implica el paso de la “extrema pluralidad” de un universo de partículas constitutivas, a la unidad de un cosmos integrado a través de las relaciones heterárquicas establecidas horizontal y verticalmente.

La teoría de los sistemas complejos, hoy en auge cada vez mayor, se ha enfrentado, durante décadas, a un considerable rechazo por parte del main stream académico. Toda concepción organicista era sospechosa de no ser científica, lo que demuestra hasta qué punto es cierto que el pensamiento científico se identificaba con el reduccionismo.

Pero las cosas han cambiado mucho. A mi modo de ver a partir primero de los descubrimientos y teorizaciones de Prigogine y luego del impulso que centros de investigación como el Instituto de Santa Fé, de Nuevo México, le dieron a las hoy llamadas ciencias de la complejidad, justamente en el momento en que la Red, Internet, se gesta como el sistema complejo de creación humana más sofisticado y desde donde, a partir de la comprensión de su dinámica basada en la emergencia de la inteligencia colectiva, queda planteada la utilidad del pensamiento sistémico-organicista. El neo-organicismo, ahora denominado enfoque sistémico o de la complejidad, gana cada vez más cuerpo.

Las actuales ciencias de la Tierra, encumbrando a la cada vez más prestigiosa teoría geobiológica de Gaia como forma de comprensión de problemas globales como el cambio climático, la sistémica organicista de las ciencias cognitivas y neurociencias, la economía de la globalización tan acosada por los efectos mariposa, la conectividad de las redes de comunicación de la sociedad del conocimiento, como comenté, la ciencias de la vida y la biología evolutiva que cada vez más trasciende el análisis del individuo para enfocarse en el colectivo de la población, la bio-informática y la genómica, los fenómenos de no-localidad a nivel cuántico, etc. Todas estás teorías plantean un salto de nivel epistémico respecto del enfoque reduccionista. Tanto es así que, hace poco, un científico cuyo nombre no recuerdo en este momento respondió a la pregunta que públicamente se le formuló, de ¿qué es, en realidad, el universo?, con estas palabras: “Un gran proceso de autoorganización”.

Estoy convencido de que las consecuencias filosóficas de la asimilación de la teoría de los sistemas complejos y los enfoques sistémicos en general serán cada vez más significativas. La principal, a mi entender, es la transformación en tendencia objetiva de lo que antes no era más que una intuición romántica y mística. Se trata de la ciencia posnormal a la que Silvio Funtowicz y Jerome Ravetz aluden.

Con todo, el mecanicismo no debería desaparecer, sino que se resitúa como un punto de vista válido en ámbitos limitados y desde determinadas perspectivas, de la misma manera que la física newtoniana es una primer aproximación válida a los problemas de escala mesoscópica. Y lo mismo sucede con el reduccionismo, valioso, por lo demás, instrumentalmente.

A nadie podrá escapar la convergencia de formas de lo espiritual, y de éstas con el trasfondo de la búsqueda científica, que es susceptible de promover la toma en consideración de estos puntos de vista. Pienso que en nuestro mundo está, hoy por hoy, demasiado presente el principio de discordia y separación como para prescindir de algo capaz de crear conexiones y vínculos.

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Extraído de: http://humanismoyconectividad.wordpress.com/2008/07/06/filosofia-integral/
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