sábado, 23 de julio de 2011
Discurso de la servidumbre voluntaria - Fragmento - Etienne de la Boetie - (1548)
1. El valor de la libertad
"No veo un bien en la soberanía de muchos; uno solo sea amo, un solo sea rey". Así hablaba en público Ulises, según Homero.
Si hubiera dicho simplemente: "No veo bien alguno en tener a varios amos", habría sido mucho mejor.
Pero, en lugar de decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser buena y que la de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele ser dura e indignante, añadió todo lo contrario:
"Uno solo sea amo, uno solo sea rey".
No obstante, debemos perdonar a Ulises quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para aplacar la sublevación del ejercito, adaptando, según creo, su discurso a las circunstancias más que a la verdad. Pero, en conciencia,
¿acaso no es una desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere?
Y, obedeciendo a varios amos, ¿no es tantas veces más desgraciado?
No quiero, de momento, debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son menores que la monarquía.
De debatirlas, antes de saber que ligar debe ocupar la monarquía entre las distintas maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si hay incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo público en su gobierno en el que todo es de uno.
De momento, quisiera tan sólo entender como pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tienen más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo.
Es realmente sorprendente -y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos- ver como millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no debería ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje).
¡Grande es, no obstante, la debilidad de los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no siempre pueden ser los más fuertes.
Así pues, si una nación, encadenada por la fuerza de las armas, es sometida al poder de uno solo (como la ciudad de Atenas a la dominación de los treinta tiranos), no deberíamos extrañarnos de que sirva, debemos tan solo lamentar su servidumbre; mejor dicho, no deberíamos no extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar el mal con resignación y reservarnos para un futuro mejor.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes cotidianos de la amistad absorben buena parte de nuestras vidas.
Es natural amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el bien recibido e incluso, con frecuencia, reducir nuestro bienestar para mejorar el de aquellos a quienes amamos y que merecen ser amados.
Así pues, si los habitantes de un país encuentran entre ellos a uno de esos pocos hombres capaces de darles reiteradas pruebas de su predisposición a inspirarles seguridad, gran valentía en defenderlos y gran prudencia en guiarlos; si se acostumbraran paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto en él como para concederle cierta supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacia el bien que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal.
Empero, es al parecer muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto bien nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente de él.
Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué ocurre? ¿Cómo llamar ese vicio, ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer sino arrastrarse?
No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia.
Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su sangre, sino únicamente de uno solo.
No de un Hércules o de un Sansón, sino de un único hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y afeminado de la nación, que ni siquiera husmeado una sola vez la pólvora de los campos de batalla, sino a pensar la arena de los torneos, y que es incapaz no solo de mandar a los hombres, sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela.
¿Llamaremos eso cobardía? ¿Diremos que los que se someten a semejante yugo son viles y cobardes?
Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden, uno, nos parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón, podríamos decir que les falta valor.
Pero si cien, miles de hombres se dejan someter por uno solo, ¿seguiremos diciendo que se trata de falta de valor, que no se atreven a atacarlo, o mas bien que, por desprecio o desdén, no quieren ofrecerle resistencia?
En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres, sino cien países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a aniquilar al que, sin reparos, los trata a todos como a siervos y esclavos, ¿cómo llamaríamos a eso? ¿Cobardía?
Es sabido que hay un límite para todos los vicios que no se pueden traspasar.
Dos hombres, y quizás diez, pueden temer a uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno, no es ni siquiera cobardía!
Asimismo, el valor no exige que un solo hombre tome de asalto una fortaleza, o se enfrente a un ejército, o conquiste un reino.
Así pues, ¿qué es ese monstruoso vicio que no merece siquiera el nombre de cobardía, que carece de toda expresión hablada o escrita, del que reniega la naturaleza y que la lengua se niega a nombrar?
Que se pongan a un lado y a otro a mil hombres armados, que se les prepare para atacar, que entren en combate, unos luchando por su libertad, los otros para quitársela: ¿que de quienes creéis que será la victoria?
¿Cuáles se lanzarán con más gallardía al campo de batalla:
los que esperan como recompensa el mantenimiento de su libertad, o los que no pueden esperar otro premio a los golpes que asestan o reciben que la servidumbre del adversario?
Unos llevan siempre como bandera la felicidad similar en el porvenir; no piensan tanto en las penalidades y en los sufrimientos momentáneos de la batalla como en todo aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar para siempre, ellos, sus hijos y toda la posteridad.
Los otros, en cambio, no tienen mayor incentivo que la codicia, que, con frecuencia, se mitiga ante el peligro y cuyo ficticio ardor se desvanece con la primera herida.
En batallas tan famosas como las de Milcíades, Leónidas y Temistocles que tuvieron lugar hace dos mil años y que están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si acabaran de celebrarse,
¿qué dio -para mayor gloria de Grecia y ejemplo del mundo entero- a tan reducido número de griegos, no el poder, sino el valor de contener aquellas formidables flotas que el mar apenas podía sostener, de luchar y vencer a tantas naciones, cuyos capitanes enemigos todos los soldados griegos juntos no habrían podido rivalizar en número?
En aquellas gloriosas jornadas, no se trataba tanto de una batalla entre griegos y persas como de la victoria de la libertad sobre la dominación, de la generosidad sobre la codicia" (*).
2. El sometimiento es consentido
... Para obtener el bien que desea, el hombre emprendedor no teme el peligro, ni el trabajador sus penas.
Sólo los cobardes, y los que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni obtener el bien con el que se limitan a soñar.
La energía de ambicionara ese bien les es arrebatada por su propia cobardía; no les queda más que soñar con poseerlo.
Ese deseo, esa voluntad innata, propia de cuerdos y locos, de valientes y cobardes, les hace ansiar todo aquello cuya posesión les hará sentirse felices y satisfechos.
Hay, no obstante, una cosa, una sola, que los hombres, no sé por qué, no tiene siquiera la fuerza de desear: la libertad, ese bien tan grande y placentero cuya carencia causa todos los males; sin la libertad todos los demás bienes corrompidos por la práctica cotidiana de la servidumbre pierden por completo su gusto y su sabor.
Los hombres sólo desdeñan, al parecer, la libertad, porque, de lo contrario, si la desearan realmente, la tendrían.
Actúan como si se negara a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de una empresa demasiado fácil.
¡Pobres miserables gentes, pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y a ciegas a vuestro bien!
Dejáis que os arrebaten, ante vuestras mismas narices, la mejor y mas clara de vuestras rentas, que saqueen vuestros campos, que invadan vuestras casas, que las despojen de los viejos muebles de vuestros antepasados.
Vivís de tal suerte que ya no podéis vanagloriaros de que lo vuestro os pertenece.
Es como si considerárais ya una gran suerte el que os dejen tan solo la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras vidas.
Y tanto desastre, tanta desgracia, tanta ruina ni proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo, aquél a quien vosotros mismos habéis convertido en lo que es, por quien hacéis con tanto valor la guerra y por cuya grandeza os jugáis constantemente la vida en ella.
No obstante, ese amo no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los hombres que habitan e nuestras ciudades.
De lo único que dispone además de los seres humanos es de un corazón desleal y de los medios que vosotros mismos le brindáis para destruiros.
¿De dónde ha sacado tantos ojos para espiaros si no de vosotros mismos?
Los pies con los que recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son también los vuestros?
¿Cómo se atrevería a imponerse a vosotros si no gracias a vosotros?
¿Qué mal podría causaros si no contara con vuestro acuerdo?
¿Qué daño podría haceros si vosotros mismos no encubriérais al ladrón que os roba, cómplices del asesino que os extermina y traidores de vuestra condición?
Sembráis vuestros campos para que él los arrase, amuebláis y llenáis vuestras casas de adornos para abastecer sus saqueos, educáis a vuestras hijas para él tenga con quien saciar su lujuria, alimentáis a vuestros hijos para que él los convierta en soldados (y aún deberán alegrarse de ello) destinados a la carnicería de la guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en ejecutores de sus venganzas.
Os matáis de fatiga para que él pueda remilgarse en sus riquezas y arrenallarse en sus sucios y viles placeres.
Os debilitáis para que él sea más fuerte y más duro, así como para que os mantenga a raya más fácilmente.
Podrías liberaros de semejantes humillaciones -que ni los animales soportarían- sin siquiera intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo.
Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres. No pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis, sino simplemente que dejéis de sostenerlo.
Entonces vereéis cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo. (*)
3. La servidumbre por el imperio de la educación y la astucia de la tiranía
... Nadie se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo.
Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina hacia donde le lleva su educación.
Digamos, pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas como si acostumbra a ellas.
Pero solo le es innato aquello a lo que su naturaleza, en estado puro y no alterada, le conduce.
Así pues, la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que las mas bravos caballos rabones (caballos de crín y orejas cortadas) que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de molestarlos y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen alarde los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura.
Se dice que ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues bien, estos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y, con el tiempo, eran ellos mismos las bases de quienes les tiranizan.
Pero el tiempo jamás otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa.
Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sostienen el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar, ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus predecesores y su estado original.
Son estos los que, al tener la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contenta, como el populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás.
Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y ponderar las presentes.
Son los que, al tener de por si la mente bien estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber.
Esto, aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la servidumbre por más y mejor que se le encubriera.
El Gran Turco se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporciona a los hombres más que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los solicita.
Y, en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanece pese a todo su efecto porque no logran entenderse entre ellos.
Las libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías.
(...) Pero esa astucia de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes, capital de Lidia, al apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero.
Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado.
Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella:
montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos.
Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por la fuerza de la espada.
Estas pobres y miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra latina (para los que nosotros llamamos pasatiempos). Ludi que, a su vez, proviene de Lydi.
No todos los tiranos han expresado con tal énfasis, su deseo de corromper a sus súbditos.
Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que esta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades; desconfía de quien le ama y confía en quien lo engaña.
No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina.
Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba.
Los tragos, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. (*)
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(*) Fuente: Todos los pasajes en Étienne de La Boétie, "El discurso de la servidumbre voluntaria", Barcelona, ed. Tusquets.
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Extraído de: http://www.temakel.com/texolabotie.htm
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