miércoles, 20 de abril de 2011

Texto itinerario de la tolerancia y el diálogo - Emilio Galindo Aguilar


Nos cabe a los españoles el alto honor de haber tenido un profundo pensador musulmán nacido en Murcia (1165-1240) que escribió uno de los textos más bellos y profundos de lo que debe ser el encuentro y el diálogo de todo creyente con los creyentes de las otras religiones. Nos referimos, claro está, a Ibn ‘Arabi.

Su texto que vamos a presentar y comentar no sólo es de una gran belleza, sino que describe el itinerario que todos los creyentes deben seguir para, realmente, resolver «al modo de Dios», el problema del diálogo y la colaboración con los creyentes de otras religiones, incluso con los fabricantes de ídolos. Texto, por otra parte, que debería ponerse en el frontispi­cio de todos los Centros Teológicos, Filosóficos y Humanistas.

Claro que para entenderlo y, sobre todo, practicarlo hay que pagar el precio que pagaron todos los verdaderos sufíes que en el mundo ha habido: acabar con la idolatría del «ego», ahuyentar los inconfesados miedos a los ídolos de las instituciones, sobre todo religiosas, que hemos dicho.
Este es el texto:

"Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era como la mía. Ahora, mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y kaaba de peregri­nos, Tablas de la Ley y Pliegos del Qorán, porque profeso la religión del Amor y voy a donde quiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe".

El tiempo del rechazo

La constatación la hizo Ibn ‘Arabí, pero la verdad denunciada es tan antigua como los hombres de religión, de todos los tiempos y de todas las religiones:

"Hubo un tiempo en que yo recha­zaba a mi prójimo si su religión no era como la mía".

El dedo en la llaga sin tapujos ni falsas caridades. Porque en ese rechazo nos sentimos señalados todos, tanto a nivel personal como comunitario. Y todos tenemos que arrancar de ahí si queremos emprender el camino hacia los demás creyentes. Reconociendo con humildad que para cada uno de nosotros también «hubo un tiempo», el tiempo del «antiguo testamento» que todos llevamos en la masa de la sangre.

El tiempo del dios tribal, de mi dios mejor que el tuyo, más fuerte que el tuyo, más verdadero que el tuyo, más guapo que el tuyo... El tiempo en que la religión importaba más que Dios y, sobre todo, más que el Hombre, tan infinitamente amado y respetado por Dios y tan ultrajado, no obstante, en Su nombre. Tiempo en que los «días» sagrados (viernes, sábados o domingos), los «lugares» sagrados el monte Garizin, Jerusalén, La Meca, Roma, el Ganges...), los «ritos» sagrados (abluciones, peregrinaciones, cuaresmas, ramadanes, yom kipures,...) pasaban antes que «adorar en espíritu y en verdad».

Tiempo de la «Ley» y Dios como pretexto para todo, para lo más santo y también para lo más execrable como rechazar, perseguir, despreciar, matar al ser humano por motivos religiosos, en «nombre de Dios». Tiempo de la inmadurez, en el que unos hombres, iguales a los demás, pero seleccionados por el «sanedrín» la «curia» o el «maylis», se arrogaban el monopolio de interpretar a Dios, creyéndo­se además con el derecho, en nombre de su dios, de pensar por los demás, de imponer su religión a los demás, de matar las preguntas y las vidas de los demás, de atar todas las libertades y las conciencias de los demás, de interpretar los caminos de los demás, para que nadie pudiera buscar personalmente a Dios haciendo la experiencia de Su cercanía y de Su cariño.

Tiempo que Ibn ‘Arabí confiesa como algo ya terminado en lo que a él respecta, «hubo un tiempo...», pero que sigue vigente, presente, hasta hoy en día, en las personas y en las instituciones religiosas. ¡Cuánto «antiguo testamento» en quienes llenamos los templos, en quienes pronunciamos Dios! Porque el espíritu del “antiguo testamento” es crear en sus seguidores conciencia de pueblo elegido, de poseedores de toda la verdad, de todos los derechos, del camino único y de la última palabra de Dios. Para muchos, hoy todavía, el único Dios verdadero es el suyo, la única religión auténtica es la suya.

Y es exactamente en el espíritu en el cual se incuban todos los rechazos, todas las cruzadas y anticruzadas, y donde se obstruyen todas las vías de diálogo y se cortan todos los caminos de encuentro.

Y el Hombre siempre perdiendo, siempre manipulado, siempre explotado: aunque, eso sí, ¡en el nombre de Dios! Ojalá se nos abriera por lo menos el raciocinio y, también para nosotros, para nuestras comunidades, para nuestras religiones, nos llegara la bendición, la baraka, de poder cerrar ese capítulo de «hubo un tiempo» al que se refiere Ibn ‘Arabí y dejemos de rechazar, con la mente, el corazón y las manos, al prójimo si su religión no es como la nuestra.

Pues tam­bién, asumámoslo de una vez, de este «racismo» diabólico infiltrado en las religiones emanan las restantes discriminaciones racistas que en el mundo se practican.

Un creyente jamás podrá discriminar a su hermano, por el motivo que sea. Y que se hagan vida en nosotros las palabras de ese otro gran sufí, Yunus Emre[1]:

"El odio es nuestro único enemigo. Para nosotros el mundo entero es Uno. No estoy en la tierra para sembrar la guerra y la enemistad. El amor es la misión y la vocación de toda la vida. Que una única palabra pare la guerra: «Ama y sé amado». Hacia nadie sentimos odio. Todo el mundo es igual para nosotros".

El hoy de la acogida

Habiendo constatado lo absurdo de su actitud de recha­zo, fruto de un apego exclusivo a una religión que le llevaba -en el mejor de los casos- a un proselitismo contrario al Principio y con la Energía del Gran Mar en la memoria que, a través de la dura alquimia de la duda, le impele a buscar y a experimentar sin tregua, no las formas religiosas que el Mar, en su flujo, ha ido llenando, sino el propio Mar en su reflujo hacia el Origen,

el sufí Ibn ‘Arabí llega a su HOY en el cual su corazón, rotas las estrecheces de su propia religión, se transforma alquímicamente desde la raíz, y con un grito, como de parto y parti­da, confiesa:

"Hoy mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas religiosas".

Al corazón de «hubo un tiempo» amurallado, miope y excluyente, que veía oposición, competencia y error indiscutible en las otras religiones, le sucede ahora un corazón nuevo, transformado por lo cósmico y original, todo él sosegado, que le permite una fraternización reli­giosa más completa, y la iluminación, desde dentro, de las opacidades de las diversas formas religiosas.

Un corazón receptáculo, respetuoso y sincero, de todas las formas religiosas. Al corazón de «hubo un tiempo» seguidor estricto y puntual de una religión y de una Ley, esclavo de normas y ritos, de doctrinas y ortodoxias, convencido de que sَlo en su forma religiosa había salvación y acceso a Dios, le sucede el corazón del ahora, alumbrado a la conciencia, humilde de verdad, parido a la auténtica madurez personal, a la fe-encuentro personal y comprometido con Alguien.

El corazón del ahora, el de la experiencia honda y única, del acercamiento, en desnudez y libertad, al Dios Vivo y Vivificador, al Dios de la Noche oscura, pero con la certeza de un luminoso Sol central, interior e implacable que no consiente ser tergiversado. Un corazón guiado por otro Espíritu, por otra Verdad, por otra Mano, más allá de las «religiones», finaliz

ado el momento de explicárselo y arribado el momento de dejar­se implicar.
Un corazón convertido, por la gracia de Arriba y la actividad pasiva de abajo, en receptáculo de todo lo bueno, de todo lo verdadero, de todo lo justo que hay en todas y cada una de las formas religiosas; llegado, la frase escalofriante de Ibn ‘Arabí, a convertirse en receptáculo incluso de la forma religiosa de «templo de ídolos», porque ése también, como las demás formas religiosas, no es sino aspecto de insaciable Hambre y de insaciable Sed. Porque, como diría el propio Ibn ‘Arabí:

"Dios, el Omnipresente y el Omnipotente, no está encerrado en ningún credo ni religión, porque donde­quiera que os volváis, allí está el rostro de Dios".

Y volviendo al templo de ídolos confesará con exacta claridad:

"Cada cual reza lo que cree; su Dios es la hechura de sí mismo, y al rezar, se ora a sí mismo. Por eso, anate­matiza las creencias de los demás; lo cual no haría si fuese justo, porque el desagrado hacia la religión ajena se basa en la ignorancia".

Y no sólo en una ignorancia de doctrina sino de Dios, de experiencia ardiente de su Misterio.Un corazón nuevo que, desde la nueva perspectiva, fruto de esa experiencia, deja de identificar ya las formas religiosas con Dios o con Su Voluntad, pues soَlo en eso consiste la idolatría.

Pero, al mismo tiempo, no desprecia nada de las religiones, sino que se encuentra en solidari­dad fraterna con todas sus formas y con todos sus cami­nos, pese al grito y a la condena de los funcionarios de las religiones que siguen identificando a Dios con esta o aquella forma: pues en cada forma, en cada religión, pese a sus opacidades, pese a sus torpezas y pecados, descubre su imprescindible papel de alumbradora y pedagoga del Misterio.
El texto de Ibn ‘Arabí, además de su belleza literaria, es de una hondura teológica insospechada para quien no haya hecho la experiencia de lo Hondo ni sentido la quemadura del Fuego. Por eso, liberado y seguro, Ibn ‘Arabí proclama:

"Ahora, mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y kaaba de peregri­nos, Tablas de la Ley y Pliegos del Qorán".

Sólo un corazón así -todo el ser transformado por la experiencia de Dios, y no única y principalmente pertre­chado de doctrinas y teologías- sabrá dialogar y convivir en espíritu y en verdad. Porque ese corazón no hablará de «oídas» ni con palabras sabias pero vacías, sino desde lo vivido, desde el reflujo irresistible hacia el Origen, desde la experiencia del Fuego. Raíz y meta de todo auténtico diálogo.

No siendo así precisamente el diálogo al que nos hemos acostumbrado a llevar sólo palabras y discusiones teóricas sobre Dios, pero sin poner en común experiencias de lo divino: tal diálogo desde el espíritu y la letra en vigencia del «hubo un tiempo» es un diálogo muerto, que únicamente puede llevar a la discusión, al enfrentamiento doctrinal o al lucimiento personal: escasamente al conoci­miento del otro y raramente a la experiencia en común de Dios.
Según los sufíes verdaderos, sólo al corazón así renacido se le da derecho de ciudadanía cósmica plena, bula abierta para todos los templos y ritos, dispensa para todos los credos y creencias, visado universal para ir por la creación entera con un afecto nuevo y tierno por todo, porque en todo ve huellas del Viviente, del Amado, de Dios:

"En el mercado y en el claustro,
sólo vi a Dios.
En el valle y en la montaña
sólo vi a Dios.
Lo he visto detrás de mí
en la hora de la tribulación
y en los días del favor y la fortuna.
No vi alma ni cuerpo,
accidente ni sustancia,
causas ni cualidades:
sólo vi a Dios.
Abrí mis ojos,
y gracias a la luz
de Su rostro circundándome,
descubrí en todas las miradas
al Amado".
(Bābā Kuhi)[2]

Su diálogo brotará entonces como un torrente en creci­da, y lo entenderán todos, pues sus palabras no se dicen primaria y fundamentalmente desde una cultura, una filosofía o una teología, sino desde la experiencia de Dios. Su raíz es la Raíz. Porque en el grito abismal, en la soledad de dentro, en la intemperie del Espíritu, nos entendemos todos, ya que ahí recuperamos las palabras exactas de nuestra primera lengua común y la fraternidad encomendada por la Luz y el Fuego, por el Mar y Su reflujo.

Porque profeso la Religión del Amor

Sólo cuando el corazón, el ser entero, está así convertido estará por ello también en condiciones para un verdadero diálogo interreligioso.
Porque sَlo entonces Dios será la raíz última, la savia única y la luz exacta que mueva a los creyentes al encuentro desde sus diferentes formas y caminos religiosos. Ya no cabrá ir en nuestros diálogos a convencer al otro ni a convertir a nadie, ni quedar diplomáticamente bien con el otro; sino a salir de nosotros y del gueto de nuestros mundos religiosos para dejarnos convencer por Dios y permitir que Dios nos convierta. Porque -y los sufíes lo tienen muy claro- una cosa es convertirse a Dios, fin principal del diálogo y otra, muy distinta y secundaria, cambiar de religión.

La raíz de esta actitud nueva, imprescindible para un verdadero diálogo interreligioso, y que con frecuencia -teste historia- las religiones olvidaron, está, según los sufíes, en el Amor. Sin el menor titubeo lo proclama como si fuese una profesión de fe, el propio Ibn ‘Arabí:

"Porque profeso la religión del Amor y voy adondequiera que vaya su cabalgadura pues el Amor es mi credo y mi fe".

Para los auténticos sufíes, como para los auténticos seguidores de Jesús, el Amor es la única religión, la de todos, la de siempre, que trasciende a todos los credos y todas las formas religiosas, que reduce la división y trae la verdadera unidad entre los seres humanos: porque del Amor Divino salimos todos sin distinción y el Amor Divino no puede ser diferente ni hacer diferencias.
Por eso Rumi, en total acuerdo con Ibn ‘Arabí, y sobrecogido por la misma experiencia, proclamará alborozado y libre:

"Hallé el Amor
por encima de la idolatría
y la religión.
Hallé el Amor
más allá de la duda y de la realidad.
Afirmando con la seguridad que otorga lo que se ha experimentado:
Cuando uno adquiere
una cantidad infinitesimal del Amor, se olvida de ser yabri[3],
mago, cristiano o infiel".

Contagiado de Él y por El, el Amor se constituye en la única tarea de todo creyente, en su único trabajo, respecto a su relación con el ser humano y el resto de lo creado. Rumi[4] dirá:

"Excepto el Amor intenso,
excepto el Amor,
no tengo otro trabajo;
salvo el Amor tierno
no siembro otra semilla".

Cuando el sufí Rumi se siente poseído por el Amor proclamará sin rubor:

Soy todo Amor,
soy todo espíritu por tu Espíritu,
estoy lleno de Amor,
encendido como un árbol en llamas".

Y, en una explosión única, -que al no iniciado, preocupado más por aquilatar ortodoxias literarias le sonará a petulancia y desatino- su comunión con el Ser profundo de todo, uniendo en sí, gracias al Amor, todas las diferencias religiosas, los setenta y dos credos, todas las sectas, el infierno y el paraíso...:

"Si hay un amante en el mundo,
oh musulmán,
soy yo.
Si hay un creyente o un infiel
o un ermitaño cristiano,
soy yo.
La madre del vino, el escanciador,
el trovador,
el arpa y la música;
el amado, la vela, la bebida y la alegría del ebrio
soy yo.
Los setenta y dos credos y sectas del mundo no existen en verdad:
juro por Dios que cada credo y secta soy yo.
Verdad y falsedad, bondad y maldad,
facilidad y dificultad,
del principio al fin,
conocimiento, aprendizaje, ascetismo, piedad y fe,
soy yo.
El fuego del infierno, estad seguros,
con sus llameantes prisiones, sí,
y el Paraíso, el Edén y la Hurí,
soy yo.
Esta Tierra y el Cielo y todo cuanto contienen,
ángeles, hadas, genios y humanidad, soy yo".

Desde esa experiencia trans­­for­ma­dora, el diálogo va más allá de las palabras, y dejando el mundo frío y paralizante de las teorías y conceptos, sobre todo cuando de Dios se trata, se ahonda en el mundo del Ser y de la Energía primeros. El diálogo de las palabras no sólo resulta ya pobre sino que sobra según Rumi:

"Aunque el comentario hablado aclara,
el Amor mudo es aún más claro".

Pues, lógicamente, cuando el Amor se asienta en el receptáculo humano, el diálogo del Amor es superior al de las ideas humanas:

"El intelecto es ignorante
y queda perplejo
en la Religión del Amor,
aunque pueda conocer
todas las sectas de la religión".
(Ibid.)

Para los sufíes, las divisiones religiosas, las diferencias doctrinales, los odios y las guerras entre los creyentes son producto, ante todo, del desamor. Las doctrinas son el pretexto. Por tanto, para volver a unir a los creyentes, el mejor diálogo es el que nace del Amor; no sólo el mejor sino el único, pues el Amor une y reúne lo disperso, cambia lo más opuesto transformándolo en bondad.
Es Rumi una vez más:

"A través del Amor las espinas
se transforman en rosas,
a través del Amor el vinagre
se transforma en dulce vino
A través del Amor la pira
se transforma en trono,
a través del Amor el revés
de la fortuna buena suerte parece,
a través del Amor una parrilla cubierta de cenizas semeja un jardín.
A través del Amor el demonio
se vuelve una hurí.
A través del Amor la dura piedra
se torna blanda cual manteca.
A través del Amor la congoja
es alegría.
A través del Amor se transforman
en ángeles los vampi­ros,
a través del Amor las picaduras
son como miel,
a través del Amor los leones
son inofensivos como raton­cillos,
a través del Amor la enfermedad
es salud,
a través del Amor la ira
se torna en misericordia".

Llegados aquí, el sufí se hace consciente de que el verdadero diálogo religioso, igual que la búsqueda de la Realidad, no se lleva a cabo desde fuera, desde el estudio de las formas religiosas, desde los templos y las filosofías, sino desde dentro, desde el corazón ebrio de Amor. Por ello, cuando los diálogos religiosos no arrancan de ahí, se convierten en pura verborrea que deja los corazones insensibles y a las personas tan distantes y tan extrañas.

La experiencia, entre otros, de Ibn ‘Arabí y de Rumi es modélica en tal sentido y de lo más concluyente. Su bús­queda es la imprescindible pedagogía para cuantos buscan su Realidad y su real encuentro con los demás, más allá de las palabras. Rumi una vez más:

"Cruz y cristianos,
de extremo a extremo, examiné:
Él no estaba en la cruz ya.
Fui al templo del ídolo,
al antiguo templo del fuego;
no hallé señal alguna allá.
a las alturas de Herat subí
y fui a Kandarar;
miré: ni en la elevación
ni en el llano estaba Él.
Decididamente escalé la cima
de la montaña de Qāf;
allá sólo estaba
la morada del ave fénix.
Me dirigí a la Kaaba
no estaba en ese sitio
frecuentado por jóvenes y ancia­nos.
Pregunté a Avicena
acerca de su estado;
se hallaba más allá de los límites
del filósofo Avicena.
Me encaminé hacia el escenario palaciego poco distante,
y Él no estaba en la eminente corte.
Escruté mi propio corazón;
y a Él vi allá dentro,
en ningún otro lugar estaba".


[1]. Uno de los grandes místicos y el mayor poeta en lengua turca (M. ~1320).
[2]. Gran poeta y sufí persa, de Shirāz (M. ~1039).
[3]. Musulmán seguidor de una escuela cuya doctrina era el determinismo fatalista.
[4]. Uno de los más grandes poetas y maestro sufí persa (M. 1273).


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