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Massmediación y Cultura Política. La Cultura Política Construida Por Los Medios De Comunicación (1989-1998).
Sherline Chirinos . Jesús Puerta. 2009.
Indice
Introducción
Capitulo I. Las dimensiones de la Massmediación política
1.- Crisis de representación y Massmediación de la política
2.- Espacio público y medios de comunicación
3.- Los imaginarios políticos colectivos
4.- El discurso como bien para el consumo cultural
5.- Discursos como actualización de estrategias
Capitulo I
_______ Las dimensiones de la massmediación política
_____________ 1.- Crisis de representación y massmediación de la política:
Hoy universalmente es tan resaltante la importancia de los medios masivos de comunicación en la actividad política y, más específicamente, en la construcción de la cultura política, que ellos se han convertido en una variable independiente a la hora de hablar de las nuevas realidades de la democracia en el mundo.
Como señalan Marcelino Bisbal y Pasquale Nicodemo “pensar la política fuera de los medios es realmente impensable” (Bisbal, Nicodemo, 1997: 455). Por su parte, Néstor García Canclini señala que “la política se ha mudado a los territorios de la comunicación masiva y el consumo” (Canclini en GONZALEZ et al., 1996: 3). Y Beatriz Sarlo reitera: “Se podría decir: la esfera política se ha massmediatizado y la escena política es una escena electrónica” (Sarlo, 1992, citada por Bisbal, 1989: 32).
Esta centralidad de los medios de comunicación en la actividad política contemporánea, justifica por sí misma las incursiones investigativas en este campo. Pero también puede constituir un hecho tan brillante que puede llegar a encandilar a los estudiosos. Por eso es importante dotarse de un punto de partida teórico bastante consistente.
Tanta es la importancia que han adquirido la dimensión comunicacional y la significación de los medios masivos en ella, que los autores mencionados no dudan en afirmar que “la sociedad y todo lo que acontece en ella tiene que ser pensado en términos de comunicación” (BISBAL y NICODEMO, Ibidem).
María Daniela Corredor confirma:
En la democracia actual, los medios de comunicación se han convertido en un sistema parapolítico que influye en el sistema, las instituciones, los ciudadanos y los modos de relacionarse, con, desde y hacia el poder. En un contexto en el que la indiferencia y la apatía han ido ganando terreno, frente a la pérdida de credibilidad y confianza en las instituciones, los medios han fungido como actores políticos, ocupando espacios que anteriormente pertenecían en exclusiva a los partidos, articulando las demandas entre el estado y la sociedad y exportando sus formatos, tiempos y rutinas al ejercicio de la función pública (Corredor, 2003 en COMUNICACION, pag. 5)
La reflexión sobre la democracia actual ha encontrado en esta realidad mediática, que ha llegado a desplazar en ciertos aspectos a las instituciones representativas modernas tradicionales (los partidos políticos), un motivo de reflexión y debate transcendental. Algunas voces, especialmente Sartori, han denunciado los peligros que implica para la democracia lo que ha denominado la vídeopolítica. Los costos que a la democracia representativa clásica ha ocasionado esta nueva situación, ha conllevado al abandono de cualquier intento de política ilustrada, a la banalización del discurso político y la manipulación de las decisiones y la opinión pública. Desde otra posición, se sostiene que las nuevas realidades mediáticas permiten una nueva “transparencia” (Vattimo) que en el límite, permite visualizar una nueva utopía de la participación electrónica interactiva en la cual las diferencias se posibilitan y hasta se respetarían.
En todo caso, la relevancia de los medios en la política actual, el fenómeno de la llamada “massmediación” de la política, es un aspecto importante, pero no único, de una crisis más general de la democracia representativa en el mundo, crisis que, iniciada hacia la década de los ochenta, reedita la situación de principios del siglo XX, cuando las formas modernas tradicionales del parlamentarismo y los agrupamientos políticos correspondientes, evidenciaron sus deficiencias para canalizar las demandas sociales hacia el estado, combinar las consideraciones técnicas y las representativas a la hora de la toma de las decisiones estatales, y así posibilitar una identificación a los nuevos agrupamientos sociales.
Aquella crisis de las primeras décadas del XX, correspondientes al surgimiento de una sociedad de masas y su contradicción con formas ya superadas de canalización y representación política (“publicidad” las llama Habermas), dieron la posibilidad de la emergencia de los sindicatos y los partidos políticos como mediaciones institucionales capaces de ofrecer soluciones a los problemas de unidad política de la nación, y de traducción y síntesis de los intereses particulares para generar intereses generales sustentadores del orden democrático representativo.
Ahora, y desde por lo menos los ochenta, las transformaciones sociales van por el mismo camino de pérdida de sentido de las antiguas instituciones representativas y muestran los mismos síntomas de complejificación social, fragmentación de las identidades políticas y sociales, deslegitimación de las instituciones asociadas con el parlamentarismo (sobre todo los partidos políticos) y demás mediaciones institucionales entre intereses particulares, cada vez más fragmentarios y diversos, y los intereses generales, cada vez más difusos y difíciles de definir.
Esta crisis de la representatividad política (que, insistimos, es mundial) ha encontrado en la teoría política (filosofía, Derecho, ciencias administrativas, economía, politología) respuestas que hacen énfasis, bien en la construcción de mecanismos y procedimientos institucionales, formalizados en leyes y reformas constitucionales, bien en la insistencia en la búsqueda de nuevos caminos de construcción de identidades, como puede ser esta tendencia de encontrar comunicación donde antes se hallaba la representación (cfr. Novaro, 2000).
La relevancia de lo mediático relacionado con la política ha posibilitado el diseño de un nuevo campo de saber que, en ocasiones, se vislumbra como una subdisciplina y hasta una profesión: la comunicación política. Concebida como “el proceso de transmisión y recepción de mensajes desde y hacia los componentes del sistema político”, ella no sólo reivindicaría como asunto suyo las estrategias comunicacional y publicitaria, sino también la Estrategia Política, y en ocasiones la oferta política misma. Esos serían los tres niveles estratégicos de la Comunicación Política: el diseño de la propuesta política, la elaboración del discurso correspondiente y la construcción de la imagen. De esta manera, se realizaría en el plano académico lo que en el político-práctico se evidencia con el desplazamiento de los partidos por los medios. Sería asunto “profesional” de la comunicación política (y ya no del líder político), la confección misma de la propuesta política, del programa. El nuevo profesional asumiría el rol del ideólogo inaugural del partido político moderno.
Es posible que todo esto sea una expresión de la secularización de la política, de la pérdida de su “aura” utópica o “encantadora”, procesos propios del ambiente postmoderno señalado por muchos autores. En todo caso, también cabe interpretarlo como un movimiento nihilizador, una pérdida de sentido trascendental del programa o ideología política, acompañada por su reificación, alienación y mercantilización (el asesor comunicacional cobra por su trabajo; no se “entrega” a la nueva “misión” que ha elaborado por encargo).
El sistema de los medios ha impactado de tal manera el sistema político, que éste ha perdido el control sobre la propia visibilidad de los políticos y dirigentes, la gramática misma de los programas políticos (pasándose del modelo ensayístico y narrativo oral o escrito, al modelo audiovisual espectacular, hecho de unidades mínimas de slogans o flashes imaginísticos), el reclutamiento y selección del personal político, al pasar a las televisoras la decisión acerca de la notoriedad de los posibles líderes y productores de opinión, e incluso la distinción entre lo público y lo privado, en el sentido de la diferenciación entre lo que se puede difundir y lo que no se puede difundir (cfr. Grandi, 2002, en DESIGNIS, 2).
Dominique Wolton (en Gauthier, Gosselin et al, 1998) llama la atención a las distintas correlaciones de fuerza establecidas entre los tres factores de la “comunicación política”1: los políticos, los periodistas y la “opinión pública a través de los sondeos” (Wolton en Idem: 110), los cuales, en el procesamiento de sus conflictos, establecen en conjunto la selección de los temas objeto de disputa pública-política, además de excluir de la consideración a aquellos asuntos acerca de los cuales ya no hay más enfrentamientos. Es lo que Wolton denomina “función de agenda” que presenta dos niveles: el primero, en el cual los medios (los periodistas), los políticos y la opinión pública pugnan por establecer la jerarquización entre los temas de disputa pública; el segundo, la relación entre la “comunicación oficial” (es decir, lo visible en el espacio de la comunicación política) y el estado real de los debates en la sociedad. El “equilibrio inestable” entre los tres factores señalados, determina algunas “contradicciones”, entre la cuales se cuentan la extensión exagerada del espacio público y en consecuencia el político, en desmedro del espacio de la sociedad civil; se llega a confundir espacio público y espacio político; se difumina la frontera entre lo privado y lo público; se convierte la aparición en los medios en criterio de legitimidad (lo cual es rasgo fundamental de lo que para este autor es la mediatización de la política); la confusión entre representatividad y acceso a los medios y visibilidad; la simplificación de la argumentación política; el extremo desequilibrio entre el acceso a la información y la posibilidad de actuar y participar politicamente por parte del ciudadano (cfr. Wolton en Idem).
Sin desarrollar aquí una discusión a fondo sobre las diversas posiciones en torno a las consecuencias de la massmediación para la democracia, que incluso podría representarse como una nueva ocasión de enfrentamiento entre los “neo-apocalípticos” y los “neo-integrados”, nosotros estimamos desencaminados los intentos del reduccionismo mediático o “hipermediatización de lo político”.
En primer lugar, cabe aclarar que cuando se habla de la actuación política de los medios, no nos estamos refiriendo a una realidad tecnológica, sino al agenciamiento y el uso que de esas técnicas realizan grupos económicos vinculados a empresas mediáticas determinadas, en función de intereses también determinados. Esto llevaría la reflexión hacia la problemática de la monopolización de la propiedad y por tanto del poder sobre los medios, cuya función pública es indiscutiblemente contundente, pero sin ningún control alternativo, por lo menos institucional.
Por otra parte, esta nueva mediación entre intereses particulares de una específica fracción burguesa (los propietarios de los medios y sus socios), el resto de las clases sociales y el estado, replantea la problemática clásica de la opinión pública, como mediación entre la sociedad civil y el estado, máxime cuando estas reestructuraciones se producen en medio de la conversión de esa sociedad civil en una multitud homogenizada concebida como público consumidor.
Un tercer aspecto es la redefinición, o más bien desplazamiento, de la Razón, como posibilidad argumentativa de conciliar lo justo y lo conveniente, en medio del uso masivo de técnicas manipulatorias, posibilitadas por los penetrantes medios televisivos, lo cual pone en cuestión la posibilidad misma del razonamiento argumentativo, como ha alertado y acusado Sartori. Existe de hecho un consenso entre diversos autores en señalar la decadencia de la política ilustrada moderna, en el sentido del encuentro de las argumentaciones de sujetos particulares racionales que pueden llegar a acuerdos y consensos mediante una discusión sujeta a supuestos éticos comunicativos, tal y como propone un modelo de situación ideal de habla como el de Habermas.
En nuestro país, el papel de los medios como agentes de socialización política ha sido ampliamente reconocida, especialmente en los estudios politológicos y de la comunicación desde la segunda parte de la década de los setenta, y especialmente en los ochenta, acompañando los análisis acerca de la crisis de la democracia representativa y de sus instituciones más importantes: los partidos políticos.
En Venezuela se ha establecido como fecha de referencia de este proceso de massmediación de la política, la campaña electoral de 1968, cuando los candidatos de AD y COPEI utilizan masivamente los medios radiotelevisivos. Pero fue la campaña presidencial de 1973 cuando las cuñas de TV se convierten en el medio privilegiado para la acción política, se generaliza la contratación de asesores extranjeros que introducen masivamente en el país el marketing político, y se generaliza la utilización de encuestas, tanto como instrumentos de orientación de la propaganda, como elementos de propaganda en sí mismas. El fenómeno ha coincidido y se ha constelizado con la disminución de la afiliación política, el aumento del voto “independiente”, la volatilidad del electorado y la abstención. Todo esto culminando con la ya señalada sustitución de los partidos políticos por los medios, fenómeno internacional del cual no se escapa Venezuela.
Pensamos que nuestro país es un caso excepcional para estudiar la massmediatización de la política, especialmente en el “proceso” que va desde 1989 hasta nuestros días, especialmente con la abierta conversión de las empresas mediáticas en bastiones de la oposición y la formulación de una ideología según la cual los periodistas deben asumir el rol de políticos profesionales, echando a un lado la legitimidad de valores tradicionales del periodismo tales como la veracidad, la imparcialidad y la “objetividad”. Precisamente por eso, el examen empírico lo delimitamos entre 1989 y 1998, como etapa preparatoria a la crisis revolucionaria que ha durado ya varios años. Pero esto último sería materia de otras investigaciones.
Si atendemos a las funciones atribuidas tradicionalmente a los partidos políticos, podemos percatarnos que ya muchas de ellas son cumplidas por los medios: comenzando por la socialización de la cultura política entre las masas, el suministro de información y planteamientos programáticos, debidamente integrados a partir de las exigencias dispersas de la colectividad, necesarios para que los electores tomen sus decisiones; la canalización de las demandas sociales hacia el estado, terminando con la movilización de las masas para su participación en el proceso democrático (cfr. Álvarez en Varios Autores, 1995: 88).
Los políticos profesionales han pasado a ser “media-dependientes”, en tanto acatan la agenda de los problemas públicos que los medios imponen. Se ha llegado a identificar la puesta en escena mediática del debate, con el proceso político mismo. Además, se nota un pronunciado proceso de “desideologización” de los partidos políticos modernos históricos. La situación se ha visto acompañada por la tendencia a la concentración de la propiedad de los grandes medios y la “exagerada irresponsabilidad que se ha alcanzado en los medios radioeléctricos del país” (Álvarez, Ob. cit: 86). Diversos estudios empíricos han mostrado que
(…) los medios inciden a largo plazo de dos maneras en el proceso político. En primer lugar, fijan la agenda de temas y personas políticamente relevantes; en segundo lugar, establecen y perfeccionan un estilo comunicativo que pudiéramos llamar demostrativo (para usar un término de la clásica tipología aristotélica sobre los géneros retóricos) que impone a sus usuarios el estilo de discurso del espectáculo que no pide a la audiencia más que el aplauso o el reproche emocionado, reduciendo así al ciudadano al rol de espectador y al político al del farsante (Álvarez, Idem: 94)
Por otra parte, estudios empíricos y teóricos en diversas partes del mundo, especialmente en el área anglosajona, han comprobado que los medios no determinan, de una manera causal e inmediata, las inclinaciones de la gente, como sostenía en los cincuenta la llamada teoría de la “aguja hipodérmica”. Entre el mensaje, la recepción y la apropiación por parte de los receptores, existen múltiples “mediaciones” (como las llama el comunicólogo Jesús Martín-Barbero), que hacen depender la suerte de los mensajes mediáticos de una compleja trama de factores, usos del tiempo, redes sociales, convicciones previas, funcionamientos cotidianos, que tamizan los mensajes mediáticos. No hay, rigurosamente hablando, “efectos” de los medios. Hay más bien un complicado proceso de apropiación, interpretación y adaptación de los mensajes y signos de los medios al conjunto de determinaciones de los grupos de la sociedad.
Lo que sí se ha demostrado en esos mismos estudios, es la incidencia significativa de los medios en los procesos que llevan a la fijación de la agenda pública, es decir, la lista de temas, el repertorio de asuntos, que centran la atención pública en un momento determinado. Los medios contribuyen a determinar qué es lo importante, quién debe ser escuchado y cómo debe abordarse el tema. Esto es lo que se ha denominado la teoría de la agenda-setting. Pero aún en esto, el poder de los medios no es ilimitado.
Incluso en la imposición de la agenda, habría que observar la compleja relación de multicausalidad, entre cada uno de los medios, sus oficinas de redacción en la aplicación de sus correspondientes líneas (algunas de ellas, “bajadas” directamente por los dueños), las fuentes y los acontecimientos. Cada uno de estos factores influye, en constelaciones de fuerza efectivos, en la determinación de la agenda pública. Se dan situaciones en que la agenda es dictada por la fuente (por ejemplo, el Presidente de la República), aun cuando el medio está claramente adverso a ella. De todos modos, pueden observarse (y se observaron en el período 2000-2003 en Venezuela) la ejecución de planes propagandísticos orquestados desde los medios, aprovechando su potencia en la determinación de la agenda pública. Es decir, ya los dueños, jefes de redacción e incluso periodistas conductores de espacios de opinión determinados, se han percatado de su poder (que es un poder político) e incluso pueden llegar a desarrollar un discurso justificador de su abierta parcialidad política, a despecho de la tradición de “imparcialidad y objetividad” tradicionales del periodismo informativo comercial.
En otro orden de problemas, tenemos que, de acuerdo a la teoría de la espiral del silencio, los medios pueden llegar a ser una referencia para establecer en cuáles temas o apreciaciones hay opiniones aparentemente mayoritarias, y ésto condiciona la expresión misma de las opiniones por parte de los individuos y grupos, y hasta puede llegar a determinar la omisión, el silencio, de alguna opinión, justamente de aquella que contradiga el “clima general”. Por ejemplo, si los medios hacen ver que una opinión mayoritaria de la clase media es opuesta al gobierno, pudieran llegar a inhibir la expresión de una opinión favorable al gobierno en ese medio social. Subrayo la connotación de simple posibilidad condicionada, implícita en el uso del subjuntivo del verbo. Lo notable es que incluso esta espiral del silencio, en ciertas circunstancias puede llegar a neutralizarse por el efecto de otras tendencias sociales.
En cuanto al otro aspecto, apuntado por Álvarez, el de la imposición del estilo y el género discursivo de la política, nos remite a consideraciones de dos órdenes: una, de naturaleza semiótica; otra de tipo histórica-filosófica, relacionada con los cambios en las gramáticas del discurso político en un presunto ambiente postmoderno.
Para Eliseo Veron, en relación a la massmediación de la política, el primer hecho sociohistórico a tomar en cuenta es el efecto disolvente que la situación económica de relativa prosperidad de la postguerra, tuvo sobre las estructuras tanto económicas como políticas, que posibilitaban la cohesión identitaria de los colectivos sociales. Por cierto que la forma en que se constituyen esos colectivos alrededor de una identidad, es una problemática que el mismo autor valoriza como central en estos tiempos (cfr. entrevista con Veron, en DeSignis/2). De hecho, contrariando y complementando teorías que abordan la cuestión de los intereses y las racionalidades con criterios comunes a la teoría ética, la economía y el derecho (teoría de la elección racional), Veron destaca que los colectivos actúan también en persecución de identidades, y la racionalidad de su acción debe abordarse desde los costos y beneficios simbólicos que contribuyen a la construcción de esas identidades.
Veron destaca que el debilitamiento del sistema político (indicado por la desafiliación partidaria y la abstención) ha llevado a una nueva situación, en la cual los medios masivos de comunicación funcionan como dispositivos para la conformación de las identidades de los colectivos, a través de la construcción de los elementos semióticos necesarios para ello. El problema es que los medios desde siempre están sometidos a la gestión del mercado del consumo, el marketing (la información es otra mercancía entre otras), y éste se organiza como una lógica de corto plazo, cuyo “ritmo” es incapaz de constituir colectivos de largo plazo propios de la actividad y la identidad política, y de los discursos políticos filosóficos propios de la modernidad, agregaríamos nosotros. Esto lleva a una situación peculiar que Veron describe así:
Asistimos, por un lado, a la decadencia del campo donde se ejercía la gestión de los colectivos de largo plazo (el de lo político) y por otro, al dominio creciente de otro campo (el de los medios) esencialmente orientado por la gestión de los colectivos de corto plazo: éste es, según mi opinión, el sentido profundo de la crisis de legitimidad de lo político de la que tanto se habla hoy (Veron, en Varios autores, 1998: 230)
En los resultados de este estudio, vemos que la oferta informativa y la oferta ideológica de los medios resuelven este problema del largo y corto plazo. El régimen de visibilidad mediática, como veremos, incide en el proceso de identificación de las categorías sociales y los agrupamientos políticos.
Hay un fenómeno específicamente semiótico asociado a la massmediación de lo político: la desestructuración de la especificidad del discurso político. Este proceso, que se inicia con el enriquecimiento semiótico del discurso político, cuando se le agrega al registro simbólico (en la terminología peirceana: el uso del lenguaje hablado o escrito, sometido a reglas convencionales), el orden icónico (imágenes) e indicial mediatizado (proxémica, huellas, indicios “directos”); esas transformaciones culminan en un cambio de la gramática del discurso político, determinada ahora por la lógica propia del marketing, por el cual se estructura únicamente en función del indeciso (el paradestinatario), obviando el adversario (el contradestinatario) y el partidario (el prodestinatario). De esta manera, el componente programático desaparece. El discurso ya no ofrece la formulación de reglas, sino ofertas atractivas a los posibles clientes; por eso no puede servir para construir identidades a largo plazo. El discurso mediatizado, sometido a la lógica del marketing, ya no construye argumentativamente un proyecto propio de un colectivo de consistentes bases identitarias de largo plazo.
Otras intervenciones de Veron dan a entender que el encuentro de las dos gramáticas, la del marketing y la de la política, no resulta en un híbrido, no pueden llegar a ser una mezcla estable; de allí que el análisis del discurso político no pueda agotarse en el modelo persuasivo o retórico propio de la publicidad comercial. En todo caso, se percibe que ese intento de mezcla o, mejor, de sometimiento del discurso político a la gramática del marketing, significa una decadencia del primero.
Atendiendo al mismo problema, pero tomando una posición un tanto distinta, Marcelino Bisbal advierte que
Y serán estos mismos medios de comunicación los que harán entrar en franca crisis al quehacer político ilustrado, para dar paso a un quehacer político espectacularizado con nuevos signos de confrontación y de reflexión que hacen que la política y lo político tengan que ser asumidos, si no queremos hacer que ellos desaparezcan de la realidad cultural actual, desde perspectivas/posturas teóricas y prácticas distintas a la que nos acostumbró la idea de modernidad ilustrada (Bisbal, 1999:92)
A lo que apunta Bisbal, más que a la celebración de la muerte de la “política ilustrada”, es a la nueva “secularización” a la que los medios someten a la actividad política, dejando aparte la “nostalgia de lo ilustrado” o la crítica amarga de quienes ven en esto una clara decadencia (Sartori, sobre todo). Estudiar el sello que los medios han impreso en la práctica política, señala Bisbal, es observar el cambio de las “reglas de juego”, incorporando el mensaje político al “lenguaje del espectáculo” propio de la cultura mediática. Los medios ya no sólo reproducen la política y sus actores (los “políticos”), sino que instauran su agenda, determinan sus notoriedades, diseñan su espectáculo, convirtiéndose en “el nuevo escenario” y, sobre todo, sus “nuevos actores”, dado el fenecimiento de la “lógica de la representación” de los partidos políticos, y su sustitución por las pantallas como lo muestran diversas mediciones acerca del prestigio comparativo de las instituciones, entre ellas los “medios de comunicación”. Cabría aquí toda una discusión acerca de los supuestos teóricos y epistemológicos que permiten colocar instituciones como los partidos, la Iglesia, el Parlamento y las FFAA, al lado de los canales de televisión.
Como resumen de este punto, podemos puntualizar que muchos investigadores han advertido que la relevancia política de los medios masivos, guarda una relación directa con la crisis de la democracia representativa y de los partidos políticos. El hecho de la decadencia de los partidos políticos, de su desideologización, de la pérdida de su capacidad de movilización, de su incapacidad para la canalización de las demandas sociales y la sistematización de programas de acción política, del ocaso de su rol socializador, de su función de presentar los equipos de gobierno, etc.; todos estos hechos, repito, se han producido mientras los medios han potenciado su eficacia política. Estamos en una nueva época en la cual los medios sustituyen a los partidos políticos en lo sustancial de esas funciones políticas que le eran propias hasta alrededores de la década de los sesenta.
Esta sustitución del partido por el medio, tiene múltiples consecuencias:
a) a nivel semiótico, cambios en el discurso político mismo, cuya estructura, bajo el impacto de la nueva gramática mediática (sometida al marketing), desdibuja sus rasgos argumentativos, ideológicos o por lo menos programáticos, para convertirse en espectáculo, puesta en escena dramática, efectismo emocional, cuestión de imágenes más que de razonamientos, o, dicho en términos semióticos, caros a Veron y Peirce, un enriquecimiento semiótico con elementos de Primeridad (estados, emociones) y Secundidad (iconos, imágenes), aparte de los tradicionales de la Terceridad (símbolos normalizados, lenguaje ordinario, sometidos a reglas convencionales).
b) La representación del actor político mismo cambia y pasa, de ser un colectivo (el partido) a la imagen de un individuo peculiar con atractivos especiales. El personalismo tradicional es reinventado por los medios, gracias a su capacidad de construir una ilusión de intimidad en la relación directa con el líder. Este fenómeno del personalismo se ha interpretado en la teoría política, tanto como síntoma de la crisis de las instituciones y la racionalidad política en general, como una nueva posibilidad de reconstrucción de identidades colectivas en medio de una crisis de representación política propia de una sociedad más diferenciada y fragmentada, que lleva a una mayor dificultad para vincular los intereses particulares con la construcción de una “Unidad política” (nacional, estatal) con sus “intereses generales”.
c) El tiempo del mensaje político (corto plazo) termina de independizarse del tiempo de resolución de los problemas políticos (largo plazo). Así, la inmediatez o espectacularidad del anuncio de un proyecto, oculta el seguimiento de su realización. La memoria, factor constructivo de identidades, tiene en contra la proliferación informativa. Los escándalos hacen efímeros los debates sustantivos. Adquieren relieve los aspectos circunstanciales, sensacionalistas (o triviales: la chismografía), eclipsando la reflexión acerca de las consecuencias, lo procesual, lo complejo o estructural.
d) La movilización de las personas, al desvanecerse las “maquinarias” de los colectivos partidistas, depende más de las manipulaciones emocionales y, cuando éstas fallan, de los cálculos individuales, utilitaristas y egoístas (en el sentido económico del término: el balance de los beneficios personales contra los costos en tiempo y demás recursos). No es casual que la abstención crezca a partir de cierto punto de inflexión: cuando decaen los partidos y las campañas políticas tienen mayor ingrediente mediático: encuestas, cuñas, escándalos.
Todas estas afirmaciones, pueden resumirse en tres, las cuales pueden o no ser complementarias:
1) Asistimos a la muerte de la “política ilustrada” en la cual la argumentación y la construcción de un proyecto político era fundamental. El discurso político deja de ser única y principalmente argumentativo, para hacerse espectacular, con nuevos elementos semióticos (en la línea de Veron): icónicos e indiciales. Problemática fundamentalmente semiótica y, en lo que se refiere a la discusión de la postmodernidad, histórico-filosófico.
2) Los medios sustituyen en sus funciones2 a los partidos políticos, las instituciones que la modernidad, por lo menos desde el parlamentarismo del siglo XIX y especialmente desde comienzos del XX, asignó como función el de representar a los grupos sociales, sistematizar sus intereses y elevarlos al reconocimiento del estado, mediante la pugna por el poder. Línea de problemas politológico o sociológico, o incluso de la reflexión práctica (Derecho, ética).
3) Los medios de comunicación se presentan como el escenario por excelencia de la política actual. Algunos teóricos afirman que son constitutivos del espacio público. En todo caso, tienen un poder determinante en la delimitación del espacio de la visibilidad. Constituyen el régimen de visibilidad. Esto remite a un campo de problemas que atañen a la vez a la semiótica, a la sociología de la política y la racionalidad práctica.
Como hemos dicho, las tres afirmaciones no tienen porqué ser complementarias. Es más, se puede compartir alguna(s) de ella(s), y otra(s) no. Para aclarar un poco más esto, veamos cómo queda la problemática del espacio de lo público.
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1.La “comunicación política” según Wolton no es una subdisciplina que se encarga de las estrategias comunicativas para la realización de la política, sino más bien un espacio de confrontación.
2.En sus funciones, no en su legitimidad y legalidad, por ejemplo. Los medios son un poder público por la vía de los hechos, a menos que se asuma, como expresión jurídica de este nuevo poder, la puja por la desregularización de la comunicación social o la resistencia férrea a cualquier tipo de regulación de los mensajes desde el estado o las organizaciones sociales, justificada por una defensa a ultranza de una libertad de expresión, demasiado identificada con la propiedad privada sobre los principales medios. Cabría discutir, en el marco de la racionalidad práctica (derecho, ética) la igualdad de posibilidades de comunicación.
_____________ 2.- Espacio público y medios de comunicación:
Los medios de comunicación juegan un nuevo papel en la construcción misma del espacio público, un ámbito compartido por todos. Constituyen el espacio y el régimen de la visibilidad social por excelencia. Esto puede derivarse de los aportes de los distintos teóricos de la comunicación política ya aludidos. Pero es una cuestión a debatir si lo visible coincide justa y totalmente con lo público, y en qué sentido.
El concepto de espacio público tiene determinaciones filosóficas, jurídicas, sociológicas y comunicacionales.
Siendo el conjunto de bienes y objetos compartidos y visibles por la comunidad política (la ciudadanía), lo público es lo opuesto a lo privado; aunque esta oposición público/privado, como lo anota Arendt (1974), sufre en la modernidad un replanteamiento, dado el auge de lo social (como opuesto semántico de lo íntimo, lo personal, contrario al conformismo social), en la forma de la emergencia de los grandes problemas colectivos y, sobre todo, la emergencia de las masas en las concentraciones urbanas.
Las cuestiones administrativas del estado, la intervención abierta de éste en la economía y las relaciones sociales, y el auge de las relaciones públicas, las “imágenes corporativas” y los lobbys de las empresas productivas privadas, lo cual las lleva a “publificar” sus actividades, son situaciones que replantean, no sólo los límites entre lo público y lo privado, sino que llevan hasta a disolver esta oposición. El reino de lo social es también el reino de lo anónimo o impersonal. Así se imponen nuevas forma de lo visible y lo invisible.
Habermas narra la evolución de lo público desde el feudalismo hasta el capitalismo tardío, relacionando estructuralmente los ámbitos económico, político y social (los agrupamientos y colectivos). Así, mientras que la “publicidad representativa” del feudalismo define un escenario donde el Soberano, la Corte o los Sacerdotes, los portadores del poder, dramatizan y ostentan su poder; en la sociedad burguesa cambian profundamente la visibilidad y la comunicabilidad, y se convierte, a través de nuevos medios (la prensa política, las corresponsalías, la prensa periódica, la “literatura artística”, el debate en los pubs, salones y demás instituciones, incluida la masonería), en una mediación entre los particulares privados y el estado, dejando atrás el mero interés inmediato en el tráfico de noticias.
Los nuevos medios de la “publicidad burguesa” forjan a su vez una nueva institucionalidad que, en teoría, hace público el razonamiento con el cual se consideran los asuntos de interés general. El espacio público es el escenario de la disputa racional entre los actores políticos. Es la búsqueda de una mediación entre lo justo y lo conveniente (Kant), sujeta al intercambio de argumentaciones, donde pueden participar todos los ciudadanos (síntesis del hombre y del propietario privado), como auditorio y como opinantes. Los ciudadanos, como portadores de derechos y deberes en una democracia, tienen la posibilidad de observar, evaluar, reclamar, exigir, denunciar, juzgar y criticar, actos todos discursivos de los cuales dependen la legitimación, estabilidad y permanencia de las instituciones estatales, y por consiguiente tienen (o debieran tener) incidencia en la toma de decisiones.
En la misma situación histórica, acompañándose y reforzándose mutuamente, surgen los parlamentos, que representan una reestructuración del estado con su correspondiente desarrollo jurídico. De esta manera, el aprecio por la razón (el racionalismo moderno), el parlamentarismo, la prensa y los nuevos medios de comunicación, son fenómenos históricamente vinculados. Son implicados también en estas reestructuraciones, instituciones tales como la familia, las dinámicas decisionales del estado y, en general, las mediaciones entre las estructuras económicas, sociales y políticas.
Pero Habermas apunta un cambio fundamental entre el capitalismo de concurrencia y el monopólico. Las transformaciones se relacionan con el intervencionismo del estado en la economía, por una parte, y por la otra, la conversión de aspectos institucionales de las empresas en asuntos públicos (los lobbys y las relaciones públicas en general). Lo privado se socializa y lo público se privatiza. Esa tendencia general, Habermas la advierte hasta en las formas de contratación colectiva de trabajo. Igual ocurre con las familias, que se abren a lo público en cuanto participan del consumo cultural y el ocio organizado desde las empresas especializadas; pero también incluso en los diseños arquitectónicos y urbanísticos de las viviendas.
Pero la principal transformación se vincula a la masificación, como en la visión de Arendt. Lo público se convierte en el público. Este ya no está formado por sujetos privados racionales argumentadores (como se los representaron Hobbes, Kant, Hegel, Marx, Mill y Tocqueville); sino por una masa de consumidores de cultura, cultura masificada que no eleva a la cultura, sino que reduce los requerimientos de entrada a ésta y, con ello, la calidad de los bienes culturales, sustituyendo el marketing de los círculos de lectores a la crítica pública literaria. Esto se corresponde, a nivel científico-académico, con un cambio profundo en el concepto mismo de “opinión pública” que pasa a ser, en la psicología social y la sociología empírica, un estudio de actitudes mediante muestras estadísticamente construidas. El punto de partida, la representación teatral o dramatización pública del poder propia del feudalismo, retorna irónicamente al final del recorrido habermasiano.
Gurza Lavalle (1998) señala en Habermas un “romanticismo” ciertamente desubicado (si no francamente anacrónico) por idealizar el modelo clásico moderno de la opinión pública burguesa, el cual, aparte de ya superado por procesos históricos que el mismo Habermas describe, podría ser en última instancia, diríamos nosotros, “pura ideología”, es decir, sólo aspiración o utopía y no realización histórica efectiva; aun cuando reconoce Gurza Lavalle que es precisamente la elaboración de ese modelo lo que permite una perspectiva crítica de la situación actual de lo público. Habermas acierta entonces cuando permite observar que la situación de la “opinión pública” no corresponde ya (si es que en algún momento correspondió) a su modelo idealizado burgués, por cuanto se sustituye a un público raciocinante de individuos por un público colectivo aclamatorio, adscriptivo y, en consecuencia, de potestad delegada (…) Se desvanece la representación DE (…) para ceder terreno a la representación EN el escenario público (…) El público activo es relevado por toda suerte de instituciones y confinado a un mutismo de representación plebiscitaria (Gurza Lavalle, Ob. cit.: 121)
En esta destrucción del espacio público burgués, tienen su papel los medios (como instituciones, como mercancías, como tecnologías), no precisamente en un sentido democratizador, puesto que en la medida en que la mediación política asume un carácter esencialmente comunicativo se transforma en un campo fértil y codiciado para la valorización capitalista (…) los medios dejaron de ser controlados por una igualitaria sociedad civil de propietarios privados (…) se desbordaron y consolidaron tras una lógica de acumulación de capital, cada vez más ajena a una representación directa de la sociedad civil y (…) usurparon a la sociedad civil misma apropiándose a título monopólico del manejo legítimo de la opinión pública que, paradójicamente, no sería más sociedad civil (Idem: 122)
Por supuesto, esta visión crítica del espacio público mediatizado, toma distancia de las posiciones (derivadas de la subdisciplina de la comunicación política) de considerar unilateralmente a los medios como constitutivos de lo público, lo cual lleva a desestimar el rol manipulatorio mediático, que no es sino la otra cara de su verdadero rol destructivo (no exclusivo, de paso; más bien se concibe el proceso como una reestructuración del conjunto de la sociedad capitalista) del modelo ideal burgués de opinión pública.
Habermas deposita sus esperanzas en “el mandato de un público sostén de la autoridad” que sobrevive como legado de la Revolución Francesa y que constituye (por lo menos en la racionalidad práctica de la teoría política y jurídica) un “supuesto irrenunciable de las democracias” (Gurza Lavalle, Ob. cit.: 125). Esto es lo que permitiría, en esa visión, rescatar la criticidad de la opinión pública frente al poder, y ensanchar los límites de la opinión pública más allá de la capa de propietarios.
Otras tendencias teóricas (que Gurza Lavalle denomina “autonomistas”) recurrirían más bien a la posibilidad del desarrollo de espacios de la sociedad civil, relacionamientos o agenciamientos colectivos horizontales, que permitirían el desarrollo de nuevas posibilidades democráticas. Sería una línea de reflexión parecida a la planteada por Rigoberto Lanz cuando habla de “agenciamientos colectivos de enunciación” como soportes estéticos (en la clave proxémica de Maffesoli) de una “voluntad éticamente fundada” (cfr. Lanz).
En este punto es conveniente fijarnos en el status de los discursos en juego. El de Habermas, Gurza Lavalle, Lanz, etc. se mantienen oscilando alternativamente entre el campo de la descripción de procesos sociales, y la reflexión acerca de lo razonable, lo deseable o lo posible de acuerdo a la continuación de determinadas tradiciones de pensamiento de la filosofía política, moral o jurídica. Y no se trata de que hagamos una distinción tajante entre lo filosófico-ético-político y lo científico-descriptivo-explicativo. Al contrario; se trata de que el reconocimiento de las diferentes modalidades (o status) de estos discursos nos permite basar en algo más que una aspiración moral o estética (o arbitraria, como el mismo Lanz llega a reconocer de pasada) la postulación de una aspiración o una postura crítica que eventualmente devenga en un lineamiento para la acción (política). El reconocimiento de las reestructuraciones de lo público analizadas históricamente por Habermas, tiene que ver con los análisis y descripciones de la crisis de la representación y de la política misma (Martínez, Lanz, etc.); constituyen su explicación eventual y es lo que nos podría permitir identificar las lógicas que pudieran reorientar esas tendencias.
El espacio público en el capitalismo actual se reestructura entonces mediante un desplazamiento de la oposición público/privado, por lo social/íntimo, el cual igualmente se disuelve en la categoría de lo social anónimo (la burocratización y despersonalización del estado de un lado, la masificación de la sociedad por el otro) y la construcción de un público consumidor de cultura que desplaza semióticamente a la Razón argumentativa de la opinión pública, redefiniéndola también como mercado de opinión y matriz de actitudes.
Estas reestructuración se producen en el marco de:
1) una específica privatización de lo público en la forma propia de la etapa contemporánea y globalizada del sistema: la intervención estatal en la economía y los vínculos entre grandes grupos económicos y los poderes del estado; lo cual tiene como otra cara la monopolización de la propiedad sobre los medios de comunicación y opinión pública, patente en la concentración de la propiedad de las grandes empresas comunicacionales, y la efectiva sustitución o usurpación de la otrora “sociedad civil burguesa” (los particulares privados razonadores) por una parte del bloque burgués dominante: los propietarios de los medios;
2) una específica publificación 1 de lo privado, mediante la asunción de roles públicos, otrora exclusivos del estado, por parte de empresas y asociaciones civiles particulares, incluyendo desde empresas educacionales, de salud, etc. hasta el llamado tercer sector u ONGs, supuestamente excluidas de la lógica del mercado, desmercantilizadas, y con ello ubicadas en el ámbito de los asuntos comunes y sociales públicos. Esto abre la posibilidad de nuevos agenciamiento colectivos, nuevos espacios de organización y emergencia de la sociedad civil, pero también nuevas mediaciones entre los intereses particulares y los generales;
3) una representación política (re)construida sobre los fragmentos desplazados de las instituciones modernas mediadoras de la opinión pública (partidos políticos, sindicatos), en medio de un nuevo régimen de visibilidad dirigido por los medios de comunicación, que hace retornar la representación (teatral, espectacular) del poder como ostensión y porte de significaciones.
Los medios de comunicación masivos son condiciones de posibilidad para la visibilidad social y, por tanto, para la construcción del espacio público, en forma de escenarios y auditorios. Pero el régimen de visibilidad no es todo lo público. Los cambios que historicamente se han suscitado en éste, sólo pueden ser comprendidos en el marco de las transformaciones estructurales del conjunto de las mediaciones entre lo social, lo económico y lo político; transformaciones en el estado, en la dominación y en las formas de la hegemonía.
Así como lo público es la mediación entre lo social y lo estatal, entre las clases y grupos sociales y el poder del estado, es también la bisagra en la conformación de bloques históricos y hegemonías. Siendo lo público, a su vez, escenificado en los medios, donde se hacen visibles, se ponen en escena, se construyen y circulan sus significaciones, se comprende entonces el rol de los medios como posibilitadores de importantes fenómenos políticos-sociales.
Es más, siquiendo el pensamiento de Ernesto Laclau, siendo lo discursivo toda acción portadora de sentido yuxtapuesta a lo social, y siendo lo político el momento de institución de lo social, su “ontología” o “realidad” específica, caracterizada por la rearticulación de las prácticas en una hegemonía, posibilitada por desplazamientos discursivos (cfr. Laclau entrevistado por Guillermo Oliveira, en DeSignis/2), el escenario mediático es un lugar privilegiado para la construcción de las prácticas políticas y, por tanto, de las hegemonías. Pero lo mediático y su régimen de visibilidad no agotan ni lo público ni lo discursivo. Lo mediático tiene unos límites, que a la vez son sus determinaciones y oposiciones, que permiten la dialéctica de las transformaciones de lo público en su conjunto.
En tanto constructores de escenarios, los medios tienen una especial eficacia semántica al definir sentidos, coherencias y marcos interpretativos, además de construir referentes de acuerdo a una gramática específica. De esa manera producen una “visión del mundo”, un imaginario político colectivo, según el cual se configura una semántica y un mapa cognitivo específicos que orientan a los sujetos en una realidad construída semióticamente (=discursivamente).
Por otra parte, en tanto constructores de auditorios, los medios distinguen, agrupan y conforman comunidades hermenéuticas que interpretan, valoran, aprecian y, en definitiva, consumen cultura e información (cfr. García Canclini, 1993). En este sentido, los medios son condiciones de posibilidad de identificaciones colectivas.
Pero hay una tercera dimensión específicamente polémica de este régimen de visibilidad, en tanto muestra el desarrollo mismo de las luchas y el conflicto por el poder. Este nivel de análisis corresponde a las acciones e interacciones entre los actores, las estrategias desplegadas con el fin de legitimar sus posiciones, posicionarse en un espacio semántico y desde allí adquirir credibilidad, legitimidad y autoridad, formas específicamente discursivas o retóricas del poder, asociadas con las modalidades del discurso y sus manipulaciones interactivas.
Por supuesto, una reinterpretación semiótica del poder pasa por conceptualizarlo en tres perspectivas: como marca corporal (el castigo físico, la muerte misma o el premio, como referentes exteriores de lo discursivo; en general, la sanción y la amenaza como su signo intradiscursivo), marca racional (los fundamentos racionales de la legitimidad y, por tanto, del acatamiento) y marca retórica (los recursos persuasivos del discurso).
Nos encontramos entonces con tres perspectivas complementarias para estudiar la política en los medios:
a) como elemento de una semántica fundamental y un sistema referencial: una “visión del mundo” (imaginario colectivo) con su mapa cognitivo asociado a nivel individual con una hegemonía construida a partir de determinadas apelaciones,
b) como producto o bien cultural consumido y constitutivo de identificaciones colectivas y
c) como “movimientos” o acciones en el marco de una estrategia cuyo objetivo es el poder (en su manifestación discursiva: credibilidad, legitimidad y autoridad).
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1Aceptamos aquí el neologismo “publificación” (diferente a la “publicación”, que se entendería en el castellano ordinario como simple divulgación generalizada), en un sentido que se irá aclarando contextualmente a medida que avancemos en nuestro discurso.
_____________ 3.- Los imaginarios políticos colectivos:
Clifford Geertz expresaba en uno de sus ensayos que “el análisis cultural es intrínsecamente incompleto. Y, lo que es peor, cuanto más profundamente se lo realiza menos completo es” (Geertz, 1992:39). Efectivamente, plantearse, como en nuestro caso, analizar la cultura relacionada con la política (o la “cultura política”) contruida por los medios de comunicación, es una empresa de nunca acabar.
La “cultura política” es, por lo demás, objeto de varias teorías y de varias disciplinas. Así mismo, el concepto de “ideología”. Estos dos términos representan otros tantos abordajes, o incluso tradiciones teóricas, en la sociología. No pueden comprenderse aislados de sus respectivos contextos teóricos y metodológicos. Habría que esclarecer si los conceptos de cultura cívica e ideología son conceptos antagónicos o complementarios. Para avanzar es importante, confrontarlos para proponer una superación dialéctica. Aunque la discusión sobre los dos conceptos transcurra, si se quiere, en los marcos de la sociología (o de la reflexión acerca de la sociología), rebasará esos límites para desbordarse a la semiótica, o por lo menos, a la necesidad de apelar a la semiótica. Esta proposición ya estaría en un territorio intermedio, entre la sociología, la semiótica y la antropología. Pero para fundar esta nueva área, debemos basarnos en las tres disciplinas mencionadas.
Tal vez el primer estudio en la sociología que introduce la noción de “cultura política” sea el estudio ya clásico de Almond y Verba acerca de la cultura cívica. Este es motivado por una preocupación abiertamente práctica y política: la viabilidad de la democracia, y para ello se propusieron estudiar los factores culturales propicios a la democracia, y las estructuras y procesos sociales que la sostienen, en unas circunstancias en la cuales parecía en crisis la posibilidad misma del mantenimiento y desarrollo de la democracia en dos circunstancias fundamentales. La I Guerra Mundial, la Revolución Rusa y el advenimiento del nazi-fascismo, hechos todos que pusieron de manifiesto la fragilidad de las democracias liberales; así como la inestabilidad política de los países “en vías de desarrollo” después de la década de los cincuenta del siglo XX, mostraban las dificultades de aclimatación de las democracias en un contexto económico y social subdesarrollado. Sin embargo, los dos autores constatan que el comunismo, el fascismo y el Tercer Mundo adquieren de occidente la tecnología moderna y la organización burocrática del estado, a la vez que afirman su adhesión en principio a la democracia basada en la igualdad de los hombres y la expresión de la voluntad popular. ¿Qué falta entonces para la estabilización de la democracia en esos contextos? La cultura cívica es la respuesta.
Llama la atención que los autores basen su concepto de “cultura cívica” en la historia de Inglaterra y los Estados Unidos, y no, por ejemplo, en la tradición que viene de los griegos (la noción de “democracia”) y/o los romanos (la “civitas”). Así pues, la “cultura cívica” según Almond y Verba, nace en Inglaterra y se extiende históricamente a los Estados Unidos. Se percibe en esta concepción de la cultura civica un evidente etnocentrismo que coloca a los países de influencia anglosajona en el centro generador de toda cultura cívica, la cual a su vez es un factor estabilizador de la democracia en todo el mundo.
La cultura política se constituye por la frecuencia de diferentes especies de orientaciones cognitivas, afectivas y evaluativas en relación al sistema político en general, sus aspectos políticos y administrativos, y la propia persona como miembro activo de la política. Los tipos de orientación, los toman Almond y Verba de la clasificación de Parsons y Shils, quienes hablan de una orientación cognitiva, relativa al conocimiento y creencias acerca del sistema político en sus aspectos específicamente administrativos y políticos; una orientación afectiva, refereida a los sentimientos acerca del sistema político, sus funciones, personal y logros, y una orientación evaluativa, que incluye juícios y opiniones sobre objetos políticos que involucran tipicamente la combinación de criterios de valor con la información y los sentimientos.
Almond y Verba distinguen entonces, tres clases de cultura política: la parroquial, la de súbdito y la de participación.
La cultura política parroquial se desarrolla en sociedades donde no hay roles políticos especializados, puesto que se hayan difusos con los económicos y religiosos. En consecuencia, las orientaciones hacia esos roles no están separadas de sus orientaciones religiosas. El individuo, por otra parte, no espera nada del sistema político; sólo tiene una conciencia confusa de la existencia de un régimen político central (nacional), pero sus sentimientos hacia él son inciertos o negativos.
La cultura política de súbdito supone una conciencia acerca del sistema político diferenciado, con sus funciones administrativas propias; pero el individuo no cree en la eficacia de su participación en la toma de decisiones, ni tiene objetos políticos relevantes. El súbdito tiene conciencia de la existencia de una autoridad gubernamental especializada, hacia la cual está afectivamente orientado; pero la relación del individuo con el sistema es pasiva.
El último tipo “puro” de cultura política es el de participación, que implica una orientación explícita hacia el sistema político como un todo y hacia sus estructuras y procesos políticos y administrativos. El individuo informado de este tipo de cultura política tiende a orientarse hacia un rol activo de su persona en la actividad política.
Estos son “tipos puros”. La cultura cívica resultaría más bien de la combinación de las “mejores” orientaciones (cognitivas, afectivas y evaluativas) de los tres. En todas las democracias estudiadas por Almond y Verba se han combinado o fundido las orientaciones parroquiales, de súbdito y de participación. Todos los sistemas políticos en donde predomina un tipo de cultura política, también subyacen las otras dos. De esta manera, puede hablarse de culturas políticas sistemáticamente mixtas: practicamente todas las existentes. Así pueden describirse culturas parroquial-de súbdito o de súbdito-participante. En todo caso, la cultura cívica, concepto clave, es una mixtura especial, congruente con el sistema democrático, que combina la lealtad al sistema político en su totalidad, propia de la cultura de súbdito, con las evaluaciones afectivas de la cultura parroquial y la autonomía y propia relevancia del individuo de la cultura de participación. El equilibrio entre estas actitudes (las tradicionales y las de participación) conducen a una cultura política que combina el activismo político y la racionalidad, al lado de la aceptación de valores de estabilidad.
Una vez diseñado este cuerpo de proposiciones teóricas, Almond y Verba las operacionalizaron para describir y comparar, mediante encuestas, los indicadores de la composición de las culturas políticas de varios países: México, Italia, Estados Unidos, Inglaterra, Alemania.
La teoría y las conclusiones empíricas del estudio de Almond y Verba recibió múltiples críticas. Aquí nos referiremos específicamente a las planteadas por los teóricos franceses Pierre Cot y Pierre Mounier (cfr. COT y MOUNIER, 1985)
En primer lugar, críticas metodológicas. Según Cott y Mounier los sociólogos norteamericanos no son completamente consecuentes con la premisas funcionalistas de su estudio. Esto se evidenciaría en el método de comparar punto por punto, las respuestas recogidas en países de historias y estructuración política muy diferentes, sin considerar si el mismo hecho o estructura social (la filiación familiar o la existencia de oposición política, por ejemplo) ocupa el mismo lugar y cumple la misma función en cada una de las cinco sociedades estudiadas. Precisamente, uno de los supuestos metodológicos del funcionalismo es el principio de la equivalencia funcional: una misma estructura puede cumplir funciones diferentes en contextos dierentes. No considerar coherentemente este principio metodológico le resta rigurosidad a la encuesta de los norteamericanos.
Otra observación fundamental es la tendencia a una generalización abusiva de los resultados, presuponiendo la existencia de culturas nacionales homogéneas, dejando de lado la consideración de diferencias regionales, locales y/o de grupos y clases sociales. Esta generalización no suficientemente fundamentada, es la que caracteriza también la vinculación no mediada por Almond y Verba entre cooperación social y cooperación política. Para Cott y Mounier, no tomar en cuenta todas estas diferencias, falsea el análisis y dispensa al investigador de precisar la descripción de las relaciones internas del subsistema estudiado.
Pero las debilidades no quedan allí. El punto neurálgico de crítica es la noción misma de “cultura cívica”. Esta, aunque pretende dar cuenta de una realidad política, no se enmarca en las mismas relaciones políticas que, por definición, son de coacción o de poder. Aun desde una perspectiva funcionalista, pretender postular una “cultura cívica” aparte de la problemática política por excelencia, el poder, es omitir un aspecto esencial de la cuestión. El modelo funcionalista, además, no brinda instrumentos conceptuales para comprender los conflictos políticos, que son enfrentamientos de intereses, de concepciones y de fuerzas. Sus límites derivan de partir únicamente de lo funcional, de los factores de estabilidad del sistema, lo cual lo incapacita de captar las contradicciones internas de éste y explicar las inestabilidades. Estas únicamente se perciben como resultados de carencias, en este caso, de orientaciones cognitivas, valorativas o afectivas congruentes con el sistema político. Hay aquí una diferencia de fondo: la concepción misma de lo político.
En este punto, se hace pertinente la referencia a tres autores clásicos de la sociología: Marx, Durkheim y Weber. Específicamente el último define lo político en relación a un grupo dominante cuyas órdenes son ejecutadas en un territorio dado por una organización administrativa que dispone de la amenaza y del recurso a la violencia física. ¿Puede entonces definirse “cultura política” sin enmarcarlo en el hecho de lo político, es decir, a esa coerción de grupos sociales sobre otros grupos sociales?
Como alternativa teórica, Cott y Mounier proponen considerar la noción de “cultura cívica” como un componente de la ideología dominante, la cual contribuye al mantenimiento y reproducción de un modo de producción capitalista con sus expresiones políticas, específicamente la democracia liberal. Frente a la noción funcionalista de que la cultura política se vincula a la colaboración social, se retoma a la tradición sociológica antes aludida, que relaciona esos valores y creencias a la coerción jurídica, cultural y, en última instancia, física.
Aun estrechamente vinculadas, la coerción física y las ideas que la justifican, caben ciertas distinciones de niveles en el fenómeno global del poder. Gramsci, por ejemplo, distingue entre sociedad política, que es el aparato coercitivo, el aparato estatal que garantiza la disciplina de los grupos sociales; y sociedad civil que comprende los organismos o instituciones por las cuales se ejerce la dirección cultural de la sociedad por parte de la clase dominante. Ambas funciones, la de coerción y la de hegemonía, son ejercidas por un personal especializado. El Estado, según Gramsci, entonces no se limita a la coerción, propia de la sociedad política; sino que también ejerce un poder hegemónico, a través de la sociedad civil (la Iglesia, el sistema educativo, los medios de comunicación), que produce, instaura y difunde la ideología correspondiente. Hegemonía y coerción, sociedad política y sociedad civil, son dos aspectos de la dominación de clase.
Una distinción parecida la hace otro teórico marxista, Louis Althusser, entre el aparato represivo de estado (ARE: gobierno, administración, ejército, policía, tribunales, cárceles) y el(los) aparato(s) ideológico(s) de estado. Este último se diversifica en una pluralidad de aparatos, que comprende el AIE religioso, el AIE escolar, el AIE familiar, el AIE jurídico (el derecho pertence a la vez al ARE y al AIE), el AIE político (partidos), el AIE sindical, el AIE de información (prensa, radio, televisión) y el AIE cultural (letras, artes, deportes). Todos estos aparatos pertenecen en general al “sector privado” (lo cual coincide con la apreciación de Gramsci) y hacen circular la ideología. La función de ésta última es garantizar la reproducción de las relaciones sociales de producción en el modo de producción considerado (capitalista). Algunos críticos de Althusser cuestionan precisamente la tendencia de este autor a incorporar todos estos “aparatos” (términos que además sugieren cierto mecanicismo unilateral) al estado, cuando son hechos sociales de otra naturaleza. En esta misma línea crítica, también se le achaca cierta recaída funcionalista.
El concepto de ideología, tal y como hasta aquí se ha considerado, apunta a la delimitación de una función estabilizadora o de mantenimiento, sobre todo en la versión althusseriana. Para Almond y Verba, por su parte, la “cultura cívica”, aunque vista principalmente como un conjunto de contenidos mentales y actitudinales (lo cual puede conectarse con el enfoque de la psicología social), más que un componente de un sistema político, cumple desde afuera una función fundamental de estabilización de un sistema político, específicamente de la democracia liberal representativa propia de la tradición anglosajona.
Desde la perspectiva de Cott y Mounier, no se trata únicamente de sostener a un sistema político, sino también a todo un sistema social, un modo de producción o una formación social. Más específicamente, la ideología cumpliría, a través de la cultura política, la función legitimadora de una dominación de clase. Comprender en este contexto las características del sistema político democrático, del estado y del poder, es clave para comprender la función misma de conservación, mantenimiento o estabilización que cumpliría la “cultura cívica” en tanto componente de la ideología. Para los marxistas (Gramsci, Althusser) no se trata únicamente de un modo de gobierno o un “sistema político”, sino de una formación social, un modo de producción junto a un tipo de estado correspondiente. Este punto de vista es posible pues se parte de una crítica del conjunto del modo de producción capitalista. Se trata de una diferencia conceptual derivada de una opción política con efectos epistemológicos.
Este acercamiento y confrontación parcial en torno a los conceptos “cultura política” e “ideología”, nos coloca ante nuevos problemas teóricos y metodológicos, de los cuales aquí haremos un breve balance.
En primer lugar, una observación lógica-conceptual. Aunque “cultura cívica” e “ideología” son conceptos provenientes de contextos teóricos y epistemológicos distintos y contrarios, observamos cómo Cott y Mounier proponen integrar el primero en el segundo. De esta manera, se propone que la ideología designaría un fenómeno social más genérico e inclusivo que el de “cultura cívica”, la cual vendría siendo sólo una especificación de la ideología de la clase dominante (capitalista), en el contexto de la sociedad civil (Gramsci) o de los Aparatos Ideológicos de Estado (Althusser). La apropiación del concepto no se hace a la manera ecléctica, sino subordinándola al nuevo contexto teórico marxista donde se le aloja. Esto, como veremos a continuación, tiene sus costos.
Si tomamos en cuenta la existencia de una función política estabilizadora, ambos fenómenos, ideología y cultura cívica, cumplirían con ella, pero a dos niveles diferentes: el del sistema político democrático, uno (“cultura cívica”); el de la formación social, el otro (ideología). El primero sería una especie; el segundo, el género. De tal manera que, igual que existiría una “cultura cívica”, pudiera haber otras “culturas políticas” que también participarían de las funciones de la ideología dominante. Estaría abierta la posibilidad de considerar entonces las otras variantes de “cultura política”, descritas por Almond y Verba, como otras tantas especies de ideología. La concepción marxista de la ideología “superaría”, abarcándola y conservándola en un nuevo contexto, la noción descriptiva de la “cultura cívica” y hasta la de “cultura política”.
Esta posibilidad teórica es discutible. De hecho constituye una “funcionalización” del marxismo, como si, al asimilar el concepto de cultura cívica éste, lejos de “marxistizarse”, contagiara epistemológicamente a la teoría que ahora lo acoge en su seno. El señalamiento de una funcionalización del marxismo se le ha hecho también a los planteamientos de Althusser, considerando que para éste la ideología simplemente cumple con una función en el marco de la estructura total de la sociedad: la reproducción de las relaciones sociales de producción.
Fredric Jameson ha refutado el señalamiento de funcionalismo o instrumentalismo que algunos antropólogos le han hecho a las concepciones marxistas de la cultura, aunque reconoce que ha sido “una tentación o una tendencia dentro de todo marxismo, aunque no sea una consecuencia necesaria ni fatal” (JAMESON, 1981: 282. Trad. JP). Argumenta el teórico norteamericano que, si bien la crítica marxista a la ideología como “falsa conciencia” ha tendido a veces a presentarla como simple instrumento de dominación, lo cual puede entenderse como una interpretación funcionalista del marxismo, hay también en la misma tradición marxista perspectivas diferentes, por las cuales la cultura aparece al mismo tiempo como ideología dominante y como utopía. En este aspecto menciona Jameson el concepto de Principio Esperanza o Impulso Utópico de Ernst Bloch, la noción de lo dialógico de Mijail Bajtin, que es una ruptura en la unidimensionalidad del texto de la narrativa burguesa, una “dispersión carnavalesca del orden hegemónico de una cultura dominante” (Idem: 285. Trad. JP), y la concepción del poder revolucionario de la promesa de felicidad inscrita en las obras de arte, propia de la Escuela de Francfurt.
Agrega Jameson que el sometimiento ideológico pasa por una compleja estrategia de persuasión en la cual los oprimidos reciben algún tipo de incentivos por su adherencia a la ideología dominante. Esos incentivos son necesariamente utópicos, y se refieren al “sentido auroral de solidaridad con los otros miembros de un grupo particular o clase social”, aunque “la conciencia colectiva se organiza alrededor de la percepción de lo que amenaza la supervivencia del grupo”. De tal manera, que el análisis marxista de la ideología debe descifrar, no sólo sus funciones justificadoras o encubridoras de la dominación, aspecto que tomado unilateralmente permitiría esa asimilación al funcionalismo de la noción marxista de ideología; sino también sus “impulsos utópicos”; el análisis instrumental o funcional de la ideología debe coordinarse con otro “anticipatorio”, cuyo modelo es esa alegoría de la armonía o unidad colectiva.
La distinción entre la dimensión justificatoria (y, en consecuencia, distorsionante, engañosa, encubridora) de la ideología y la dimensión utópica, coincide con la de las dos caras del imaginario o del simbolismo, que para Paul Ricouer, posibilita y constituye, por la vía de la analogía, la intersubjetividad, constitutiva a su vez de lo social. Esto explica la “fuerza” de la ideología: es parte de lo imaginario constitutivo de la socialidad. Lo que ocurre, agrega Ricoeur, es que tanto la ideología como la utopía tienen un aspecto patológico, psicótico en tanto se aleja del reconocimiento de la realidad, que viene siendo la deformación de su base simbólica-imaginaria a la vez integradora y anticipadora.
La intervención hermenéutica ricoeuriana es pertinente puesto que, desde la fenomenología, introduce las dos dimensiones de la ideología, en la intersubjetividad constitutiva de lo social. El problema estaría más bien en esa cualidad “constitutiva” que para él (en la mejor tradición fenomenológica) tiene lo imaginario, entendido como fenómeno intencional de las conciencias, “esquematismo” o facultad del sujeto trascendental.
La dificultad de fundar la intersubjetividad en la conciencia subjetiva, la advierte el propio Ricoeur en el pensamiento de Husserl. Intenta resolverla por la vía de la “analogía”: el Otro es como yo. Dice Ricoeur: “el vínculo analógico que convierte a todo hombre en mi semejante no nos es accesible sino a través de un cierto número de prácticas imaginativas, tales como la ideología y la utopía” (RICOEUR,2000:211). La imaginación se encuentra, para este autor, a la base de la intersubjetividad, pero sigue siendo un “esquematismo”, una categoría subjetivo-trascendental, en fin, una “facultad” (en el sentido kantiano) del sujeto.
Habermas en otro texto (2001), luego de reconocer la superioridad del enfoque de “juego de lenguaje” de Wittgenstein para superar las dificultades de la fenomenología en este respecto, termina proponiendo fundar la intersubjetividad en la comunicación, en el tejido de interacciones comunicativa que construyen el “mundo de vida”. Nos parece que esta respuesta efectivamente supera las dificultades de la fenomenología, incluida la de Ricoeur, que no logra fundar la intersubjetividad únicamente a partir de los esquematismos o facultades del sujeto.
La propuesta sociológica de Giddens (1999) también se ubica en el espacio de las interacciones comunicativas, mediación donde se produce y reproduce la estructura (que en Giddens es tanto semántica, como normativa y de dominación), gracias a la labor estructurante de la praxis de los actores sociales. De modo que estamos hablando de una dualidad: el de la estructura y el de la estructuración. Esta distinción nos devuelve a la sugerencia asimiladora de Cott y Mounier del término cultura política, basada en la distinción de dos niveles diferentes de abstracción: uno, el de modo de producción y de la formación social, donde estaría articulada la ideología en general; otro, el del sistema político, donde sería pertinente la noción de cultura política. Es posible argumentar que el nivel lógico del sistema político (o, con mayor precisión, el de las prácticas y actitudes políticas de los sujetos en relación a los objetos del sistema político, quedando éste último, como estructura, en otro subplano lógico) es el mismo del de la estructuración, la interacción constitutiva de los sujetos o la praxis de los actores sociales.
Habíamos dicho que tanto los conceptos de los norteamericanos, como los de los teóricos marxistas (secundados por Cott y Mounier), tienen un fundamento político. Dicho en términos disciplinarios, las premisas que los legitiman no están situadas en el contexto de una sociología descriptiva, comparativa, ni siquiera funcional, sino más bien en otro “juego de lenguaje” (Wittgenstein), en el plano de la filosofía política, donde se evalúan los diferentes ideales de estado y sistemas políticos. Este es el plano donde pudiera revisarse y fundamentarse racionalmente (argumentativamente) lo utópico de la ideología.
La opción de los marxistas también es, por supuesto, política, explícitamente política. De modo, que si incluímos conceptualmente la “cultura cívica” y aun las “culturas políticas” descritas por los autores norteamericanos, dentro del concepto global de ideología, estamos también optando. Otra posibilidad es considerar que ambos términos son completamente antagónicos e irreconciliables, no pueden ser usados juntos en un discurso coherente, a menos que se esclarezca, en el plano de la filosofía política, las implicaciones de esa conciliación. Algunas preguntas claves en esa labor son: ¿Es posible defender la democracia sin tener que defender el capitalismo? ¿O la alternativa al capitalismo necesariamente implica un sistema distinto al democrático? ¿La democracia sólo corresponde a un modo de producción capitalista? Si es así, ¿qué relevancia puede tener entonces el factor cultural y psicológico-social en la viabilidad y mantenimiento de la democracia? ¿Hay que optar por la democracia independientemente de la formación social que implica? ¿La democracia tiene un valor político absoluto e intrínseco? ¿Cuál sería el fundamento filosófico de ello? Por supuesto, este no es el lugar para dilucidar cabalmente estos interrogantes filosóficos.
A nivel metodológico, la teoría de Almond y Verba encuentra su operacionalización en un instrumento para la observación empírica, una encuesta, cuyos resultados se procesan mediante una comparación punto a punto. Ya hemos visto, por la crítica de Cott y Mounier, que este tipo de procesamiento de datos pasa por encima de ciertos protocolos importantes, propios del mismo enfoque funcionalista: la especificación histórica y funcional de las instituciones políticas de cada país, las determinaciones locales y grupales de la cultura, la diferenciación funcional de ciertos hechos y estructuras sociales (como la familia). Es decir, para poder comparar es preciso realizar una tarea previa de asimilación descriptiva y hasta explicativa (es decir, teórica) de las cuestiones observadas a través de la encuesta. Pero ¿cuáles serían los criterios de esta asimilación conceptual previa a la comparación? ¿Todas las sociedades son comparables? ¿A qué nivel de abstracción o generalidad es relevante esa comparación, como para lograr establecer un factor cultural o psicosocial único para la estabilización de la democracia?
Otro asunto, ya instrumental-metodológico, es discutir si una encuesta, con los supuestos estadísticos que la respaldan, constituye el instrumento adecuado para describir y eventualmente comprender igualmente la cultura política o la ideología. El instrumento supone que la cultura política se encuentra en una generalización especial (estadística) de las respuestas de los individuos provocadas por el cuestionario. Esto no tiene que ser así necesariamente. Incluso desde la perspectiva de los norteamericanos, puesto que enfocan sobre todo, supuestamente el contenido y la estructura actitudinal de la cultura política.
La ideología, en cambio, se encuentra en diversos lugares, más allá de las opiniones expresadas eventualmente por los individuos al contestar a una encuesta. Podríamos decír, incluso, que es socialmente ubicua. Más que un contenido determinado (aunque también lo es: véase la crítica de Marx y Engels al hegelianismo, por ejemplo), se trata de las dimensiones funcional y anticipatoria de muchos contenidos específicos. Puede analizarse y criticarse en los textos legales, educativos, en los mensajes de los medios de comunicación, observable en ciertas prácticas sociales y en, general, en todo tipo de discursos, incluídos los literarios.
Cabría hablar entonces de lo ideológico en lugar de la ideología, tal y como lo recomienda Verón. En efecto, este último autor propone que lo ideológico es una dimensión de toda práctica social, observable o analizable en las marcas que en los discursos (cualesquiera) dejan las condiciones sociales de su producción y los conflictos sociopolíticos en los que se enmarca. En todo caso, la pertinencia de los instrumentos (las encuestas) tiene que ver con los objetivos inmediatos de la investigación; pero también con la constatación (hecha por el mismo Veron) de que la ideología en la actualidad se ha fragmentado en opinión “personalizada y fragmentada” en la masa. Esta transformación está coordinada con un desplazamiento en la atención de la crítica de la ideología, la cual ha pasado de la crítica de los grandes sistemas de pensamiento (Hegel en la época de Marx) o concepciones del mundo (la religión), hacia las opiniones fortuitas, la vida cotidiana y los códigos que reglan la producción de discursos en esos espacios.
Es ese desplazamiento también lo que permite concebir a las ideologías, ya no como “ideas” (aunque Van Dijk recupera en su texto la noción de creencia e ideas, en clave de psicología cognitiva), sino como textos y, más allá de estos, como un sistema de reglas generativas semánticas de significación relativa al conflicto social. Este giro justifica la pertinencia de la semiótica en el análisis de las ideologías. Propone Veron una metodología basada en la descripción y la comparación sistemática de las operaciones de selección y combinación (operaciones inspiradas en los ejes sintagmático y paradigmático de la lingüística de Jakobson) realizadas en los mensajes (específicamente los periodísticos).
Por otra parte, Veron cuestiona la operación de encubrimiento que acomete la psicología social como disciplina, de la relación sujeto-ideología-acción. Sostiene que el esquema implícito de la psicología social, en tanto análisis del comportamiento humano a partir de conceptos tales como opinión, actitudes, prejuicios, motivos, creencias, etc. no hace más que reproducir la conciencia ingenua que todo el mundo tiene sobre lo social, a saber: pretender explicar la conducta de un sujeto a partir de sus intenciones, de sus proyectos voluntarios. Pero, advierte Veron apoyándose en la etnometodología, si al describir un comportamiento debemos mencionar su posible motivo o intención como parte de ese comportamiento, no puedo a continuación colocar como causa o razón de ese comportamiento el motivo o intención que es parte de él. Una parte de lo descrito no es su propia condición de posibilidad ni su propia causa (en sentido general). Debe haber entonces una cualidad significante en la acción misma, unas condiciones de significación de la acción que la semantice para los actores. El comportamiento mismo construye una significación en su propia retórica de acción. Es la misma acción la que adquiere significado y permite inferir que tiene una motivación o intención determinada. El motivo o intención no es una instancia previa al comportamiento. La acción misma es una materia significante, la acción es un discurso, por lo que sus motivos o intenciones no son la interioridad cuya exterioridad es la acción. Al contrario, la acción de alguna manera expresa significados, motivos, intenciones, que pueden ser diversos y no únicos, dados los marcos de significación y de acción en que se desarrollen. Por ello, la atención debiera desplazarse hacia las condiciones de significación de las acciones, lo cual remite a la cuestión de su racionalidad, incluida en la dimensión ideológica.
Nos hemos desplazado entonces de la sociología a la semiótica, y de ésta a aquélla, en la consideración de la ideología. No sólo Veron intenta un abordaje semiótico de la ideología; entre otros, Eco, Van Dijk y Jesús María Aguirre, lo hacen. En todo caso es útil ubicar este desplazamiento (que es tanto lógico y epistemológico, como semántico y referencial-heurístico) en los niveles de constitución de la categoría “ideología” sugerido por R. Lanz. Este sugiere varias acepciones del término, de acuerdo a su construcción lógico-conceptual.
Así, habría definiciones funcionales, estructurales, genéticas y categoriales. Las primeras buscarían integrar la ideología en un modelo sistémico de lo social, estableciendo una función ideológica (justificatoria, estabilizadora y/o utópica-crítica). Los abordajes semióticos aportarían la dimensión o la acepción estructural de la ideología: buscaría establecer las reglas semánticas, la gramática que rige la emisión de mensajes o la producción de discursos ideológicos. Las definiciones genéticas se orientan a brindar una explicación del origen histórico o de las condiciones de posibilidad de la ideología. Finalmente, el abordaje categorial articularía u ordenaría, en un discurso que organizaría los acercamientos con un criterio de superación dialéctica, los distintos sentidos y referentes de la complejidad del término.
Esto último es lo que hemos estado intentando aquí para relacionar el concepto de “cultura política” con el de “ideología”. Como vemos, la confrontación entre distintos enfoques teóricos en relación a los aspectos culturales de la política, nos remiten a serios problemas de filosofía política, epistemología y metodología. No es este el espacio para resolverlos en extenso. Pero sí nos puede servir para esbozar un campo interdisciplinario donde nos estaremos moviendo, en un territorio intermedio entre la sociología, la antropología y la semiótica (entre otras disciplinas de la comunicación y la significación).
De todos modos, pretendemos analizar (y/o interpretar) la cultura política construida por los medios de comunicación, en tres planos:
a) como semántica fundamental y campo referencial de una “visión del mundo” o imaginario colectivo,
b) como un conjunto de bienes culturales consumidos por un público que se distingue, agrupa, identifica y organiza como tal en virtud de ese consumo y
c) como desarrollo de “movimientos” o acciones en el marco de una estrategia cuyo objetivo es el poder en el espacio mediático.
La anterior enumeración tiene la ventaja de expresar y dar cierto orden a la complejidad que se pretende abordar, sugiriendo que entre estos planos (o niveles de análisis, en términos agradables para los lingüistas) pueden identificarse y conocerse pasajes, puentes, acciones y retroalimentaciones, así como tensiones y conflictos. Pero también refleja cierta vacilación terminológica. Esta tiene que ver con el carácter necesariamente multi e interdisciplinario del estudio (cfr. supra: Introducción). Por ejemplo, hemos empleado los términos de semántica fundamental y campo referencial, provenientes de la linguística y la semiótica; visión del mundo e imaginario, utilizados por la sociología, la filosofía social, el psicoanálisis y la hermenéutica.
Esta primera vacilación terminológica es clave porque delimita el objeto de estudio 1 que sintetiza el foco de nuestra investigación. Se refiere a las relaciones entre las nociones de cultura, imaginario, concepción del mundo, mundo de vida e ideología. Son conceptos de orígenes, fuentes y suertes muy diversos en las ciencias sociales. El menú de las definiciones de cada una de ellas es sumamente amplio y variado, y su consideración en extenso nos desviaría hacia una larga y complicada discusión conceptual que no nos interesa en este contexto. En todo caso, lo que intentamos delimitar como objeto de estudio a tres niveles, constituye una misma realidad, aunque de funcionamientos y sentidos diversos, según es recortada o construida por las disciplinas mencionadas.
Habría que comenzar esclareciendo que no nos referimos exclusivamente a una realidad mental o psicológica, adjetivos que remiten a los lados ontológico y disciplinario de una misma región de lo Real. De lo mental podemos decir que constituye una realidad existente por derecho propio, irreductible a los procesos de transmisión bioeléctrica y bioquímica entre las neuronas del cerebro. El hecho de que su producción (pensamientos, creencias, juicios) sea subjetiva, no impide en absoluto su objetividad (existencia independiente de su conocimiento por parte de un observador exterior). Puede existir algo ontológicamente subjetivo (el pensamiento, las emociones y sentimientos, las ficciones, en tanto las produce una subjetividad), pero epistemológicamente objetivo (que existe y se conoce desde afuera, postulando su entidad y unidad como supuesto) (cfr. Searle).
Aun cuando la mente es producida, construida o creada por un sujeto, una vez dada constituye un objeto para la ciencia; específicamente, la psicología social o la cognitiva, por ejemplo. Lo mismo podríamos decir de la psique, concepto del psicoanálisis que pretende recortar otra región de lo Real Subjetivo, que implica toda una “tópica” que se supone vinculada, bien a “energías” de fundamento fisiológico, bien a “estructuras que funcionan” más allá o más acá de la voluntad consciente del individuo. De paso, no hay que confundir la calificación de objeto (desde la epistemología) con una definición del ente o de su sustancia (desde la ontología). Es más, ésta última definición ontológica nos remitiría a una construcción nocional más propia de la metafísica aristotélica que a una aproximación científica.
La “experiencia” de la mente es muy peculiar: puede partir tanto de la autorreflexión (fenomenología) como de la descripción de sus procesos y productos (psicología). La mente no es tangible como una mesa; ni siquiera es observable directamente. Algunos podrían caracterizarla en forma de “sistema de disposiciones o capacidades”, o bien como “funcionamiento”. Castoriadis criticaría esa tendencia espontánea de representarse los entes como mesas o cosas tangibles, cuando muy bien puede tener la forma de una melodía (cfr. Castoriadis). Esas características son independientes de su condición general de objeto concebible, que hasta allí puede llegar la epistemología y la teoría del conocimiento.
Lo que analizaremos a tres niveles, decíamos, no es exclusivamente mental ni psicológico. Con ello queremos decir que no es exclusiva, ni siquiera principalmente, “individual”, “interior”, “privado”; pero tampoco es exclusivamente social, exterior y público. No deseamos caer en la trampa de esa contradicción entre lo individual y lo grupal, lo singular y lo universal, lo de afuera y lo de adentro, o lo que es de todos y lo que es de cada uno. Queremos más bien superarla dialécticamente, o deconstruirla para disipar su significación mediante un desplazamiento, que nos permita tomar el problema más acá y más allá de esas dicotomías. Más acá, porque nos referimos a aquel recorte de lo Real desde donde se activan las reglas, mecanismos, relaciones y procesos que posibilitan y constituyen precisamente las oposiciones antes mencionadas. Más allá, porque asumimos que, por características filogenéticas, la mente (individual, interior, privada incluso) tiene elementos públicos, exteriores y colectivos que la constituyen. Como asevera Clifford Geertz: “(…) los recursos culturales (que son públicos, nota nuestra) son elementos constitutivos, no accesorios, del pensamiento humano” (GEERTZ, Idem. : 82). Morin también argumentaría en el mismo sentido, cuando establece la relación “dialógica” entre cerebro y espíritu, a través de la cultura (cfr. Morin). También la hermenéutica reconoce esto, cuando señala que la base de lo universal de la experiencia interpretativa es el diálogo interno, el verbus interius. El cavilar en el fuero interno de los individuos, precisamente porque se realiza en el elemento del lenguaje, es que puede ser comprendido y, por tanto, puede ser público (cfr. Grondin).
Pensamos aquí que son conciliables las posiciones de la antropología cultural interpretativa (de Geertz, por ejemplo) y las de la semiótica (de Eco, Lotman y Veron, entre otros), a pesar de las diferencias metodológicas y epistemológicas entre el enfoque etnográfico-hermenéutico y el estructuralista. Son conciliables porque ambos planteamientos, primero, asumen la calidad semiótica de la cultura, colocan como centro y definición de la cultura, las significaciones, los símbolos, los signos; segundo, ambos puntos de vista reconocerían el carácter público del pensamiento; pero también el rasgo mental de las relaciones públicas entre los individuos y el grupo.
Los modelos de esa realidad cultural (ese “algo”) oscilan entre dos grandes tendencias: una, que llamaremos “filohegeliana” que objetiva en una entidad sustancial, que se impone a los hombres tomados como individuos, ese “Espíritu Objetivo”, Cultura, semiosfera, superestructura o, incluso, “Imaginario” (según Castoriadis); la otra corriente, que llamaremos fenomenológica, disuelve tal entidad entre las conciencias de los sujetos que “constituyen” esa intersubjetividad trascendente a través de la imaginación (o “imaginario” en el uso de Ricoeur) que les permite acercarse analógicamente al Otro “como otro Yo”.
En medio de estos modelos, superando sus límites, corrigiendo sus errores, se encontrarían concepciones tales como la aplicación sociológica y/o antropológica de los juegos del lenguaje como formas de vida (Wittgenstein, Schultz), la noción del Mundo de Vida como entrelazamiento de acciones comunicativas (Habermas) e incluso la caracterización de lo discursivo como lo Real Social (Laclau, Searle). Con esos modelos podemos superar el subjetivismo de riesgos solipsistas en el marco de la fenomenología, al reconocer que las reglas por las cuales se constituyen las significaciones de las acciones sociales, son las mismas que construyen las significaciones del pensamiento, la formación de la conciencia y la autoconciencia. Pero, por otro lado, podríamos comprender dónde y en virtud de qué se produce una racionalidad que eventualmente puede enfrentarse al mero funcionamiento sistémico de la sociedad, abriendo la posibilidad de la emancipación y la transformación del orden social mismo. El sujeto es constituído por la cultura; pero también puede cambiarla sobre la base de otra racionalidad construida en la misma comunicación y significación que la cultura ha posibilitado. Un rizo, una retroalimentación, muy cara a Morin, por ejemplo; que reitera los juegos dialécticos.
Estos modelos extremos pueden comprenderse como momentos distintos de un mismo proceso, el cual a su vez puede analizarse en varios niveles propiamente semióticos: como condiciones generales de significación y comunicación, por una parte (como lo plantea Umberto Eco), y por la otra, como toda una economía semiótica donde se articulan los procesos de producción, circulación y consumo (o reconocimiento, Veron dixit) de discursos y signos. Asumimos entonces que la cultura es una semiosis, un proceso indefinido de producción de significación y realización de la comunicación.
Hemos ido, entonces, esclareciendo el lugar de cada término. En primer lugar estaría la cultura que designa el gran texto general de las significaciones y los símbolos (o signos; por ahora no distinguimos terminología), a la vez públicos (sociales) y mentales (íntimos), que son producidos por, y constituyen a, los conglomerados sociales en cualquier escala.
La semiosis, en segundo lugar, aparece como un conjunto de procesos específicos de significación y comunicación, susceptibles de ser analizados como elementos de una economía semiótica (producción, circulación y consumo). Al hablar de significaciones, examinamos su aspecto semántico y referencial. Cuando analizamos la semántica fundamental nos referimos a aspectos de la semiosis tales como la codificación, así como a las funciones de orientación comportamental y práctica que cumplen los campos referenciales. En este punto se hacen pertinentes los aportes de Peirce, Eco y Veron. Especialmente interesante sería el punto de armonizar las teorizaciones acerca de los modos de producción de signos de Eco y los procesos de producción, circulación y consumo-reconocimiento de Veron.
La cultura y su semiosis se instalan en el contexto de una estructura social, bien como elemento transversal de todas sus instancias, bien como elemento distintivo, diferenciado, en virtud de un grado determinado de complejidad de esa sociedad. Esto daría alguna pertinencia a hablar de superestructura, siempre y cuando se esté advertido de los riesgos mecanicistas y simplificadores de este “modelo de la casa” (L. Silva).
El primer riesgo de ese modelo “arquitectónico” es el ontologicista, expresión de un materialismo vulgar por el cual se asume que los procesos económicos son los únicos y propiamente materiales en el conocimiento de la historia, además de “esenciales”, “determinantes en última instancia”, mientras que los fenómenos semióticos de alguna manera son “no materiales” o incluso irreales, tendiéndosele a ver como hechos “ideales”, “no sustanciales”, “determinados”, causados de alguna manera por la infraestructura económica. Morin ha planteado, como opciones de superación de este materialismo obtuso, la via informacional, la microfísica y la organizacional. Tanto la información, como la indeterminación onda/partícula de las micropartículas, como la noción de organización, ofrecen ejemplos de entidades inmateriales o intangibles de plena vigencia conceptual en el campo de la física, precedentes de una forma menos “tactil” de concebir las entidades y las existencias (cfr. Morin). En el mismo sentido se ha manifestado Castoriadis, como ya dijimos.
El segundo riesgo es el funcionalista, por el cual las significaciones cumplen meramente una función estabilizadora, conservadora, “ideológica”, respecto al resto de la estructura social, sin reconocérsele su autonomía como instancia estructural. Ya nos hemos referido a este riesgo y hemos sugerido la manera de superarla.
Al ser de todos y de cada uno, mentales y públicos a la vez, la significación y la comunicación se hallan “en la producción misma” y no sólo en la reproducción social, como señalara Marcuse. El enfoque (la objetivación) semiótica permite precisamente eliminar el equívoco idealista de considerar a las “ideas” como “fuera de este mundo”, trayéndolas a su materialidad de signos que, a su vez, se revela compleja: tanto empírica como inteligible. Además, la semiosis (la significación y la comunicación) es una realidad en sus propios términos, con una estructura interna, incluso referida e instalada en el espacio y en el tiempo históricos. De allí la pertinencia de conceptos como el de semiosfera (Lotman).
Iuri Lotman propone, como alternativa no excluyente de los enfoques semióticos orientados al análisis del signo como unidad mínima de estudio, el concepto de semiosfera como totalidad de una cultura, como el ámbito total de la significación y la comunicación, a su vez situado en las esferas que la geografía ha concebido (geosfera, biosfera, etc.). Se trata, por supuesto, de una totalidad abarcante, con una ventaja adicional: su carácter fractal. Para Lotman semiosfera es, por supuesto, el ámbito de la cultura en general, en oposición a la naturaleza; pero también cada cultura es una semiosfera (en oposición a otra cultura), y dentro de cada cultura, cada discurso o comunicación. Es más, cada sujeto puede ser considerado una semiosfera.
La semiosfera designa el ámbito donde se produce la significación y la comunicación, con una estructura interna: en primer lugar, una frontera, que separa lo de adentro y lo de afuera (lo no-cultural, otra cultura, otro texto, otro sujeto); segundo, las diferenciaciones internas, referidas a los desdoblamientos funcionales y dialécticos dentro de cada semiosfera, entendiendo que la condición necesaria para la comunicación y la significación es la diferencia, especialmente aquella que opone simétricamente dos elementos: el enantiomorfismo. En tercer lugar, las relaciones funcionales, pero también dinámicas y cambiantes, contradictorias y conflictivas, entre centro y periferia.
El modelo lotmaniano capitaliza los aportes bajtinianos de la dialogicidad: cada texto (y un texto puede ser una sociedad completa o un sujeto) es una respuesta a otro texto; pero también, en su interior, recupera al otro texto, lo parafrasea, le responde, lo confronta con otros textos. Cada texto en consecuencia es el diálogo de muchos textos, cada uno de los cuales, a su vez, repite y responde a otros textos en su interior. Además, un texto tiene, como mínimo dos códigos, y la interacción entre esos dos códigos produce un tercero, el cual, en su diferencia y conflicto, produce un cuarto, etc. Por eso decimos que la complejidad de la semiosfera lotmaniana es fractal y productiva.
Pero esa totalidad semiótica también es dialéctica. Cada elemento implica a su contrario, y las interacciones (funcionales o conflictivas) producen nuevos elementos, que a su vez implican su contrario, y todo el proceso vuelve a empezar.
En este contexto, el concepto de imaginario pretende resaltar y a la vez sintetizar los aspectos públicos y privados, social e íntimo, de la cultura y su semiosis, destacando precisamente esa oposición entre el “afuera” y el “adentro” de los sujetos, para deconstruirla y/o superarla.
La imaginación, como la concibe Castoriadis por ejemplo, es una fuerza creadora, una capacidad creativa, que instituye a la sociedad como tal. Por tanto, es un Ser que, de alguna manera, supera lo insondable del “abismo” de donde sale todo. Para el psicoanálisis, el imaginario es un registro del aparato psíquico particularmente importante en la ontogénesis del individuo. El imaginario logra que la visión de la imagen del propio cuerpo en el espejo (la “fase del espejo”) cumpla con una función integradora de la psiquis. A la inversa de la fenomenología, que concibe al imaginario como medio por el cual le atribuyo al Otro un Yo por analogía conmigo; el psicoanálisis hace cumplir a la imaginación una función integradora e identificatoria entre mi imagen (la de mi cuerpo en el espejo) y el “Yo-mismo”. Yo puedo ser yo mismo a condición de disponer de una imagen de mí mismo; imagen que es pública, que es también para los otros, no sólo para mí. Lo que permite reconocerme es el imaginario y éste, paradójicamente, es para-los-demás.
Lacan distingue lo Imaginario de lo Simbólico en tanto registros diferentes de la psique, siendo el segundo término referido al dominio del lenguaje y su función socializadora y reglamentadora (la presencia paterna, portadora de las prohibiones y las reglas sociales) en la ontogénesis psíquica. El Imaginario se adecuaría a una fase anterior, prelingüística, visual y táctil. En cambio, en el pensamiento sociológico a veces se identifican ambos términos. Incluso Ricouer, en algunos pasajes, usa indistintamente lo Simbólico y lo Imaginario para referirse al fundamento de lo social, con lo cual se propone validar filosóficamente, desde su versión hermenéutica-fenomenológica, el concepto de “acción” de Max Weber, según el cual lo social es social por cuanto es significativo.
Es posible conciliar ambos acercamientos a través de la semiótica peirciana, asociando lo Imaginario psicoanalítico con la Primeridad (los índices, los estados internos) y la Secundidad (las imágenes, lo icónico), y lo Simbólico lacaniano con la terceridad de los símbolos ajustados a reglas convencionales.
Por otra parte, y en términos de la semiótica de Eco, son diferentes los trabajos semióticos implicados en la producción de imágenes y los que dan como resultado el lenguaje articulado. La primera diferencia, obvia, es que el lenguaje es articulado, discreto, mientras que las “imágenes” no lo son en principio.
Integrar la psiquis gracias a una imagen en el espejo, implica que ese ícono significa que, primero, yo soy, esa imagen me da el Ser, y, segundo, que yo soy eso unificado, que yo soy todo ese cuerpo que adquiere forma y totalidad gracias a su integración en el Yo. O sea, la imagen es también significativa, pero no de la misma manera que el lenguaje. En términos de tipología de los modos de producción de signos (Eco), la imagen en el espejo (y las del Imaginario en general) es fruto de un trabajo de reconocimiento, en el cual el signo se produce por un trabajo del receptor, el cual debe vincular el plano de la expresión (la imagen) y el contenido (el Ego integrado) mediante un procedimiento de ratio dificilis, es decir, sin disponer de las reglas de código.
Pero además, podemos intentar una apropiación del Imaginario lacaniano desde la semiótica, como una variante de las culturas textualizadas, en contraste con las culturas gramaticalizadas, siguiendo la tipología de Lotman acerca de los modos en que se enseñan las culturas. Lotman distingue las “culturas de textos”, aquellas en que los individuos aprenden su cultura por apropiación de textos (que pueden ser imágenes, costumbres, ritos, etc.); de las “culturas de gramáticas”, en las cuales se enseña a partir de reglas, prohibiciones, leyes, etc. Ambos tipos de cultura pueden coexistir en un mismo ambiente, o bien constituir fases en el desarrollo de una misma cultura. En todo caso, podemos, por analogía, relacionar el concepto lacaniano de lo Simbólico, al referirse al dominio del Lenguaje y la transmisión de las prohibiciones y reglas sociales, con las reglas que enseñan las culturas gramaticalizadas a sus participantes; mientras que el reconocimiento asimilativo del Imaginario se relaciona con las operaciones de ejemplificación por la vía de la proliferación de textos ejemplares que las culturas de textos usan para integrar a sus miembros.
La distinción entre lo Imaginario y lo Simbólico, entonces, se justificaría sólo como indicador de diferentes tipos de cultura (textual y/o gramatical), modos de producción de signos, distintos grados de normalización de los códigos y los diferentes trabajos semióticos necesarios para establecer las relaciones entre los planos de expresión y contenido en los signos, que coexisten en una misma situación social e histórica. Pero en ambos casos, se recorta un mismo ámbito de lo Real donde se producen significaciones y comunicaciones: la semiosis.
Otros autores, dentro de la sociología, conceptualizan al Imaginario como un conjunto de operaciones que atañen a las percepciones, las “reconstrucciones del pasado”, es decir, la memoria; la apertura de posibilidades proyectada hacia el futuro, y, finalmente, una “economía de emociones” que se convocan para “actualizar el pasado o el futuro, o a conjurarlos” (cfr. GUTIERREZ CASTAÑEDA en LANZ et al, 1996: 356-357). Autores como Laclau, Mouffe y Griseldina Gutiérrez Castañeda, han desarrollado una línea de interpretación que se distingue de los planteamientos de las teorías politológicas tradicionales, en que hacen énfasis en el aspecto discursivo-simbólico para estudiar la cultura política.
El enfoque discursivo-simbólico se propone como alternativa a otros modelos tradicionales de la politología que abordan la actividad política desde tres perspectivas alternativas: o bien como una acción guiada exclusivamente por un cálculo de costos-beneficios que encuentra su modelo en la contabilidad económica, o bien como un sistema donde las entradas (demandas) son respondidas por unas medidas de parte del sistema político (decisiones y acciones), o bien como un desarrollo de ciertos proyectos políticos vinculados a ideologías más o menos trascendentes, de una manera cultural-humanística. Ninguno de estos enfoques es satisfactorio por cuanto diluye o subsume la problemática específica de la cultura política. El “modelo económico” diluye la función vinculatoria o creadora de sentidos, reduciendo la política a lo instrumental: la conducción y la transacción. Por otra parte, el modelo culturalista-moral “desconoce la relevancia de las variables verdaderamente decisivas en el juego político”; mientras que el modelo sistémico concibe a las acciones políticas como meros procesos adaptativos y homeostásicos. Como conclusión, la autora comentada señala:
En todos los casos, la política y sus atribuciones tradicionalmente reconocidas, los sujetos políticos y su acción, se ven transfigurados, es decir, diluidos o mutados (Ibidem: 63-64)
Se trata de “otra vía para la interpretación”, por la cual “la dimensión simbólico-discursiva de la política podría ser leída como un recurso del sistema y ser objeto de regulación, pero con la condición de asumir su propia lógica” (Ibidem: 66). El enfoque discursivo-simbólico tiene como fundamento, siguiendo a Laclau, que lo social “es ante todo operaciones de construcción de sentido conforme a las cuales se diseñan tanto las formaciones linguísticas como las no lingüísticas” (Ibidem: 67). Por lo que este planteamiento se “insertaría en el horizonte epistémico de semiotización de lo social, de manera que partiría de la tesis de que toda relación social se estructura simbólicamente y todo orden simbólico se estructura discursivamente” (Ibidem: 68). El concepto clave de esta propuesta teórica-metodológica es el concepto de imaginario colectivo, por el cual puede abordarse la cuestión de las condiciones simbólicas de posibilidad de imaginarios políticos democráticos.
Cuando se habla de cultura política, y específicamente democrática, se suelen enfatizar ciertos rasgos actitudinales básicos, sustentados en normas y creencias compartidas con un cierto grado de generalidad, referidos a la construcción colectiva y conflictiva de un orden social, y susceptibles de plasmarse en formas prácticas, semiolinguísitcas e institucionales; tales rasgos son: “el consenso sobre reglas y procedimientos, actitudes de confianza interpersonal, predisposición a participar en política” (Ibidem:73). Estos supuestos se mantienen, por lo que mantiene su pertinencia el esquema de la acción guiada por motivos o sentidos.
Los imaginarios políticos son productos colectivos donde
Los referentes de sentido con que juegan los imaginarios sociales pueden ser de signos muy diversos: religiosos, estéticos, etc. Si éstos son políticos, habría que pensar que su connotación específica nos remite a que la construcción de dicho orden se concibe en calidad de creación colectiva y como resultado de los conflictos por construir tal horizonte (Ibidem: 75)
Señala la autora que la instauración de la democracia en el mundo moderno se acompañó de la creación de mitos, símbolos, emblemas, aspiraciones, como parte de su reelaboración simbólica, y como sustento en la construcción de un nuevo tipo de legitimidad, tales como soberanía, consenso, racionalidad, justicia, emancipación, solidaridad; pero hoy en día “el orden democrático es un proceso, una tarea abierta e incompleta, lo cual puede ser incentivo y punto de orientación a nuestros proyectos” (Ibidem: 78).
La construcción de imaginarios políticos tiene que dar cuenta de fenómenos contemporáneos tales como las identidades precarias de los sujetos políticos, los cuales se hallan siempre en proceso y como efecto de relaciones circunstanciales “porque es en los juegos de reconocimiento, de regateo, de enfrentamiento y negociación con los otros sujetos, que se delimitan identidades posibles, y resignificables” (Ibidem: 80).
Formas de adquisición de las percepciones, de producción de contenidos mentales y emociones. Esta definición por extensión (enumeración de los elementos incluídos en el conjunto) ayuda a la autora a distinguir al Imaginario de la ideología, por cuanto ésta última representa la instrumentalización de los imaginarios sociales con fines de lucha política. El imaginario sería la materia prima; la ideología, su utilización con fines políticos.
Esta conceptualización entraña dos aportes, Uno: la incorporación de las emociones, la memoria y las percepciones como elementos del imaginario y, en consecuencia, como resultados de los procesos semióticos, lo cual completa la síntesis de lo social y lo íntimo en lo semiótico; dos, la distinción entre una instancia propiamente cultural y otra ideológica. La diferencia no estaría ni en el plano de la expresión ni en la del contenido, sino en otro nivel, el propiamente social, en el uso social y político de tales significaciones y comunicaciones. No hay diferencia estructural, sino funcional, entre imaginario e ideología.
Esto nos lleva a una diferencia de escala. La ideología se refiere al uso de elementos culturales en la sucesión de coyunturas sociopolíticas, mientras que el imaginario sería la reserva y el repertorio de las producciones semióticas, es el aporte a esas luchas políticas por parte de la cultura, que tiene otro ritmo y extensión en sus configuraciones, más relacionados con tradiciones y mundos de vida, vinculadas con las diversas cotidianidades (la familia, el trabajo, la recreación).
En el imaginario encontramos, pues, fenómenos semánticos y referenciales (cognitivos), acompañados de significaciones evaluativas y emocionales. Pero también esas significaciones tienen unas implicaciones relacionadas con la tradición, con los ritmos de los procesos cotidianos, no coyunturales, de formación de la cultura (la semiosis). En el otro extremo, esos fenómenos semánticos y referenciales tienen una función (y una significación) ideológica, comprendida en los usos persuasivos y políticos de la coyuntura, contingentes y de corto plazo por definición.
Lo propio del “imaginario político” es que, aun cuando continúa su relación de extracción, “explotación” y uso de la semiosis y la cultura, su lugar de constitución es la ideología, la confrontación política, lo que hemos llamado la dimensión polémica.
El problema de la formación de una cultura adecuada a la instalación y estabilización de la democracia, interrogante en el cual coinciden, desde ópticas muy distintas, Almond y Verba, por un lado, y Gutiérrez Castañeda, por el otro, se replantearía a la luz de lo visto, como la averiguación acerca de las condiciones mismas de la lucha política democrática, en su aspecto institucional (que tocaría a la racionalidad práctica del derecho, la filosofía política y ética), y en el aspecto sociológico, en el cual habría que considerar un tercer ámbito de procesos: el de la formación de grupos, el de la distinción y agrupamiento de los auditorios y públicos a partir de los procesos semióticos aquí mencionados. Porque para poder interrogar acerca de las condiciones de la lucha política, habría que instalarse en el nivel de la política práctica misma y su producción (semiótica) de tres grupos con su tratamientos diferenciados: enfrentamiento y neutralización de los contrarios (contradestinatarios), neutralización y convencimiento de los “del medio” (paradestinatario), y agrupamiento y fortalecimiento de los “propios” (prodestinatario) (cfr. Veron).
Esta es otra dimensión, diferente a la semántica referencial y a la polémica, y sólo puede articularse en relación a los procesos de recepción, consumo o reconocimiento semiótico, previstos, entre otros, en el esquema de la economía semiótica y el análisis del discurso político de Veron y los usos de la lectura según Eco.
De modo que, al final de nuestro recorrido, hemos vuelto a los tres niveles de análisis a los que nos referimos al principio, pero esta vez derivados de una sistematización conceptual que pretende asimilar los aportes multidisciplinarios, superando o deconstruyendo algunas oposiciones y dicotomías que se nos aparecieron en nuestra revisión.
La cultura, la semiosis, el imaginario y la ideología son otras tantas categorías de niveles crecientes de complejidad y concresión. La cultura y el imaginario aparecen en su condición de repertorios semióticos (significaciones) más o menos estables, determinados históricamente, enraizados (constitutivos y constituídos) en el Mundo de Vida de las comunidades en diversas escalas (nacional, internacional, regional, local); mientras que la semiosis y la ideología aparecen, una como toda una economía de procesos semióticos (producción, circulación y consumo-reconocimiento); la otra, como la dinámica de los usos (y explotación) de los elementos extraídos del imaginario en el marco de la lucha por el poder, con sus dos funciones: justificador y anticipatorio.
Es un asunto semántico, por supuesto, analizar la “construcción de la realidad” que realizan los medios; pero igualmente su eficacia en la conformación de los colectivos sociales determinados desde esos constructos. Pero de un nivel a otro, se va desde la noción de la cultura e imaginario, al de semiosis como economía de significaciones, y acá se hace pertinente el segundo nivel de análisis que hemos propuesto: el nivel categorizador, social, de agrupamiento de auditorios y públicos.
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1Distinguimos el objeto de estudio del objeto de observación u objeto empírico. El primero es un modelo construido por la teoría para servir de guía heurística, un esquema conceptual o categorial para orientar el conocimiento en el marco de la experiencia exploratoria, descriptiva o explicativa. El segundo es resultado de la aplicación del primero en el corpus empírico de lo dado, un recorte de lo Real. En este caso un conjunto de textos.
_____________ 4.- El discurso como bien para el consumo cultural:
El segundo nivel de nuestro análisis, el del discurso como bien cultural, requiere de una noción de consumo (cultural o informativo) que integre tres aspectos fundamentales: la racionalidad microeconómica de los intercambios, la consideración de los agrupamientos sociales y la lógica semiótica de los códigos implicados en la producción de significados. En este sentido, nos es útil la noción de consumo como “el conjunto de los procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos” (García Canclini, 1993: 3). Este concepto tiene la ventaja de dejar atrás argumentos aparentemente psicológicos (apelación a las ambiciones y pasiones humanas, oscilaciones del gusto, la simple persuasión publicitaria) y/o utilitarios (los bienes se producen en razón de su utilidad o satisfacción de una “necesidad”), en la explicación de la adquisición y consumo de cierto bien muy peculiar: la información política.
Asumir la noción de consumo cultural es pertinente únicamente en razón de las transformaciones de lo público descritas por Habermas: la conversión de lo público en otra realidad sociológica diferente a la mediación institucional entre intereses particulares y generales a través de la argumentación, debate y razonamiento entre sujetos privados racionales: el público, la masa de consumidores culturales.
García Canclini señala que existen diversos modelos heurísticos para analizar el consumo: como efecto de las estrategias mercantiles de los grupos hegemónicos o empresariales, como escenario de disputa entre clases sociales por aquello que la sociedad produce, como objetivación de los deseos, como sistema de integración y comunicación social, como ritual que selecciona y fija significados. Nos interesaría aquel modelo que nos permitiera estudiar cómo el consumo cultural forma colectivos. En este sentido, entendemos que es mediante el consumo de bienes culturales (especificamente la información y opinión política mediática) como se producen determinados enclasamientos y distinciones sociales, así como determinadas condiciones de posibilidad para la producción de opinión por parte de segmentos sociales. Es decir, estudiando el consumo cultural podemos observar los procesos por los cuales se realizan las distintas identificaciones sociales y el papel que juegan los medios en esos procesos. Se trata entonces de tres fases de un mismo proceso de identificación: el enclasamiento, la adquisición de los medios de producción de opinión y la construcción de un relato identificador de colectivos.
Para ello nos resulta útil el modelo del campo social, propuesto por Pierre Bourdieu. Específicamente, nos referiremos al campo de la opinión pública, entendido como el conjunto de las relaciones de fuerza entre distintos actores que ponen en juego un objeto determinado, la opinión política, es decir, la respuesta discursiva o juicio con pretensiones de coherencia respecto a las cuestiones públicas. En este campo de la opinión pública se desarrollan estrategias para cambiar incluso las reglas de juego del propio campo, es decir, las formas de distribución de las fuerzas en el campo mismo (cfr. Bourdieu, 2000). La fuerza relativa de cada actor depende del capital simbólico (incluido el escolar) de opinión, habitus o competencia para la producción de opinión, que ha logrado obtener en el juego estratégico mismo.
Así, Bourdieu distingue por lo menos tres modos de producción de la opinión política: uno, que asocia con el ethos de clase, una serie estructurada de valores y creencias interiorizados desde la infancia y que tienen que ver, tanto con su nivel instruccional, como por sus ingresos económicos y en general sus formas de vida; otro, que tiene que ver con un pensamiento político sistemático, el cual se aplica cada vez para interpretar las situaciones y producir una respuesta opinática. Un tercer modo de producción de opinión es la que tiene que ver con una elección de dos grados, en la cual el actor delega en un partido o factor de referencia pública la posición que en definitiva produce y asume de acuerdo al productor de opinión en el cual delega (Bourdieu, 1998: 429 y ss.). Estos tres modos de producción de la opinión política tienen que ver entonces con el enclasamiento o distinción social significada por el consumo, la competencia o habitus adquirido por el colectivo estudiado (su capital simbólico, escolar, propiamente político) y la producción misma de una identificación política.
Es de acuerdo a la estructuración del campo de la opinión política, que se puede plantear la cuestión del valor de la información política en el mercado mediático. Así, pueden observarse distintas posturas: los no interesados en consumir específicamente información política, sino en medio de otros tipos de información, también ofrecidos por los medios omnibus (no especializados, de contenido variado); los que consumen las opiniones y noticias políticas para “formarse su propia opinión”, es decir, para procesarlas mediante un instrumental conceptual procedente de otros capitales simbólicos (escolares, científicos, culturales, etc.), y, en tercer lugar, los que asumen y reproducen, por delegación y “lealtad de marca” en determinados enunciadores (el medio mismo como producto o determinados voceros políticos) esa opinión circulante en los medios.
En este sentido, Bourdieu llama la atención acerca de la diferencia entre “prensa sensacionalista” y la “prensa informativa”, la cual
…reproduce en definitiva la oposición entre los que hacen política en actos, palabras o pensamiento, y los que la reciben, entre la opinión actuante y la opinión sobre la que se actúa. Y no es una casualidad que la oposición entre los dos tipos de prensa recuerde, bajo la figura de la antítesis entre el entendimiento y de la sensibilidad, de la reflexión y la sensación, que está en el centro de la representación dominante de la relación entre dominantes y dominados, la oposición entre dos tipos de relaciones con el mundo social, entre el punto de vista soberano de los que dominan el mundo social en práctica o en pensamiento (…) y la visión ciega, estrecha, parcial, la del simple soldado perdido en la batalla de los que están dominados por este mundo (Bourdieu, 1998: 457)
El campo de la opinión pública estructura, entonces, las posiciones y posibilidades de consumo y aprovechamiento de la opinión e información mediática de distintos actores o colectivos, en cuyo juego realizan distintos procesos de identificación: por enclasamiento, por elaboración y por delegación. Por supuesto, estos son “tipos puros” y puede hallarse en la observación empírica distintas combinaciones.
Los procesos de identificación aludidos se producen en el marco de unas transacciones que, siguiendo con la metáfora económica del mercado, suponen una oferta y una demanda; pero hay que resaltar que “la demanda casi nunca preexiste (al menos en las clases dominadas) a la oferta del discurso político”; más bien “la demanda no se conoce más que cuando puede reconocerse, con razón o sin ella, en una opinión ofertada” (Bourdieu, Ob. Cit: 470). Entre la forma de ser (ethos) de los colectivos y la articulación discursiva explícita de su identificación y opinión, hay una discontinuidad radical. Es en esa discontinuidad, o mejor dicho, en la superación de ella, donde se halla la labor de los productores de opinión o de discursos, que realizan su trabajo discursivo desde o fuera de los medios (periodistas, políticos profesionales; pero también líderes de opinión comunitarios). En otras palabras, los poseedores del suficiente capital opinático (que es a la vez informativo, político, cultural) como para disponer de un modo de producción de opinión independiente (de los voceros, de los medios) que tome la información política como insumo para transformarlo en un nuevo producto opinático que entre en el “mercado” correspondiente (el campo opinático-político). Los medios, por supuesto, disponen de las posibilidades técnicas para ofrecer opinión política con mayor eficacia y extensión que cualquier otro productor de opinión.
Según García Canclini, el consumo de los bienes culturales, entre los cuales incluímos la información política, resulta de las relaciones entre los productores, los productos y los consumidores, vínculos que van desde la asimilación, hasta el rechazo, la negociación y refuncionalización de lo que los emisores proponen, pues aunque
(…) los bienes se producen con instrucciones más o menos veladas, dispositivos prácticos y retóricos, que inducen lecturas y restringen la actividad del usuario (…) cada objeto destinado a ser consumido es un texto abierto que exige la cooperación del lector, del espectador del usuario, para ser completado y significado (García Canclini, Ob. cit.: 9)
Estos movimientos culminan con éxito si se produce un “pacto de lectura”, es decir, “un acuerdo entre productores, instituciones, mercados y receptores acerca de lo que es comunicable y verosímil” (Ibid: 8).
Estas negociaciones entre emisores y receptores se producen, en el caso de los medios impresos, a varios niveles de la concepción editorial del periódico, determinada a su vez por el “marketing” y el diseño de lo que Veron llama “géneros P” (productos). Esos niveles son: a) en la articulación de sus “cuerpos” y páginas etiquetadas, b) en los segmentos del espacio impreso administrado por la diagramación de cada página y c) en el estilo propio de los géneros periodísticos. Esta concepción editorial organiza las posiciones de los colectivos en el campo de la opinión, distinguiendo, en primer lugar, entre los “informativos” (y por tanto, sobrios, “objetivos”, serios) y los “emotivos” (sensacionalistas, pasionales, exaltados); en segundo lugar, entre los propietarios legítimos de cierto capital simbólico para producir opiniones, sean éstas derivadas de su enclasamiento, su delegación o su propia elaboración. En este sentido, puede postularse la existencia de un “Lector Implícito” (o consumidor modelo) para cada uno de los medios en tanto Géneros Producto, asociado a los rasgos semióticos distintivos de éstos.
Los diarios o periódicos son soportes materiales de información. Es obvio que en ellos podemos leer noticias, reportajes, entrevistas, artículos de opìnión y otros géneros discursivos periodísticos. Lo que es menos evidente es que también produce información a través de las reglas con las que se organizan, jerarquizan y estructuran las informaciones. Esas reglas dependen a su vez del hecho de que los periódicos son, en última instancia, productos que se venden en un mercado, donde deben competir con otros diarios y cubrir las demandas de un segmento de los consumidores.
La concepción editorial del periódico implica la producción de lo que llama Veron (1997) un género P, que se refiere a clases de productos semióticos o a los objetos que se compran y consumen en el mercado cultural: periódicos, series, novelas, revistas humorísticas o pornográficas, etc. Dentro del género “periódico” caben las distinciones según el formato (standard y tabloides) y el alcance de la información que recoge (deportes, económico, general, “sociales”, farándula).
En el concepto de cada periódico, hay un marketing funcionando. Se trata de vender espacio en el periódico, a la vez que vender el periódico a un público, que se convierte en un target (objetivo de venta) especialmente definido. Esta definición (que proviene del marketing convencional) responde a principalmente dos criterios, que a su vez corresponden a dos órdenes de capital (en el sentido bourdieuniano): ingresos económicos e instrucción, aparte de la edad, sexo, etc. Así, se habla de públicos A, B, C, D y E, en una escala descendiente desde el punto de vista económico, social y educativo. Considerando estos target se diseña el formato y se concibe unas estrategias de producción (y de disposición de espacio para la venta publicitaria) que posibilitan un precio en el mercado. Implícito en esta clasificación de los target el enclasamiento, la distribución del capital simbólico-opinático y la delegación político-partidista.
Esto significa una anticipación modélica de las demandas del consumidor, de su racionalidad microeconómica, de adelantarse a los costos que está dispuesto a asumir para obtener determinado bien cultural o informativo, y, por consiguiente, de sus movimientos interpretativos, por medio de los cuales usa el bien para producir significaciones, entre ellas su propia identificación (de clase, de adherente militante, de opinador independiente). Así, el diseño editorial de un periódico o un programa de TV, y su marketing prefigura un consumidor (lector) que se halla implícito en los distintos niveles de articulación del mensaje mediático.
La concepción editorial de un periódico, por ejemplo, especialmente el formato, condiciona a su vez, las reglas de organización, jerarquización y estructuración de la información en un periódico. Igualmente elementos editoriales y de sesgo tecnológico tales como el uso del color, las fotos y el tipo de letra. En todo caso, hay por lo menos tres articulaciones informativas en los diarios. La primera, la más ámplia, se refiere a la categorización de la información de acuerdo a las páginas y al orden de éstas, mediante un etiquetado. En el caso de un diario de tamaño y formato standard (como, por ejemplo, El Carabobeño), se organiza la información por “cuerpos” (A, B, C, D) y, dentro de los cuerpos, las páginas destinadas a clases de información. En cambio, en un periódico tabloide, se organizan las informaciones de acuerdo a páginas y secciones de las páginas, debidamente etiquetadas.
Con esta articulación interna del diario, se prevée un recorrido de lectura por parte del lector implícito, sugerido también por los titulares de la Primera Página, donde se ubican los titulares de las noticias más importantes, con remisiones a páginas interiores, con lo cual cumple funciones de empaque. Por supuesto, es posible que el lector empírico, individual, real, rechace o cambie el recorrido de lectura construído por el periódico. Pero, en principio, debemos asumir que tales decisiones, supuestas en las negociaciones que procucen los pactos de lectura ya referidos, toman en cuenta el menú presentado en primera instancia por el empaque del producto: su Primera Página y, en caso del tabloide (p. ej.: Notitarde), en la última o contraportada.
En orden de jerarquización, después de la primera página, se encuentran las primeras de cada cuerpo y las contraportadas. Por supuesto, los recorridos de lectura muestran una jerarquización implícita de las informaciones a este nivel de análisis.
El segundo nivel de articulación, se refiere a la diagramación, la ubicación de la información en cada página, el uso del espacio medido en centímetros y columnas, la utilización de recursos tipográficos (tipos de letras, tamaño del titular, recuadros, etc.), etc. A este nivel, también hay un recorrido de lectura del lector implícito. En los conocimientos técnicos de diagramación standard, se asume que la visión del lector se desplaza de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. En consecuencia, el criterio de jerarquización de la información sigue la misma trayectoria. Así mismo, recursos gráficos como fotos, colores y encuadres, indican puntos de atención para el lector implícito.
El tercer nivel de articulación se refiere a la redacción misma, la cual está regulada por codificaciones discursivas, retóricas o géneros L (de Literarios, de nuevo según Veron), según sea una nota informativa, una entrevista de personalidad, un reportaje, un artículo de opinión, un comentario, etc. Hay, entonces, reglas de selección y de composición o retóricas. Las primeras se refieren a la apreciación de los acontecimientos observados, de acuerdo a una pauta administrada en la mayoría de los casos por el director del medio, de acuerdo a los valores de la noticia. Las reglas de composición corresponden a los géneros producidos en el marco de un paradigma periodístico: un conjunto de saberes, técnicas, valores y conocimientos compartidos por una comunidad profesional, que tienen su historia correspondiente.
En términos de ese paradigma periodístico standard, se considera noticia aquella información procesada de acuerdo a ciertos valores que la hacen interesante para el público: lo nuevo, lo raro, lo próximo, lo actual, lo único, lo conflictivo o problemático, lo conmovedor, lo impresionante, etc. Hay acá nuevamente una prefiguración de un lector implícito, cuyas estrategias de apropiación e interpretación de la información se anticipan. Para ello se utiliza una ya clásica técnica: las cinco preguntas o 5W: qué, quién, dónde, cuándo y por qué (en inglés what, who, where, when y why). El periodista, una vez esclarecidas estas incógnitas y jerarquizadas de acuerdo a su valor noticioso, organiza su redacción de acuerdo a las reglas retóricas de cada género periodístico: nota informativa, reportaje de investigación, entrevista de personaje, comentario, etc. Cabe destacar que en los periódicos observados el género permanente y que abarca más espacio, es la nota informativa. Los artículos de opinión tienen en los medios su página especial, y las entrevistas de personaje y los reportajes de investigación se reservan para páginas especiales, la mayoría de las veces eventuales o no permanentes.
Cada nivel de articulación produce un pacto de lectura en virtud de cumplir un acto comunicativo que persigue una negociación de definiciones, entendimientos y asertos relativos a situaciones referidas. Una consideración análoga amerita la estructuración de los segmentos o espacios de los medios audiovisuales, en los cuales los recorridos de lectura no son espaciales, sino temporales.
Pero en el establecimiento de esos pactos de lectura está la clave también se halla en juego una forma específica de poder que tiene que ver con la credibilidad, la legitimidad y la autoridad que en definitiva le otorga el lector al medio, a cambio de ciertas ganancias simbólicas. Esto es a lo que nos referimos cuando hablamos de los discursos como actualización de estrategias.
_____________ 5.- Discursos como actualización de estrategias:
Como señala Escarpit (1983), hay por lo menos tres parámetros para medir el valor de una información: a) su grado de probabilidad (valor neg-entrópico), b) su grado de pertinencia (valor situacional) y c) su efecto (valor en juego). Un enfoque complementario proviene de la última semiótica pragmática, donde el discurso se aborda como unidad de interacción social.
La semiótica (o semiología) como disciplina ha atravesado varias etapas. Como señalan Lozano, Peña y Abril (1993), se ha pasado del análisis y “desenmascaramiento” de la ideología implícita de los mensajes de los medios de comunicación en los libros de las décadas de los sesenta y setenta (Eco en Apocalípticos e integrados, Barthes en Mitologías, Mattelart en Cómo leer al Pato Donald), al acento sobre el estudio de los procesos y condiciones de producción, circulación, consumo y recepción de los textos (Kristeva, Veron). Posteriormente, la disciplina ha tenido un desarrollo novedoso, centrado en un enfoque del discurso como práctica:
Hoy, en cambio, prevalece la concepción del discurso como una práctica entre otras prácticas y la preferencia analítica no ya por lo que el discurso dice (manifiesta o latentemente), sino por lo que hace, o más bien por lo que hace al decir (…) En el discurso hay acciones, luchas, sometimientos y pactos. (Lozano et al, Ob. cit: 247).
De tal manera, que la semiótica, para estos autores, estudia el proceso de significación y la comunicación como la interacción entre sujetos que tienen como escenario los textos o discursos. Aquí cabe una aclaración acerca del concepto de texto o discurso que maneja la semiótica y las demás disciplinas que lo abordan.
Hay que hacer la distinción, original de Eliseo Verón (1987), entre el sentido empírico (o vulgar, o ingenuo) y el sentido teórico del término “texto” o “discurso”. Empírica o vulgarmente, el texto o discurso aparece como un conjunto o corpus de escritos, publicaciones, indicios, huellas, pistas, imágenes o comportamientos y acciones, de los cuales es posible leer o interpretar unos sentidos.
Hasta aquí el texto es un conjunto organizado de signos, una emisión o articulación verbal o no verbal (gestual, proxémica, comportamental, p. ej.). Pero cada disciplina que aborda su análisis, considerará sólo una o algunas de sus dimensiones, haciendo abstracción de las demás. Como explica Van Dijk
Las diferentes disciplinas científicas se ocupan, entre otras cosas, de la descripción de textos. Estos estudios se llevan a cabo desde distintos puntos de vista y múltiples perspectivas. En determinados casos interesan más las diferentes estructuras textuales, en otros la atención se centra sobre todo en las funciones o los efectos de los textos, mientras que numerosas investigaciones tienen por objeto precisamente las relaciones entre las funciones y los efectos de los textos (Van Dijk, 1978: 9)
El mismo autor menciona entre las diciplinas que estudian el texto a la poética, la retórica, la jurisprudencia, la lingüística, la psicología, la pedagogía, la psicología social, la comunicología, la semiótica. Cabe agregar la filosofía (especialmente la llamada analítica: Wittgenstein, Russel, Ayer, Frege, Austin, Searle, etc.) y la sociología interpretativa (la corriente etnometodológica, el interaccionismo simbólico, Winch, Habermas, Apel, Foucault, etc.).
La semiótica ha incorporado definitivamente la dimensión pragmática a sus intereses. Es decir, ha entendido que el discurso o texto (en adelante usaremos como sinónimas ambas palabras) es una acción. Como reiteran Lozano, Peña-Marín y Abril:
El discurso no está constituido solamente por un conjunto de proposiciones, sino también, y fundamentalmente, por una secuencia de acciones. (…) Las unidades de interacción verbal no serán pues los enunciados (en cuanto transmisiones de información), sino los actos que propician transformaciones en las relaciones intersubjetivas (Lozano et al, 1993: 248).
Este enfoque del discurso como acción proviene de los filósofos del lenguaje John Langshaw Austin y John Searle, quienes han desarrollado la teoría de los actos ilocutorios. Estos autores establecen una distinción entre la simple locución (o emisión de mensajes verbales) y el ACTO ILOCUTORIO, por cuanto en éste se realiza una acción al mismo tiempo que se dice algo. Al realizar un ACTO ILOCUTORIO, el hablante construye una situación en la cual establece determinada interacción con el oyente. Para SEARLE “hablar consiste en realizar actos conforme a reglas” (SEARLE, 1990: 31).
Austin refirió que existen ciertas “condiciones de fortuna” en los cuales se realizaban los actos ilocutorios. Estos últimos pueden fracasar por cualquiera de las siguientes causas, no excluyentes: por “malas apelaciones”, es decir, porque no existen reglas de uso de las expresiones aceptadas o convencionales, o bien porque las expresiones son usadas por emisores inadecuados, sin competencia, en el sentido de no reunir las condiciones establecidas en las reglas. Otros desaciertos se refieren a “malas ejecuciones”, actos viciados en los cuales algún participante no cumple con lo que le toca hacer; o, finalmente, actos inconclusos, en los cuales no se cumplen a cabalidad con todos los pasos (cfr. Austin, 1962).
De estos esbozos de Austin, pueden inferirse, invirtiendo las carencias en existencias, dos tipos de condiciones formales de “fortuna” de los actos ilocutorios:
1) las condiciones apelativas, que se refieren a (a) la normalidad: existencia o codificación de reglas convencionales y (b) la competencia: la calificación y capacidad de los participantes implicados en los actos; y
2) condiciones de corrección, que se subdividen en las de (a) cumplimiento: de los roles y de las partes del acto y de (b) completación y conclusión: que indican la finalización y el inicio de cada acto.
Así, el concepto de acción ilocutoria permite establecer puentes entre la filosofía del lenguaje y las sociologías interpretativas, por cuanto autoriza identificar o hacer equivaler el discurso y las prácticas sociales, en tanto todas ellas tienen un significado que, en última instancia, puede ser explicitado mediante un enunciado linguístico. El lenguaje, entonces, es una condición de inteligibilidad de las ACCIONES, tanto por el investigador, como por el mismo ACTOR y los afectados por su ACCION.
Si los discursos se asumen como acciones, pueden enmarcarse en unas estrategias. Es aquí cuando se pasa de la metáfora del texto a la de juego, como señalara Geertz (1996). Tendríamos que reconceptualizar la noción de acto ilocutorio en el marco del espacio público y en el de una estrategia política. Se abre espacio para el concepto de Acto Discursivo Público.
Acá se entiende el Acto Discursivo como aquella acción que se manifiesta por expresiones linguísticas o simbólicas en general, que son comunicadas a una comunidad o a un público en general, dentro de unas condiciones políticas y jurídicas determinadas. Como Acto Ilocutorio tiene dos destinatarios:
a) aquella institución, Poder apelado o público afectado por las decisiones de ese poder representado, confrontado o afectado, que recibe la exigencia, petición, denuncia, reclamo, acusación o agradecimiento, y
b) el público en general, el cual funge de “testigo”, tanto de la exigencia, etc. como de la existencia del referente de la comunicación.
Así, en virtud de estos dos destinatarios, el Acto Discursivo Público tiene dos aspectos: una onto-epistémica y otra político-jurídica. Por una parte, el público (o el hecho mismo de la publicación o divulgación) cumple una función verificativa, otorgadora de realidad a la acción discursiva misma. Al mismo tiempo, se cumple una función de actualización de derechos y formas, principalmente el de la libertad de expresión y el de libre asociación, que se realiza en el reclamo, la exigencia, etc. desde el momento mismo en que se dirige a alguna institución legítimamente constituida ante un auditorio que comparte y ve lo que se escenifica, conformándose así diversas formas o tipos de acciones públicas.
Por último, el propio destinador del acto puede llegar a convertirse en su propio destinatario, en virtud de la distancia temporal entre la realización y la divulgación del acto; pero también en el hecho de la construcción enunciativa, textual, del enunciador en el discurso producido. Entonces, el Acto Discursivo Público cumple una función reflexiva, identificatoria, en tanto el enunciador adquiere una presencia textual.
De estas tres funciones del Acto Discursivo Público se infiere que supone un contexto en el cual a) hay un orden jurídico y para-jurídico1 que, no sólo lo posibilita, sino que le brinda al ADP una determinación específicamente política; b) el enunciador, en virtud de ese mismo orden jurídico y parajurídico, adquiere competencias específicas (político-institucionales) para realizar el ADP; c) la ADP llena o cumple con unas formas y requisitos preconcebidos en las reglas del orden jurídico y para-jurídico, el cual igualmente d) establece su completitud, es decir, su unidad o bien su participación, articulación o adscripción a una acción que la incluye y la ubica en una totalidad mayor.
El orden jurídico y para-jurídico al que aquí nos referimos es homólogo con el orden del discurso que explica Foucault (cfr.). El orden del discurso permite establecer, no sólo una mediación entre el nivel del análisis del poder en la sociedad y el nivel de las enunciaciones, sino concebir la enunciación misma como resultado del ejercicio del poder, manifestado por esas reglas formales e informales, jurídicas o parajurídicas, macro y micro sociales, que regulan el uso del discurso, limitan sus utilización, alcances y efectos, tanto desde su interior como desde su exterior. Es ese orden el que establece el ámbito político como campo específico, escenario de las prácticas discursivas correspondientes.
Charaudeau (en Varios, 2002) habla de “esferas de acción social” (equivalentes a los “ámbitos” y los “campos”; tal vez también a las “instancias” socioestructurales), y menciona las esferas jurídica, económica, mediática y política, distintas pero vinculadas por estrechas relaciones, algunas de dependencia entre sí. Así, la esfera jurídica, para regular los conflictos sociales y determinar los valores justificatorios de las leyes, depende de las decisiones y pugnas de la esfera política; la esfera económica se encuentra en relación de dependencia y cierta autonomía respecto a lo jurídico y lo político, pues depende y actúa sobre ellos en virtud de las distintas operaciones propiamente económicas dependiente de las leyes y las decisiones políticas. En cuanto a la esfera mediática, se halla igualmente en una relación ambivalente respecto a las otras tres, ligándose específicamente a lo político por su eficacia; pero también con una tendencia al distanciamiento para poder mantener credibilidad propia (cfr. Charaudeau, Ob. Cit.: 114-115).
Estas relaciones permiten observar la existencia de dispositivos comunicacionales en cada esfera. En lo que se refiere a la esfera política cabe distinguir tres instancias de ese dispositivo: a) la propiamente política, encargada de justificar y legitimar la pugna de los políticos profesionales por el poder, por lo cual, notamos nosotros, corresponde a lo propiamente ideológico; b) la instancia ciudadana, que pone en escena a los grupos, organizaciones y las demandas y reclamos de la “base”, y c) instancia mediática, sujeta a la dialéctica entre una finalidad de captación, que busca la fidelidad del público al medio, y una de credibilidad que tiende a justificar su papel en la construcción de la opinión pública. Lo que une estas tres instancias es la categoría de soberanía, en la cual se juega la representación, en el doble sentido de estar “en lugar de” y de “hacer como si”. Es allí donde actúan y se producen las ideologías que aportan las reglas semánticas mediante las cuales se puede representar: en virtud de “ser como” una potencia simbólica reconocida (Dios, la Patria, el Pueblo) en virtud de una “alcurnia” (aristocracia, clasismo), un “saber” (tecnocracia) o unos “intereses colectivos” (populismo).
El ámbito de lo político (o dimensión ideológica, si atendemos a la concepción veroniana de “lo ideológico”) constituye un contexto social. Ya Bajtín (cfr.) había sugerido como guía heurística, considerar en primer lugar para el análisis de los géneros discursivos lo que llamó la “esfera de actividad” dentro de la cual el discurso adquiría pertinencia (razón de ser y eficacia). La sociolingüística de M.A.K. Halliday (1982) plantea el contexto social del lenguaje en términos funcionales, como
una estructura semiótica que podemos interpretar en términos de tres variables: un “campo” de proceso social (lo que está sucediendo), un “tenor” de las relaciones sociales (quiénes toman parte) y un “modo” de interacción simbólica (cómo se intercambian los significados (Halliday, 1982: 244)
Cada uno de estos componentes funcionales corresponde con otros tantos componentes funcionales de la semántica de la institución lingüística2, en un nexo de realización. Así, el campo social se vincula con la función experiencial del sistema semántico, el tenor o relación social con la función inteerpersonal y el modo con el componente textual. De esta manera, al establecer esos nexos de realización, el contexto social “sirve para rpedecir el texto” (Halliday, Ob. cit.: 245).
Teun Van Dijk plantea que ese contexto social, de todos modos, no actúa directamente sobre el procesamiento (producción y reconocimiento) de los discursos, sino a través de un modelo de contexto de carácter mental, un “interfaz cognitivo” entre lo social y lo discursivo (cfr., Van Dijk, 2001). Aunque el linguista reconoce que ese modelo de contexto tiene dimensiones valorativas y emotivas (las cuales son objetos de la psicología social y la microsociología) además de la cognitiva, desarrolla en principio este último aspecto, y señala que los individuos construyen su Modelo de Contexto en la memoria episódica de la memoria de Largo Plazo, en la instancia donde se forman las experiencias cotidianas, siendo todas éstas subjetivas y dinámicas. Los modelos mentales de contexto son “la base mental de eventos sociales de interacción y comunicación y(…) de la producción y comprensión discursiva” (Ob. Cit.: 75) actúan sobre la producción de ciertas estructuras discursivas tales como los tópicos, el estilo, el formato general (o rasgos genéricos); pero hay otras estructuras textuales que son independientes y que corresponden a las estructuras más generales de la Lengua. Van Dijk resalta la importancia de la COGNICION, esto es, el conocimiento sobre los interlocutores, el cual influye en el Modelo de Contexto especialmente en el procesamiento de lo ya dicho, lo que se quiere decir, las implicaciones y presuposiciones del discurso, sus especificidades y los detalles del discurso (cfr. Van Dijk, Ob. cit.).
Las categorías contextualizadoras pueden ser globales (macro) o locales (micro). Las primeros incluyen
a) el dominio, que indica el sector de lo social (la política, la educación, el arte, etc.);
b) los participantes globales (clases sociales, instituciones, naciones, etc.);
c) la acción global (legislar, gobernar, hacer oposición, etc.).
En correspondencia, las categorías locales o micro tienen que ver con
a) el escenario (referentes espacio-temporales indicados por las expresiones deícticas: aquí, allá, ahora, después, etc.);
b) los participantes, tanto en su aspecto comunicativo (roles comunicacionales: hablante, oyente, etc.), como interactivo (papeles de oponente o aliado) y sociopolítico (análogos a los prodestinatarios, contradestinatario y paradestinatario de Veron): y
c) la Acción misma, nivel en el que es pertinente la teoría de los actos de lenguaje. Esta última categoría se dirige a la observación del texto empírico mismo (objeto de observación).
Recapitulando, los discursos se producen de acuerdo a ciertas condiciones ofrecidas por sus contextos, que afectan ciertas estructuras discursivas (tópicos, estilos, etc.). Los contextos pueden entenderse a dos niveles: el social y el mental. Dejamos fuera de esta consideración, no como contexto sino como conjunto de condiciones de producción discursiva, las reglas generales, gramaticales, de la Lengua, lo que sería estudiado al nivel propiamente linguístico. En lo que se refiere a lo social, pueden distinguirse las esferas (o campos) jurídica, política, económica y mediática, siempre que se tengan presentes las estrechas interacciones entre las cuatro. En todo caso, si seguimos la sugerencia de Van Dijk, esos contextos actúan a través de modelos mentales de contexto que tienen, a su vez, componentes cognitivos, emotivos y valorativos3, además de tener relaciones de mutua eficacia con otros modelos de experiencia, distintas a las propiamente comunicativas.
Hasta aquí, los modelos invocados son de inspiración estructural y/o funcional. Las oposiciones consideradas son, o bien, desde un punto de vista lógico polos inversos, contrarios o contradictorios, o bien, desde un punto de vista funcional, eficacias, influencias e interacciones. Aun cuando se ha reconocido (en Van Dijk y en Charaudeau) la dinamicidad de estos modelos, se debe enfatizar su inacabamiento, transformación y temporalidad, en una concepción que implique la proliferación indefinida de mediaciones y de niveles de análisis. Lo Real Social es inagotable, como toda Realidad. Y en la base de esa inagotabilidad (o indecidibilidad) se encuentra el antagonismo: la imposibilidad del acabamiento ontológico, la omnipresencia del conflicto y las mutaciones.
El antagonismo constitutivo se manifiesta en lo polémico. Lo polémico atraviesa lo social, lo mental y lo semiótico, en y entre cada una de sus correspondientes categorías. Por ello, las estrategias políticas tienen una complejidad social, mental y semiótica. Tienen correspondencias en los tres campos (dominios, ámbitos). Se coordinan entre ellos. Una hipotética sociosemiótica estudiaría esa complejidad en su estructura, funcionamiento y proliferación indefinida.
Lo polémico en las intersecciones del campo de la opinión política con los ámbitos político y mediático, constituye un juego agonal, de competencia y enfrentamiento, cuyo objetivo es la descalificación del contrario, pugnando por la credibilidad, la legitimidad y la autoridad, formas semióticas del poder, correspondientes a sendos capitales opinático, ideológico y político-institucional.
El Poder se asume en general como un potencial para ejercer una sanción (física, moral, comunicativa), que garantice la dominación de unos sujetos sobre otros, la constitución de una relación donde unos mandan y otros obedecen. Sus formas semióticas remiten a la representación en el espacio público de esa realidad de poder, la cual sólo se realiza si se semiotiza, si se presenta pública y simbólicamente.
En tales condiciones, la semiotización del poder equivale al momento fundador de toda semiótica política, puesto que equivale al momento de la reducción de lo real de lo político a categorías interpretables y a formas de representación susceptibles de ser difundidas er interpretadas en el espacio público. El poder sólo llega a existir plenamente cuando es visible para los sujetos sobre los cuales se ejerce y, por consiguiente, cuando es puesto en escena en el espacio público, el cual puede definirse como el espacio de la representación del poder. La reducción semiótica del poder constituye, en este sentido, un momento inaugural en la constitución de las sociedades políticas (Lamizet, en DeSignis, 2001: 101)
Lo discursivo (las relaciones establecidas entre los discursos efectivamente producidos en el espacio público) no es más que el escenario de esa pugna y sus estrategias, que consisten en el conjunto sistemático de acciones con el fin de negarle competencias al contrario y aumentar las propias. Ello puede lograrse mediante ataques y defensas directas o indirectas entre los Actores.
Entendiendo que semióticamente la polémica misma tiene una narratividad, constitutiva por lo demás de todo discurso social (cfr. Imbert, en Varios Autores, 1998), se puede analizar la narratividad de la polémica misma entre actores políticos presentados como tales en los enunciados; pero también la narratividad de la polémica entre los actores comunicativos, los medios en tanto enunciadores en pugna en el marco del campo opinático-informativo del que hemos hablado en el aparte anterior.
Los ataques y defensas discursivas entre los actores políticos tiene como objetivo cambiar la naturaleza de las relaciones comunicativas entre enunciador (actor) y enunciatario (el público), concebidas semióticamente como contratos de veridicción y fiduciario, que vienen siendo acuerdos metacomunicativos, juicios acerca, no tanto de lo que se comunica, sino de la relación de comunicación misma4. Así, se trata de poner en cuestión o lograr a) el contrato veridictivo, en virtud del cual cada enunciador hace creer (persuade) al enunciatario (el público) que, a su vez, cree (interpreta como verdad), el discurso producido; b) el contrato fiduciario, por el cual enunciador y enunciatario coinciden en el valor del objeto de saber que el primero le envía al segundo. Las relaciones, concebidas como acuerdos comunicativos (contratos), se convierten entonces en Objetos de valor perseguidos por dos o más Sujetos (como roles actanciales), que además son enunciadores (el medio y los políticos).
Mientras que los ataques directos se refieren a la calificación atribuida al SER o al HACER del contrario (esto es: su competencia de acuerdo a su PODER, SABER, QUERER y DEBER) en el marco de la enunciación; los ataques indirectos se dirigen, en cambio, al enunciado del contrario, bien en su aspecto argumentativo o lógico (señalamiento de falacias), bien en su aspecto factual e informativo (falsaciones).
La Defensa es paralela al Ataque. Consiste en reforzar la propia competencia del actante. Esto pasa por afirmar y reafirmar los contratos comunicativos (veridictivo y fiduciario) con el Lector Implícito o Modelo. Si estos contratos comunicativos (relaciones más o menos estructuradas) se logran mediante un intercambio de argumentaciones que culmine en consensos, nos encontramos con la situación ideal de habla descrito por Habermas. Pero en la mayoría de las situaciones reales, esos acuerdos se logran mediante manipulaciones. Otras defensas pueden desarrollarse como maniobras distractivas (defenderse atacando, cambio de tema, desmentidos), defensas directas (autoatribución de competencias) o elusiones (silencios).
Por otra parte, cabe destacar que el logro o imposición de los contratos comunicativos, mediante la racionalidad comunicativa o mediante manipulaciones, conlleva a un aumento del capital político de los actores, en la forma específicamente discursiva de credibilidad, legitimidad y autoridad. La primera se refiere a la aceptación de contratos comunicativos con el destinatario por acciones representativas que autopresentan al hablante como dotado de sinceridad y a su discurso, de veracidad; así como sus modalidades de QUERER y DEBER; la segunda, se refiere a las razones y argumentos (implícitas y explícitas) que sostienen las competencias modales actualizantes (PODER y SABER) del hablante; la tercera, a las reglas del orden jurídico y parajurídico (capital jurídico y político, en términos de Bourdieu) que fundamentan las modalidades del PODER y el SABER del enunciador. Es con la credibilidad, la legitimidad y la autoridad que se ostenta y representa el PODER social, a través de manifestaciones discursivas.
Cabe destacar que en el Acto Discursivo Público siempre hay más de un destinatario; por lo menos dos: el público (una ficción teórica analizable como veremos de inmediato) y la institución o Actor frente al cual se solicita, protesta, critica, etc. Si a esto le agregamos que todo discurso político tiene implícitamente tres tipos de destinatarios, el prodestinatario (los partidarios), los contradestinatarios (los adversarios políticos) y los paradestinatarios (indecisos o indiferentes); se comprenderá la complejidad que atañe al análisis de cualquier ADP.
En todo caso, en el ADP periódico, titular o nota de prensa, tendremos cuidado de definir esos destinatarios a partir de tres destinadores fundamentales: el medio, el político y el periodista, correspondientes a los niveles de análisis Género Producto, acción política y Genero Literario (titular o nota de prensa). Unos sirven de escenarios a otros, según el punto de vista. El Género Producto sirve de escenario (co-texto) a los otros dos elementos; pero también la estrategia política es un contexto necesario para comprender los otros dos; y así sucesivamente.
En el segundo capítulo daremos cuenta de la instrumentalización metodológica de toda esta teoría, que nos ha servido para establecer las premisas generales de nuestro estudio.
1 Si lo jurídico es la existencia positiva de la norma en una ley o reglamento, el orden para-jurídico se refiere a las excepciones de esas reglas, independientes y eventualmente contrarias a lo jurídico. Esas excepciones, que pueden llegar a regularizarse, no en virtud de una norma legítima, sino de prácticas decididas instrumentalmente o asumidas como hábitos, o como efectos de poderes fácticos, pueden llegar a ser reconocidas por los organismos estatales competentes y convertirse eventualmente en orden jurídico.
2. Halliday distingue entre el lenguaje como sistema (asunto de la lingüística y la psicolingüística) y el lenguaje como institución (objeto de la sociología), que es ya el lenguaje en sus funciones sociales, la cuales a su vez son el ideacional (a su vez compuesto por el experiencial y el lógico), el interpersonal y el textual. Ambas caras del lenguaje lo constituyen como semiótica social.
3 Comunes, a su vez, a la noción de actitud de la psicología social, y a los componentes de la “cultura política” de Almond y Verba.
4. Habermas lo llamaría acciones comunicativas, cuyo contenido se refiere a las condiciones de la comunicación misma y supone conocimiento sobre los objetivos de la comunicación (acuerdos y desacuerdos en su desarrollo, preguntas y respuestas, etc.)
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