Millones de personas se trasladan a diario de un continente a otro.
Todos los días ocurren migraciones masivas por motivos económicos o
políticos.
Una verdadera coctelera cultural está agitando la Tierra.
Distintos grupos étnicos se encuentran y quieren mantener sus creencias,
costumbres, vestimentas, su identidad.
Los países ponen barreras que
son traspasadas por cientos de miles de inmigrantes todos los días.
Los
recién llegados se comunican y envían dinero a los lugares de origen,
habitan los mismos barrios que sus coterráneos, pero el encuentro y la
mezcla avanza con velocidad.
Muchas culturas,
aparentemente asimiladas por las nacionalidades mestizas, resurgen
exigiendo sus derechos ancestrales.
Pueblos invadidos y masacrados por
otros, a siglos de distancia, reclaman justicia por los exterminios
realizados contra ellos.
Grupos independentistas quieren desprender sus
naciones del Estado que las somete.
El amor al propio pueblo, a las
tradiciones, a la fe de los antepasados, parece revivir a medida que el
mundo está más comunicado.
La conciencia de la
multiculturalidad va cubriendo el planeta mientras, simultáneamente,
crece el temor a la asimilación de la propia cultura.
Los
fundamentalismos reaccionan a la pérdida de identidad incitando a la
violencia, a veces extrema, para aislar lo diferente.
Las creencias de
cada cultura sufren el embate de las otras, se enriquecen, se comparan,
se relativizan.
En esta situación, parecen estar agotadas las respuestas a la necesidad de sentido.
Regiones emergentes como América Latina pueden lograr fuerza económica y militar en el juego de la concentración de poderes, pero ¿de dónde obtiene un sistema de creencias culturales con el vigor necesario para iniciar un ciclo civilizatorio?
La crisis de las culturas significa que sus verdades ya no dan respuestas a las necesidades que nos agobian en este momento de la historia.
El mundo cambió, nos mundializamos, y nuestras antiguas certezas no son útiles para lo que está por venir. No son la tierra firme donde pisamos.
Esta situación desestabiliza y desorienta.
Todo cambio requiere de un remezón en las creencias para hacer temblar las instituciones; parecían entidades perennes, y ahora se vacían y se desmoronan junto a la fe que las sostiene.
Basta pensar en los Estados, las Iglesias o los bancos y, a diferencia de hace pocos años atrás, ya no se cree que durarán para siempre.
Al tiempo que se afirma la identidad y lo diferente, en este magma cultural está revelándose, por contraste, lo común y lo universal.
Ese algo común que va decantando en esta confusión de la historia puede convertirse en la verdad central de una futura civilización planetaria.
Lo común de cada cultura es el ser humano. En todas ellas ha habido momentos en que el desarrollo, la libertad, la tolerancia y la no violencia fueron valores primarios.
El reconocimiento de esos momentos humanistas puede gestar una cultura universal.
El reconocimiento de lo humano como significado común y como valor máximo es lo que puede proyectarse hacia una cultura mundial.
Lo universal no es sinónimo de uniformidad, lo universal es un continente en que caben todas las diferencias, en que la propia identidad puede convivir con otras y converger en la libertad y los derechos humanos.
Esta universalización cultural está ya sucediendo en los vínculos de la misma gente que se reconoce en la diferencia.
Las élites no pueden controlar eso y tratan de adaptarse a la nueva situación existencial y al paisaje multicolor en el que conviven los pueblos.
En ese encuentro de civilizaciones, en el contacto directo de las actividades cotidianas, en ese intento de adquirir identidad acentuando las diferencias, está ocurriendo también la experiencia de lo común.
Mientras te observo y acentúo las diferencias, tu dios tan distinto al mío, tu color de piel, tus costumbres que no podría seguir jamás, va decantando aquello en lo que nos parecemos y aquello en lo que somos iguales.
El reconocimiento de lo humano es siempre conmovedor; no es una experiencia sensorial, es una experiencia profunda.
El otro es como yo, tan distinto pero igual como yo.
Lo humano contrasta en el fondo de las diferencias y, de pronto, sobresale y te descubro, la emoción me embarga y la comunicación nos acoge.
El encuentro civilizatorio pasa en las calles, en el comercio, en la construcción, en los colegios, allí está sucediendo el reconocimiento de lo humano como lo común.
En el diario vivir acontece la experiencia mística de la unidad.
Del libro "La unidad en la acción" de Dario Ergas, a través de Xavier Batllés
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