Es levantar la mirada
en el subte, y ver: cada quien con los ojos en su propia pantalla.
Hace
tiempo ya que Italo Calvino tuvo una visión de todo esto en Tokio, y la
contó en su texto Los flippers de la soledad.
"Si no fuera por la
agresividad cromática y acústica, no nos percataríamos de que se trata
de un lugar de diversión al ver a las personas sentadas, cada una frente
a su pequeño escaparate como en un lugar de trabajo, los ojos fijos en
el centelleo del mecanismo relumbrante, maniobrando los botones con
gesto de autómata", anotó.
Tres décadas más tarde en ésas seguimos, sólo
que ahora la pantalla -y el mundo- se han vuelto más pequeños.
Apenas
un rectángulo posado en la mano, y esa geometría plagada de "marcas de
identidad".
Hoy, por lo visto, todo eso que no haya sido previamente
procesado por el Yo Estampador ("mi" música, "mis" videos, "mis"
contactos, mis, mis, mis) es parte de algún otro redil extraño, y
potencialmente peligroso.
Por fuera de ese mundo a escala personal, todo
parece inquietar, empezando por la mirada ajena.
Vamos pues con los
ojos puestos en el único espacio "seguro": el nuestro, ese que se
controla y se dibuja a gusto, y en donde nada importa tanto como lo
propio. "
¿En qué estás pensando?", interroga una y otra vez el Oráculo
de Facebook, a modo de ciberidishe mame, y uno responde.
Ya en su imprescindible Postdata sobre las sociedades
de control, Gilles Deleuze advertía sobre un futuro de "nuevas
libertades", pero también "de nuevos mecanismos de control que rivalizan
con los más duros encierros". Por eso, en este nuevo escenario en donde
el yo se ausculta, interesadísimo, y se vuelve a revisar dentro de un
instante, sus palabras se vuelven revelación. Es el minuto a minuto del
alma, su rating sentimental. El egosistema depende de eso: de
preguntarse, una y otra vez, cómo se siente. Qué tal está. Del todos
para uno, al uno para todo, en una apoteosis de la autosuficiencia que
Gilles Lipovetsky llama "hiperindividualismo" y en la que reconoce el
clímax de lo que se venía gestando desde hace tres décadas. En la misma
línea, la antropóloga Paula Sibilia hace notar que "antes calificadas
como enfermedades mentales o desvíos patológicos de la normalidad
ejemplar, hoy la megalomanía y la excentricidad no parecen disfrutar de
esa misma demonización.
En una atmósfera que estimula la hipertrofia del yo
hasta el paroxismo, que enaltece y premia el deseo de «ser distinto» y
«querer siempre más», son otros los desvaríos que nos hechizan". Y
también otras las penas, ya que, como precisa la psicoanalista Patricia
Faur, "el costo de esta consagración del yo es un enorme sentimiento de
vacío que ha hecho de la depresión la enfermedad del siglo XXI. Vivimos
en una sociedad que crea la ilusión de estar hiperconectada, como si ese
encuentro virtual los dejara menos solos. Pero en ese encierro dentro
del hardware la sexualidad se vuelve virtual, la amistad es un contacto,
los olores dejan de existir. Y nada bueno puede derivarse de esto",
dice.
Santiago (veinte años, pelo bicolor, tres pantallas a
su alrededor a modo de ciberhijitos) no tuvo aún el gusto de leer a
Lipovetsky, pero encarna su idea a la perfección. Hete aquí un
hiperindividuo: todo en él y su circunstancia (la ropa, la música que
suena en sus oídos, la cría de pantallas) lleva su impronta. Tal el
mandato: hoy todo puede (y debe) "personalizarse", incluido en esto
desde el auto hasta las noticias que recibimos. Experiencias tales como
las de Trove (la aplicación de The Washington Post que permite
seleccionar sólo las noticias que le interesen al usuario), Livestand
(la misma idea, pero desarrollada por Yahoo), Pulse y Flipboard (que
permite "tunear" las noticias y leerlas en la IPad) o News.me (un
desarrollo parecido impulsado por The New York Times) son apenas
distintas versiones de una misma idea: acercarle al lector un espejo
informativo. Un mundo sólo para sus ojos.
Mundos a medida
Hace tiempo ya que se habla del siglo pasado como "El
siglo del yo". Ése es, de hecho, el título de un maravilloso documental
de la BBC en el que la lupa se pone por casi cuatro horas sobre la
fundación del sujeto contemporáneo, consumidor antes que ciudadano e
insatisfecho antes que cualquier otra cosa. Hace ya tres décadas que
Christopher Lasch escribió La cultura del narcisismo y hace tiempo
también que el psiquiatra Elías Aboujaoude (autor del libro Virtually
You) teorizó sobre la "e-personalidad" o personalidad electrónica, una
suerte de invención a la medida de nuestros sueños. Sin embargo, esto es
otra cosa. Algo así como el resultado de llevar al yo engendrado por la
publicidad y el denominado "marketing uno a uno" hasta la incubadora de
Internet. ¿El resultado? Un fenómeno que los psicólogos Jean Twenge y
Keith Campbell analizan en el libro La epidemia del narcisismo (una
radiografía del Big Bang del ego en el siglo XXI) y los especialistas en
marketing, más modestos, resumen en algo llamado "el hiperconsumidor". Entre sus características mencionan la independencia, el egocentrismo,
la falta de empatía y una insatisfacción permanente formateada como una
nueva "virtud": la exigencia. La vida pues siempre parece deberle algo
(empezando por mucha, muchísima atención), y en ese caldo el ego crece y
lo invade todo. Por algo, si hace ya rato que la revista Time (en su
edición dedicada al Personaje del Año) no tuvo mejor idea que colocar un
espejo en su portada, hoy no hay producto ni servicio que no recurra a
la "personalización" para vender asesoramiento financiero (estamos en el
boom de las "finanzas personales"), comida (hoy todo es "cocina de
autor"), candidatos políticos o entretenimiento. Pablo Bendersky, de la
firma Quadion (una empresa dedicada a las aplicaciones para móviles),
explica al respecto que hoy "la mayor parte de los ingresos que generan
los juegos tiene que ver con la customización. Es decir, la posibilidad
de dotar a mi avatar del modo que quiera, ponerle un sombrero o un
determinado traje. Lo caro no son los juegos, sino la posibilidad de
«personalizar» a mi jugador. Y en eso sí se gastan verdaderas fortunas",
resalta. "¿Te gusta? Es un conejito", explica feliz de la vida Diana
sobre su nueva funda de celular, con dos enormes orejas rosadas. "También tuve uno dorado. Yo siempre necesito cosas diferentes, mías,
porque si no, me aburro", explica, con esa contundencia de los 19 años. Sin embargo, se puede escuchar a personas mayores que ella argumentando
algo por el estilo aun cuando lo que modifiquen al compás de sus ganas
no sea un simple accesorio sino una carrera, una casa. Una vida: el
mundo según yo. La cápsula perfecta, el ciberútero que a cada quien
contiene y por fuera del cual todo es hostil, imprevisto. Distinto. Tal
vez por eso también hoy contamos con una exitosa aplicación llamada
Instant Mirror, capaz de convertir todo descanso de pantalla de celular
en... un espejo, claro.
Tuneo, luego existo
Vivimos, dice el sociólogo Ulrich Beck, en "sociedades
de riesgo", donde nada está garantizado y nadie parece decir la verdad. Y
si los gobiernos mienten, las empresas engañan y hasta creencias tan
módicas como saber qué es lo que vamos a comer mañana se han vuelto
quimera, más vale no quitar la cerca. El discurso del exterior como
amenaza y la sospecha como única actitud inteligente no sólo permiten
entender a los preppers (los milenaristas norteamericanos que hacen de
sus propias casas un búnker, a la espera de alguna variante del
Armagedón, no importa si química, atómica o islámica), sino también a
estos nuevos comandos de la soledad. Esos a los que la empresa
Trendwatching (una consultora de tendencias globales) definió como
youniverse. Esto es, "tu universo", mundos a escala personal, donde uno
no sólo puede decidir si habrá palmeras, edificios o playas, sino
también vivir una vida alternativa, en un cuerpo digital "tuneado" a
gusto. Pero ¿alcanza impregnar de uno mismo hasta el último detalle para
saber quién se es? Según Graciela Moreschi, médica psiquiatra
especializada en vínculos, no. ¿Por qué? "Porque es justamente la mirada
del otro la que nos vuelve sujetos. Relacionarse implica todo un
esfuerzo adaptativo a través del cual maduramos porque aprendemos a
ceder y a negociar. Pero en un mundo narcisista no hay cambio ni
crecimiento porque tampoco hay vínculo. El otro es sólo un espejo frente
al que lo único que se busca es aprobación", dice.
De hecho, según un reciente estudio de la Universidad
de Freie, en Berlín, "se ha demostrado que frente a cada «like», se
activan zonas del cerebro que tienen que ver con los mecanismos de
recompensa", confirma Alejandro Tortolini, experto en mundos virtuales y
docente de la Universidad de San Andrés. Pero hay en el egosistema algo
que lo vuelve inestable desde el vamos, y que es -valga la ironía- su
falta de ventanas. Vuelto sobre sí, estático y perfecto, sometido a
interminables reediciones y "tuneos", es justamente salir a la luz del
día lo que lo revela en su trágica de Drácula electrónico: existe a
condición de que el otro nunca pase de ser un pulgar hacia arriba o una
cara sonriente."¿Por qué uso emoticones? No sé. Porque son más claros.
Con las palabras siempre hay confusiones, malentendidos. Con el emoticón
no, porque si uno ve una carita feliz, ya sabe que el otro está feliz.
Entonces le manda otra carita y todo el mundo contento", declara Javier,
parafraseando a Aldous Huxley, pero también dando cuenta de por qué hoy
-separado, padre de dos hijos y con más de cuarenta años- todavía sigue
espolvoreando sus mensajes con dibujos de animales furiosos, felices o
tristes. También para Guillermo Tragant, director creativo de su propia
agencia de publicidad y conocedor como pocos del mundo de las marcas,
éstos son buenos tiempos. "Donde algunos ven el mito de Narciso, yo veo
un momento de reflexión, dispersión y funcionalidad.La tecnología es
buena amiga, hoy el poder del usuario es surreal y las buenas marcas
están atentas a eso; escuchan y se crea un ida y vuelta muy rico. Las
marcas buscan cada vez más comunicarse con sus clientes mediante voces
personalizadas, identificando nichos o creando niveles de comunicación
en los que el mensaje se va destilando. Y eso es bueno", asegura.
Yo, mi, me, conmigo
Cada noche, a las nueve en punto, una bandeja repleta
de comida aterriza frente a la puerta del cuarto. Cada noche, a las
nueve y cinco, la bandeja desaparece. Reaparecerá -vacía- a eso de las
nueve y media. Del otro lado de la puerta de la habitación está el hijo
de la mujer que trae la bandeja. Pero madre e hijo no se ven desde hace
cuatro años, cuando el chico (por entonces a punto de rendir los
exámenes para entrar a la universidad) simplemente colapsó. Desde
entonces, vive encerrado en su habitación y su único contacto con el
mundo son su computadora y esa bandeja puntual. En Japón se los conoce
como hikikomori ("apartados de la sociedad") y son más de un millón de
adolescentes y jóvenes, por lo general primogénitos varones, esos sobre
los que las expectativas familiares caen como un tronco sobre el gong y
así los dejan: solos y vibrando.
¿Adónde van entonces los que simplemente no pueden
responder a la demanda social de un yo que brille hasta enceguecer?
Hacia adentro, hacia ese último reino de lo privado. El sueño del cuarto
propio, pero ya no en versión Virginia Woolf, sino en modo siniestro:
afuera está el mal; adentro estoy yo. Y mis pantallas y videojuegos. Tal
vez por eso hay también quienes ven en los hikikomori algo así como la
versión (extrema y animé) de eso en lo que todos, llegado el caso,
podríamos llegar a convertirnos. De eso en lo que todos, quizá, ya
estamos en camino de convertirnos. ¿Será acaso el derrame del yo un modo
de controlar -en la sociedad del riesgo- el mayor de todos los
peligros: que otro descubra nuestra humanidad, nuestras zonas débiles,
nuestros "defectos de fabricación"? Para la antropóloga e investigadora
Rosalía Winocur no cabe duda, y es precisamente eso lo que reside en el
fondo del "boom móvil". Esto es, que en un planeta con 8000 millones de
humanos haya hoy 10.000 millones de celulares. Ergo, más dispositivos
que gente. Según Winocur, el cordón umbilical afectivo que crea el
aparato entre nosotros y nuestros seres queridos es lo que explica su
crecimiento monstruoso. "Este aparato se volvió clave para mantener la
cohesión imaginaria de los espacios seguros donde habitan nuestras
certezas, porque nos permite exorcizar los fantasmas de la otredad",
anota. También para Moreschi la pasión por aferrarse a lo propio
(después de todo, tal vez no sea casual que la aprobación se represente
con un pulgar en alto idéntico a ese que chupan todos los bebes) y
exaltarlo, y hacer del "yo mismo" una marca, no revela más que una
incurable soledad. O, parafraseando a Deleuze, exhibe hasta qué punto
los nuevos mecanismos de control nada tienen que envidar a los más duros
encierros.______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________