Algo cabizbajo sin sombra ni amargura alguna caminaba mirando al suelo, acaso vigilaba de no pisar las diminutas flores que emergían entre las piedras del camino o simplemente, como si cansado de mirar al mundo, escogiera mirar la hilera de diligentes hormiguitas que se cruzaban a su paso.
Nadie sabía su nombre, nadie lo
llamaba, simplemente se acercaban a él como si por contagio desearan
impregnarse de la paz que emanaba. Tampoco le conocían la voz, los
de la zona no recordaban haberlo oído hablar. Ante una pregunta,
apuntaba la respuesta con la mirada y señalaba una piedra, un árbol,
un cervatillo malherido, una nube metamórfica o un cóndor que
volaba bajo. Tenía los ojos de un gris entelados, como si pudiera ver
a través de ellos todo lo que no vemos los demás humanos.
Crecieron leyendas alrededor de su
origen, algunos contaban que siempre había sido viejo y nunca niño,
otros decían que era el espíritu de los árboles muertos encarnado
en un cuerpo; pero a mi, la historia que más me fascinó fue la de
aquellos que afirmaban que en su cuerpo descansaban las almas de
todos los niños dormidos, que él era el creador de sus sueños.
Fue por eso que me acerqué a
visitarlo, atraído por un poderoso deseo de agradecerle que hubiera
cuidado de mis sueños de infancia.
Cual fue mi sorpresa cuando, leyendo
mis pensamientos, despertó su voz. Carraspeó como si hiciera siglos
que no hablaba y muy lentamente empezó a construir una palabra tras
otra, como si fuera el mayor y último esfuerzo capaz de emprender.
- No, no desees.
- Sólo deseaba darle las gracias
buen hombre.
- El cielo se abre ajeno a todo
deseo y todo enseñanza.
Y dicho esto continuó andando, como si
nada hubiera ocurrido.
Desperté, cabizbajo, contemplando las
florecillas entre las piedras y maravillado ante la hilera de
diligentes hormiguitas que se cruzaba en mi camino. Levanté la
vista, el cielo allá en lo alto, bellamente despejado.
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