La Caída del Dragón y del Águila -Javier Tolcachier - Extracto
Capítulo: El nacimiento del Águila bicéfala
Cuando la realidad tiránica emergía con toda su fuerza, cuando el poder se disolvía a sí mismo por su innata lógica de confrontación, cuando pestes, inundaciones u otras desgracias naturales asolaban el territorio, cuando fortalecidos poderes regionales o militares ponían en duda el poder central, cuando algún nuevo invasor mejor entrenado, equipado o con mayores recursos aparecía en el horizonte fronterizo de un imperio ya desgastado por cada vez mayores esfuerzos en defender sus cada vez más grandes territorios, cuando la complejidad étnica o religiosa echaba por tierra todo intento unificador, cuando interminables e implacables luchas sucesorias frenaban o detenían todo avance, disolviendo las fuerzas comunes en la intriga de las facciones, cuando las realidades administrativas superaban las habilidades y hábitos de pueblos educados y entrenados para matar o morir en combate, cuando las vías dejaban de ser seguras o ciertos avatares del dominio imperial impedían el desarrollo del comercio y debilitaban estructuras económicas, entonces, los otrora invencibles imperios comenzaban a tambalear.
El Águila romana se encontraba con varios de estos
problemas durante el siglo III y había perdido parte de su considerable
fuerza, poco más de dos siglos luego de la coronación augusta. Sus
extendidos dominios en Europa, el Norte de África y Oriente próximo no
resistían ya su propia envergadura y requerían reformas. El emperador
Diocleciano fue, hacia 284, quien tomó estas medidas instaurando un
sistema de doble gobierno llamado Tetrarquía por estar constituido por
dos Augustos y dos Césares. Cada Augusto debía velar por una parte del
imperio, uno en su faz occidental y el otro en sus tierras orientales,
acompañados por sendos Césares quienes – luego de una abdicación
rotativa y programada – debían reemplazarlos. El sistema era interesante
en teoría, pero no sobrevivió a la primera fase que sólo completó el
propio Diocleciano.
Además de ello, la capital imperial se
trasladó a Bizancio, la que a partir de Constantino sería llamada
Constantinopla o “ciudad de Constantino”. Desde este punto estratégico,
se pretendía controlar más de cerca y avanzar sobre el frente oriental,
que era de donde provenía una de las amenazas más potentes de la época,
la del Imperio Sasánida. Por otra parte, si bien Roma era dueña y señora
del Mediterráneo, los pueblos guerreros del Norte de Europa
incursionaban crecientemente constituyéndose en permanente amenaza
exterior, lo que suponía un fuerte drenaje de recursos militares y
económicos para la defensa de esos límites. Además, las hordas no eran
ejércitos regulares con objetivos de dominación permanente, sino que, a
la usanza de los Xiongnu del norte chino, apuntaban al pillaje y al
saqueo, siendo blancos móviles difíciles de combatir. Con la distancia
del caso, un problema similar al que enfrentarían grandes y poderosas
formaciones militares al ser combatidas con sistemas de guerrillas, con
características de ataque sorpresivo y retirada rápida.
Aquel
traslado a Constantinopla y la creación de los Imperios romanos de
Oriente y Occidente constituirían el nacimiento del Águila de dos
cabezas, que simbolizaba la aspiración de dominio romana hacia los dos
mundos conocidos por entonces. Sin duda, una alegoría impactante para un
proyecto ambicioso.
Pero a estas alturas, Roma distaba mucho de
poseer la cohesión necesaria para cumplimentar esas imágenes. Aquel
imperio ciertamente había logrado formatear parte del mundo antiguo con
leyes, pesos, medidas y la acuñación de moneda, pero no había logrado
renovar en el aspecto religioso, intentando de ese modo solidificar
cimientos civilizatorios nuevos a los que pudieran adherir la diversidad
de pueblos anclados en sus propias creencias y rituales. Es más, en los
comienzos, los romanos habían intencionado permitir los cultos locales
como forma de ganar aceptación por parte de sus dominados. Esa táctica,
que inicialmente había aportado a la construcción imperial, ahora se
volvía ineficaz a la hora de sostener el status quo o acaso seguir
avanzando.
Es aquí donde emerge Constantino, proclamado Augusto
luego de liquidar a otra media docena de competidores al puesto, quien
echa mano de una creencia monoteísta para insuflar al Águila bicéfala
con algún fundamento novedoso y unificador que permitiera – en base a
los mandatos de un dios único – justificar y consolidar la dominación.
Seguramente
el nuevo emperador siguió el ejemplo de los rivales sasánidas, quienes
desde Persia – y en la huella del antiguo poderío aqueménida de Ciro II y
Dario I – se asentarían en el culto zoroastrista (en sus variantes
tradicional y también maniquea), para unir lo eclesiástico y lo
político, organizando así una estructura central y piramidal que
nuevamente permitiría extender entre el siglo III y hasta mediados del
VII la influencia persa hacia Occidente, llegando a las fronteras
bizantinas y hacia Oriente, extendiéndose hasta el norte de la India.
Este
imperio sería finalmente doblegado por el avance del Islam y el
establecimiento del califato de los Omeyas en Damasco, quienes además
aprovecharían el desmembramiento del imperio romano de Occidente
(ocurrido unos cien años antes del nacimiento de Mahoma), para hacerse
con todos los territorios del Norte de África, incluyendo parte la
península ibérica.
Es interesante observar cómo la mixtura de
aquella fuerte religión mazdeísta del Irán sasánida, al entrar en
contacto con la facción islámica de los “alíes” (aquellos que reclamaban
la sucesión mahometana para los descendientes de Alí, primo y yerno del
Profeta), produjo la rama Chiíta del Islam, quien nunca pudo
reconciliar su derrota histórica frente a la rama Sunní, a la sazón,
absolutamente mayoritaria en el desarrollo islámico. Es remarcable
también cómo – desde un impulso culturalmente similar - la dinastía
Omeya cayó y dio paso a la dinastía de los Abbásidas, quienes justamente
surgieron desde la región persa nororiental conocida como Jorasán. Y
por esos ríos subterráneos de la Historia, es claro como persiste aquel
modelo teocrático de unidad entre poder religioso y político aún en el
siglo XX, dando origen a la conocida revolución de los imams que
derrocaría en 1979 al Shah (rey) de Persia.
Pero Roma no contaba
en el siglo IV con Mahoma y como ya dijimos, sus religiones oficiales y
domésticas no poseían la fuerza arrolladora de sus legiones, legislación
y organización, por otra parte corrompida por la ambición y la
entropía.
El cristianismo primitivo, sin embargo, era demasiado
ecléctico y débil como para brindar el fundamento buscado. Constantino
no podía tolerar disenso ni divergencia alguna – actitudes demasiado
próximas a la especulación filosófica del mundo griego que se pretendía
superar – ya que precisamente se buscaba un factor unificador. Por ello,
se convocarían sucesivos concilios que fijarían criterios y expulsarían
a las facciones disidentes, persiguiéndolas incluso de manera feroz a
partir del mandato de Teodosio.
Desde
su misma condición de origen, el cristianismo ha vivido en esa
contradicción inherente al hecho de haber sido inspirado en un culto
próximo al ascetismo esenio, pero que debe su inserción y expansión a
servir de herramienta de construcción imperial. Así, la iglesia
cristiana siempre estuvo relacionada (de manera similar al confucianismo
chino) al sostenimiento de las estructuras de poder vigente.
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