Se supone con un grado muy alto de certeza, que en todas las épocas y culturas, los seres humanos han observado al llegar a la madurez, que el tiempo había transformado su cuerpo, que algunos seres queridos habían muerto y que eso inevitablemente les iba a ocurrir a ellos también.
Ante esto, pueden haber pensado, como una consecuencia lógica inexorable, que no tenía sentido seguir preguntándose cosas y respondiéndose, queriendo lograr afectos o posiciones como si fueran para siempre.
Lo único coherente con esa verdad con la que contaban de allí para adelante, era parar de ilusionarse con un futuro ilimitado.
A partir de ese momento, ninguna cosa tenía sentido, de todas las que se les pudieran ocurrir.
Entonces, elegían quedarse quietos. Quietos por dentro. No querían correr más detrás de nada.
Era aceptar el fracaso con dignidad, sin negarlo más.
Algunos dijeron simplemente, así son las cosas, pero de la boca para afuera.
Alguno, de acuerdo con lo que pensaba, intentó quedarse quieto internamente, no tratar de engañar más a su fantasma, porque eso fatiga demasiado y es inútil.
Es posible que algunos seres humano de todas las épocas, en ese quedarse quietos, alguna vez se sentaron solos bajo un árbol o en el piso de una cueva que servía de refugio, en la prehistoria por ejemplo, cerraron los ojos y escucharon el Silencio por primera vez.
Y se enamoraron del Vacío.
Y sintieron algo en su corazón que los llenaba de congoja y a la vez los colmaba de alegría.
La congoja tenia justificación, porque todas las ilusiones se estaban rompiendo en pedazos.
Todo lo que creían de si mismos y del mundo se estaba quebrando dolorosamente y comprendían que se quedaban solos, sin salida porque su futuro inevitable era desaparecer para siempre.
¿Sin embargo, porqué sentían hombres y mujeres esa alegría tan grande, esa felicidad nueva tan inmensa?
Nada sabemos nosotros sobre eso.
Pero cada uno de ellos estaba solo con esa quietud y no tenía a quien preguntarle estas cosas, aunque hubiera alguien a su lado.
Porque ya las preguntas y las respuestas habían sido descartadas de su mente, junto con todo lo demás imaginable, porque todo se había convertido en provisorio, hasta el saber.
Se había acabado la mentira.
Probablemente muchos hombres en cualquier parte de la tierra y en cualquier época, primero se extrañaron por esa alegría sin razón.
Y simplemente porque les gustó, volvieron a sentarse bajo ese árbol o en el fondo de la cueva.
Cuando estaban en otras actividades, seguramente se sentían atraídos por esos lugares, como si oyeran que estos, alegremente, con una seducción amorosa que les hablaba a sus entrañas, los invitaran a volver.
Así poco a poco fueron descubriendo la quietud en el interior de su corazón y de su mente.
Por curiosidad, por explorar esa parte del mundo que no habían mirado antes, fueron tanteando con la atención distintos lugares internos.
Por casualidad y porque abandonaron la búsqueda de la felicidad para siempre, encontraron la enorme felicidad en el presente, la que les daba el recogerse en el fondo del corazón y quedarse quietos, inmóviles, cuidadosamente silenciosos, descansando en la alegría.
Pueden haber ocurrido millones de historias parecidas, a las que siguieron también millones de caminos distintos en todas las épocas, pero no es extraño pensar, que el desarrollo interno del espíritu, sea una parte “normal” de la evolución del hombre, un hombre que considera a la muerte como algo realmente posible para él y decide no mentirse, no ilusionarse más con falsas esperanzas.
Un ser humano en el que el resultado de su reflexión es más fuerte que su miedo.
Como ustedes habrán observado, continuó el visitante en tono de conferencia y con una seguridad fuera de lo común, es este sin ninguna duda, un ejercicio imaginativo, que intenta apresar en una imagen, la universalidad existencial que une a los seres humanos y que da origen inevitablemente, a aquella Experiencia Interior que lo conecta con un espacio y un tiempo, donde se vive en verdadera plenitud.
Vale decir que, partiendo de un proceso simple, por el que va a pasar cualquier ser humano en cualquier época, podemos suponer con cierto rigor de verdad, que si alguien llega a admitir profundamente la presencia del tiempo en su vida y en el mundo (y decide no engañarse más con respecto a la permanencia de las cosas), necesariamente hace stop, detiene su imaginación movida por el miedo y esta, entonces, no intenta más perseguir las cosas como antes.
Ese hombre sin ilusiones se propone ser feliz en el descanso que produce el maravilloso estado interno que ha descubierto.
Ya no le importa nada verdaderamente. Ni del mundo externo ni del interno.
No puede perder nada, porque nada es de él para siempre.
Ahora sabe con certeza, que él mismo no es para siempre y por lo tanto, todo es provisorio.
¿Que queda sino descansar en la quietud?
¿Que queda sino escuchar ese llamado inexplicable? ”
Al llegar a ese punto, sin apuro, el visitante que estaba de paso, se sentó cómodamente y dijo con voz amable y en tono risueño:
“Cuentan que un anciano, que estaba en silencio en su casa, en una vieja silla de respaldo alto, que aceptaba la impermanencia de las cosas (y era cierto porque ya no intentaba retenerlas para sí), fue invadido por una luz muy clara, muy hermosa.
Nadie supo en el pueblo por qué hubo un fuerte resplandor, pero cuando el anciano les contó lo que le había sucedido, todos sintieron que era eso lo que más querían.
Era eso con seguridad lo que querían que les pasara, aunque en verdad, no podían decir por qué, porque no tenía ninguna relación con las cosas de la vida.
Si alguien les hubiera preguntado antes de este suceso, qué era lo que más querían , ni se les hubiera ocurrido mencionar esa luminosidad, ni esa quietud.
Y quizás por esa luz, o porque todos estabas compartiendo una misma experiencia nueva, o por ambas cosas a la vez, a partir de ese momento, los pobladores de aquel lugar comenzaron a ser más felices.
Vivían con una alegría que no podían llamar humana, en el sentido corriente que tiene la palabra.
Eran personas que amaban el momento en que podían estar muy quietos en esa gloria sin nombre.
Se pasaban datos respecto a lugares silenciosos. Se invitaban para sentir la luz juntos, en las casas más alejadas del centro del poblado.
Las cosas empezaron a ser de uso común y era muy difícil escuchar a alguien hablar de “lo mío” y de lo que había hecho.
Era un pueblo donde la gente, poco a poco, se fue quedando callada.
Se solía ver a menudo, alguien parado en medio de la calle o sentado en la plaza, por un rato.
Se quedaban con los ojos cerrados, con una expresión calma en la cara, respirando de un modo que no parecía que respiraban.
No había apuro por llegar a alguna parte, pero sin embargo la gente estaba muy despierta, atendía a sus necesidades, era cuidadosa de lo que necesitaban los demás y sin embargo se mantenía independiente.
Para darles una idea de cómo era la vida en ese pueblo, les cuento por ejemplo, que una tarde vimos tres personas en una esquina, mirando muy callados una hoja.
Era la hoja de un árbol, que un niño mostraba en la palma de la mano .
Se miraban entre ellos muy calmos y sonreían, muy silenciosos, muy serenos.
Así pasaron un buen rato, entre el recogimiento y el asombro.
Uno de ellos, tocó delicadamente la hoja con la punta de los dedos y comenzaron a correrle muchas lágrimas por las mejillas.
Y sin embargo, sonreía. Sonreía con una alegría, que según contó más tarde, era de agradecimiento.
Ese día en el pueblo, el aire había estado muy fresco y transparente desde la mañana.
Continuará...
Juan.
Buenos Aires, 2 de mayo de 2003
.