“... Por lo ético en este sentido estricto entendemos el sí y el no que el hombre da a la conducta y acciones que le son posibles, a la radical distinción entre ellas que las afirma o las niega, no de acuerdo a su utilidad o perjuicio para los individuos y la sociedad, sino de acuerdo con su valor o disvalor.
Hallamos lo ético en su pureza sólo allí donde la persona humana se enfrenta con su propia potencialidad, y distingue y decide en tal confrontación, sin preguntar qué es lo bueno y qué es lo malo en ésta, su propia situación.
El criterio mediante el cual se llevan a cabo esta distinción y esta decisión puede ser ya un criterio tradicional, ya un criterio percibido por el individuo mismo, ya un criterio adquirido por revelación.
Lo importante es que surja una y otra vez la llama crítica, iluminando primero, luego quemando y purificando. ES el conocimiento por parte del individuo de lo que él es “en verdad”, de qué está destinado a ser en su única y no repetible existencia creada.
Cuando este conocimiento se halla plenamente presente, puede surgir de él la comparación entre lo que uno realmente es y aquello para lo que uno está destinado. Lo que se encuentra, se confronta con la imagen, no con la llamada imagen ideal, sino con la imagen surgida de ese misterio del ser mismo que llamamos persona.
Así, el genio que lleva su nombre se enfrenta a la plenitud demoníaca de la conducta y de las acciones posibles ofrecidas al individuo en este momento. Podemos llamar a la distinción y decisión nacidas de estas profundidades, con el nombre de acción de la preconciencia...”
MARTÍN BUBER, Eclipse de Dios, Ed. Nueva Visión, 1970, p.86.
Si bien el núcleo de la cita fue lo que disparó las reflexiones que siguen, no pude evitar transcribir el párrafo entero por la cantidad de elementos afines a la experiencia que estamos transitando en estos días. (24/4/03)
No complico más la cosa: moral es todo lo que abarca mi comportamiento desde la mirada social, el atenerse o no a tales o cuales reglas compartidas por un grupo más o menos amplio, a cuyos criterios adscribo.
Ético es lo que tiene que ver conmigo y sólo conmigo.
Es mi conducta vivida desde mí, con independencia de las consecuencias externas.
Lo moral rige la exteriorización de mi conducta, se activa a partir de su expresión en el mundo y califica sus resultados.
Lo ético rige la preparación de mi conducta, es el momento de decisión.
Mi conducta será ética o no si viví este momento de decisión como tal.
Independientemente del juicio moral que se pueda hacer sobre sus resultados.
Mi conducta será moral o inmoral según los estándares bajo los cuales se la pueda juzgar.
Y eso no hablará de su eticidad.
Desde el punto de vista moral mi conducta construye o degrada el mundo, pero no necesariamente me construye.
Desde el punto de vista ético, mi conducta me construye o me desintegra, independientemente de sus resultados en el mundo. Puedo construir el mundo desintegrándome, en cuyo caso, estaré construyendo un castillo de arena.
O puedo degradar el mundo construyéndome, en cuyo caso estaré echando los fundamentos de un nuevo mundo. Porque el mundo es, en última instancia, yo.
En el acto ético se juega si yo acepto hacer algo. En el moral, si el mundo lo acepta.
Sobre las consecuencias de mis actos pueden llover criterios disímiles; para la aceptación de mis actos no hay criterio que valga.
El acto ético no es un acto intelectual ni tampoco emotivo. Es un acto integral en el que, por tanto, se juega mi integridad como tal.
No hay un posible "sí, pero", o "más o menos". Sólo es posible el sí y el no. Y lo que no es un sí definido de aceptación de mí mismo en ese hacer, opera, a la larga, como un no.
En el acto ético es mi integridad la que se juega como tal, la que está en cuestión. No es mi conveniencia, ni mi bienestar, ni cualquier tipo de utilidad pensable. Es el aceptarme como soy, como me manifiesto a través de tal o cual conducta. O no.
Cualquier reparo tiene que ser atendido y no descalificado en aras de un criterio, cualquiera sea él. Porque donar mi presencia es una resistencia. Porque mi presencia sólo puedo donarla integralmente para que sea un acto de construcción de mí mismo. Como todo acto de decisión lo es.
Momento a momento me enfrento al tránsito de una situación a otra, cada instante es un umbral por el que paso íntegro o de a pedazos. De instante en instante, la "sustancia" de mi vida se vuelca como de vaso en vaso y tiene que pasar toda de un vaso a otro. De lo contrario, se degrada y me pierdo en el camino.
Por eso, ante la decisión sólo puedo decir sí o no. Y si no es un sí que resuene impulsándome hacia delante con mi decisión, no será el momento. Y si pasado el momento, se pierde la situación, es que no era para mí. Ya fuera la situación o su oportunidad, alguno de los dos no cuajaba con el otro: ella y yo no estábamos listos para la mixtión.
Porque la situación sólo puede ser con mi concurso, cuando aporto mi presencia, cuando consiento su curso, cuando lleno su molde imaginario: hasta ese momento no es más que eso, imagen, por tanto, mera posibilidad.
Mientras que yo, hesitando en ese umbral, ya soy, siendo ese decidir, ya estoy siendo, porque vengo de ser y voy a ser. Pero no cualquier cosa. Si la imagen no puede contenerme plenamente y potenciarme, habrá reparos. Y ese reparar es ya un modo de ser.
Ese pararme a revisar lo que siento, no lo que pienso, es lo que preserva mi integridad, lo que me hace ser en ese momento de transición.
Y es ese ser lo que tengo que preservar en su integridad.
Porque cuando decida volcarme en la situación imaginada ya habré dejado de ser para ser la situación, ya habré dado mi presencia a la situación, es ella la presente y yo el copresente, hasta que pueda recuperarme nuevamente en un nuevo umbral, que no sé cuándo se volverá a producir, cuándo la interacción situacional me devolverá la posibilidad de elegir nuevamente ésa, mi integridad.
Corriendo el riesgo de sentir el desgarrón que produce renunciar al ensueño, si no siento el sí, es mejor abstenerse de actuar.
Porque ese desgarrón ya es señal de integridad.
El dolor de la pérdida de mis ensueños me unifica y me reconcilia, porque disuelve la ilusión.
Pasa y se cura con la mera presencia que sobreviene, de mí mismo.
Y abre nuevas posibilidades, aún de aquello que aparentemente he perdido.
Porque, paradojalmente, sólo puedo tener lo que no tengo, en tanto está separado de mí y genera la tensión de la posesión, diferenciándose.
Cuando lo alcanzo ya nos confundimos y en el poseerlo lo pierdo, porque pasa a ser parte mía, una nueva vivencia, pero otra vivencia más.
Cuanto más difícil sea la decisión, más fuerte ha de ser la integración.
Más activo e intenso ha de ser el trabajo del pensar, el prever y el sentir, modelando el sí mismo que se confronta a esa aceptación.
Y esa intensidad de sentimiento, de jugar el todo por el todo, es la llama crítica que ilumina y purifica, forjando nuestra decisión.
Buenos Aires, junio 13 de 2001.
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