jueves, 16 de julio de 2009

La idea de la generación - Ortega y Gasset


Una misma cosa se puede pensar de dos modos: en hueco o en lleno.

Si decimos que la historia se propone averiguar cómo han sido las vidas humanas, se puede estar seguro que el que nos escucha al entender estas palabras y repetírselas las piensa en hueco, esto es, no se hace presente la realidad misma que es la vida humana, no piensa, pues, efectivamente el contenido de esa idea, sino que usa aquellas palabras como un continente vacío, como una ampolla inane que lleva por de fuera el rótulo: "vida humana".

Es, pues, como si se dijera: Bueno, yo me doy cuenta de que al pensar ahora estas palabras —al leerlas, oírlas o pronunciarlas— no tengo de verdad presente la cosa que ellas significan, pero tengo la creencia, la confianza de que siempre que quiera detenerme a realizar su significado, a hacerme presente la realidad que nombran, lo conseguiré.

Las uso, pues, fiduciariamente, a crédito, como uso un cheque, confiado en que siempre que quiera lo podré cambiar en la ventanilla de un Banco por el dinero contante y sonante que representa.

Confieso que, en rigor, no pienso mi idea, sino sólo su alvéolo, su cápsula, su hueco.

Este pensar en hueco y a crédito, este pensar algo sin pensarlo en efecto es el modo más frecuente de nuestro pensamiento.

La ventaja de la palabra que ofrece un apoyo material al pensamiento tiene la desventaja de que tiende a suplantarlo, y si un buen día nos comprometiésemos a realizar el repertorio de nuestros pensamientos más habituales, nos encontraríamos penosamente sorprendidos con que no tenemos los pensamientos efectivos, sino sólo sus palabras o algunas vagas imágenes pegadas a ellas; con que no tenemos más que los cheques, pero no las monedas que aquéllos pretenden valer; en suma, que intelectualmente somos un Banco en quiebra fraudulenta.

Fraudulenta, porque cada cual vive con sus pensamientos, y si éstos son falsos, son vacíos, falsifican su vida, se estafa a sí mismo.

Pues bien, yo no he pretendido en las dos lecciones anteriores sino hacer fácil a ustedes llenar de realidad las palabras "vida humana" —que son, tal vez, de todo el diccionario, las que más nos importan, porque esa realidad no es una cualquiera, sino que es la nuestra y al serlo es la realidad en que se dan para nosotros todas las demás, es la realidad de todas las realidades—.

Todo lo que pretenda en algún sentido ser realidad tendrá que aparecer de algún modo dentro de mi vida.

Pero la vida humana no es una realidad hacia afuera —quiero decir, la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo—.

Al contrario: eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida.

A mí me acontece ahora tenerlos a ustedes de oyentes, tener que hablarles; los encuentro delante de mí con el variado aspecto que me presentan —muchachos y muchachas que estudian, personas mayores, varones y damas—, y yo al hablar me veo obligado, entre otras cosas, a buscar un modo de expresión que sea comprensible a todos; es decir, que tengo que contar con ustedes, tengo que habérmelas con ustedes, son ustedes ahora, en este momento, un elemento. de mi destino, de mi circunstancia.

Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí, por tanto, hacia fuera de cada uno de ustedes— sino que es la que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí—.

Y en esa vida de ustedes soy yo ahora no más que un ingrediente de la circunstancia en que ustedes viven, soy un ingrediente de su destino.

La vida de cada uno de ustedes consiste ahora en tener que estar oyéndome, y esto aun en el caso, sobremanera posible, de que algunos de ustedes no hayan venido a oírme, sino que hayan venido por cualesquiera otros motivos imaginables, los cuales no quiero, aunque podría, enumerar.

Aun en ese caso su vida consiste ahora en tener que contar, quieran o no, con mi voz, pues para no oírme, estando aquí, tienen que hacer el penoso esfuerzo de desoírme, de procurar distraerse de mi voz concentrando la atención en alguna otra cosa —como solemos hacer tantas veces para defendernos de esos dos nuevos enemigos del hombre que son el gramófono y la radio.

La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella la es, para el que se la va viviendo mientras y en tanto que la vive. De aquí que conocer otra vida que no es la nuestra obliga a intentar verla no desde nosotros, sino desde ella misma, desde el sujeto que la vive.

Por esta razón he dicho muy formalmente y no como simple metáfora que la vida es drama —el carácter de su realidad no es como el de esta mesa cuyo ser consiste no más que en estar ahí, sino en tener que írsela cada cual haciendo por sí, instante tras instante, en perpetua tensión de angustias y alborozos, sin que nunca tenga la plena seguridad sobre sí misma—. ¿No es ésta la definición del drama?

El drama no es una cosa que está ahí —no es en ningún buen sentido una cosa, un ser estático—, sino que el drama pasa, acontece, —se entiende, es un pasarle algo a alguien, es lo que acontece al protagonista mientras le acontece—.

Pero aun al decir esto que ahora, creo yo, nos parece tan claro, decir que la vida es drama, solemos malentenderlo interpretándolo como si se tratase de que viviendo nos suelen acontecer dramas algunas veces, o bien que vivir es acontecerle a uno muchas cosas —por ejemplo, dolerle a uno las muelas, ganar el premio de la lotería, no tener qué comer, enamorarse de una mujer, sentir la indominable aspiración de ser ministro, ser velis nolis estudiante de la Universidad, etc.—.

Pero esto significaría que en la vida acontecen dramas, grandes y chicos, tristes o regocijados, mas no que la vida es esencialmente y sólo drama. Y de esto precisamente es de lo que se trata.

Porque todas las demás cosas que nos pasan o acontecen, nos acontecen y pasan porque nos acontece y pasa una única: vivir.

Si no viviésemos no nos pasaría nada; en cambio, porque vivimos y sólo porque vivimos nos pasa todo lo demás.

Ahora bien, ese único y esencial "pasarnos" que es causa de todos los demás, el vivir, tiene una peculiarísima condición, y es que siempre está en nuestra mano hacer que no pase.

El hombre puede siempre dejar de vivir. Es penoso traer aquí esta idea de la posibilidad siempre abierta para el hombre de huir de la vida; es penoso, pero es forzoso.

Porque ella y sólo ella descubre un carácter principalísimo de nuestra vida, que es éste: no nos la hemos dado a nosotros, sino que nos la encontramos o nos encontramos en ella al encontrarnos con nosotros mismos —pero al encontrarnos en la vida podríamos muy bien abandonarla—.

Si no la abandonamos es porque queremos vivir.

Pero entonces noten ustedes lo que resulta: si, según hemos visto, nos pasan todas las cosas porque nos pasa vivir, como este esencial pasar lo aceptamos al querer vivir, es evidente que todo lo demás que nos pasa, aun lo más adverso y desesperante, nos pasa porque queremos —se entiende, porque queremos ser—.

El hombre es afán de ser —afán en absoluto de ser, de subsistir— y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo.

Mas esto tiene dos haces: un ente que está constituido por el afán de ser, que consiste en afanarse por ser, evidentemente es ya, si no, no podría afanarse. Este es un lado. Pero ¿qué es ese ente?

Ya lo hemos dicho: afán de ser.

Bien; pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo.

De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad.

Por eso hacemos siempre algo para asegurarnos la vida, y antes que otra cosa hacemos una interpretación de la circunstancia en que tenemos que ser y de nosotros mismos que en ella pretendemos ser —definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir.

Esa interpretación se forma en lo que llamamos "nuestras convicciones", o sea todo aquello de que creemos estar seguros, con respecto a lo cual sabemos a qué atenernos.

Y ese conjunto de seguridades que pensando sobre la circunstancia logramos fabricarnos, construirnos —como una balsa en el mar proceloso, enigmático de la circunstancias—, es el mundo, horizonte vital.

De donde resulta que el hombre para vivir necesita, quiera o no, pensar, formarse convicciones —o lo que es igual, que vivir es reaccionar a la inseguridad radical construyendo la seguridad de un modo, o con otras palabras, creyendo que el mundo es de este o del otro modo, para en vista de ello dirigir nuestra vida, vivir.

El otro día desechábamos la definición del hombre como homo sapiens, por parecemos comprometedora y en exceso optimista. ¿Que el hombre sabe? En la fecha en que hablo y dirigiendo una mirada a la humanidad actual, esa pregunta es demasiado inquietadora: porque si algo hay claro en esta hora, es que en esta hora el hombre, y precisamente el más civilizado, en uno y otro continente, no sabe qué hacer.

Las anteriores consideraciones nos llevarían más bien a ampararnos en la otra vieja definición que llama al hombre homo faber, el ente que fabrica —o como Franklin decía, el animal que hace instrumentos, animal instrumentificum—.

Pero habíamos de dar a esta noción un sentido radicalísimo que sus autores no sospecharon jamás. Con ella se quiere decir que el hombre es capaz de fabricar instrumentos, útiles, trebejos que le sirvan para vivir.

Es capaz…, mas una realidad no se define por aquello que es capaz de hacer, pero que puede muy bien no hacer. Ahora no estamos fabricando instrumentos en el sentido que solía tener esa definición, y, sin embargo, somos hombres.

Pero a esa definición, repito, puede dársele un sentido mucho más radical: el hombre siempre, en cada instante, está viviendo según lo que es el mundo para él; ustedes han venido aquí y están ahora oyéndome porque dentro de lo que es para ustedes el mundo les parecía tener sentido venir aquí durante esta hora.

Por tanto, en este hacer de ustedes que es haber venido, permanecer aquí y esforzar su atención a mis palabras, actualizan la concepción del mundo que tienen, es decir, que hacen mundo, que dan vigencia a un cierto mundo.

Y lo mismo diría, si en vez de estar aquí, estuviesen ustedes haciendo otra cosa en cualquier otro sitio. Siempre lo harían en virtud del mundo o universo en que creen, en que piensan.

Sólo que en un caso como el concreto nuestro la cosa es aún más clara y literal; porque han venido muchos de ustedes a ver si oían algo nuevo sobre lo que es el mundo, a ver si juntos conmigo hacíamos un mundo un poco nuevo, aunque no sea más que en alguna de sus dimensiones, cuadrantes o provincias.

Con mayor o menor actividad, originalidad y energía el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y ya hemos visto que mundo o universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida.

Diremos, pues, que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser.
El hombre es un fabricante nato de universos.

He aquí, señores, por qué hay historia, por qué hay variación continua de las vidas humanas.

Si seccionamos por cualquier fecha el pasado humano, hallamos siempre al hombre instalado en un mundo, como en una casa que se ha hecho para abrigarse. Ese mundo le asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia. pero deja muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar.

Su vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inquietudes que ese mundo represente.

Con una relativa seguridad estamos ahora por lo menos en cuanto al peligro de que un astro choque con la Tierra y la destruya.

¿Por qué esa seguridad? Porque creemos en un mundo lo bastante racional para que sea posible la ciencia astronómica, y ésta nos asegura que las probabilidades de ese choque son prácticamente nulas con respecto a nuestra vida.

Es más, los astrónomos, que han sido siempre gentes maravillosas, se han entretenido en contar el número de años que faltan para que un astro dé un torniscón al Sol y lo destruya: son, exactamente, un billón doscientos tres años. Podemos todavía conversar un rato.

Pero imaginen ahora ustedes que, de pronto, los fenómenos naturales comenzasen a contravenir las leyes de la física; esto es, que perdiésemos la confianza en la ciencia, que es, dicho sea de paso, la fe de que vive el hombre europeo actual.

Nos encontraríamos ante un mundo irracional, es decir, impermeable a nuestra razón científica, que es lo único que nos permite asegurarnos cierto dominio sobre la circunstancia material. Ipso facto, nuestra vida,, nuestro drama cambiaría de cariz profundamente —nuestra vida sería muy otra, porque viviríamos en otro mundo.

Se nos habría caído la casa en que estábamos instalados, no sabríamos, en todo lo material, a qué atenernos, volvería a azotar a la humanidad la plaga terrible que durante milenios la ha sobrecogido y mantenido prisionera: el pavor cósmico, el miedo de Pan, el terror pánico.

Pues bien: la cosa no es tan absolutamente remota de la realidad como puede suponerse. En estos días siente la humanidad civilizada un terror que hace treinta años, no más, desconocía. Hace treinta años creía estar en un mundo donde el progreso económico era indefinido y sin graves discontinuidades.

Mas en estos últimos años el mundo ha cambiado: los jóvenes que comienzan a vivir plenamente ahora viven en un mundo de crisis económica que hace vacilar toda seguridad en este orden —y que quién sabe qué modificaciones insospechadas, hasta increíbles, puede acarrear a la vida humana.

Esto nos permite formular dos principios fundamentales para la construcción de la historia:

1° El hombre constantemente hace mundo, forja horizonte.

2° Todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura del drama vital. El sujeto psico—fisiológico que vive, el alma y el cuerpo del hombre puede no cambiar; no obstante, cambia su vida porque ha cambiado el mundo. Y el hombre no es su alma y su cuerpo, sino su vida, la figura de su problema vital.

El tema de la historia queda así formalmente precisado como el estudio de las formas o estructuras que ha tenido la vida humana desde que hay noticia.

Pero se dirá que la vida está siempre, continuamente, cambiando de estructura. Porque si hemos dicho que el hombre hace constantemente mundo, quiere decirse que éste es modificado también constantemente y, por tanto, cambiará sin cesar la estructura de la vida. En último rigor esto es cierto.

Al preparar la lección de hoy he tenido que pensar con más precisión ciertos puntos de lo que yo creo —que es el mundo histórico, el cual no es sino una porción de mi mundo.

Por tanto, se ha modificado éste en algunos detalles. Parejamente, yo espero que esta lección varíe alguna facción, por menuda que sea, del mundo en que ustedes vivían al entrar hace un rato por esa puerta. Sin embargo, la arquitectura general del universo en que ustedes y yo vivíamos ayer queda intacta.

Todos los días cambia un poco la materia de que están hechas las paredes de nuestra casa; no obstante, tenemos derecho a decir, si no nos hemos mudado, que habitamos en la misma casa que hace años. No hay, pues, que exagerar el rigor, porque eso nos llevaría en este caso a algo falso.

Cuando las modificaciones que sufre el mundo en que creo no afectan a sus principales elementos constructivos y su perfil general queda intacto, el hombre no tiene la impresión de que ha cambiado el mundo, sino sólo de que ha cambiado algo en el mundo.

Pero otra consideración sumamente obvia nos pone en la pista de qué género de modificaciones son las que deben valer como efectivo cambio de horizonte o mundo.

La historia no se ocupa sólo de tal vida individual; aun en el caso de que el historiador se proponga hacer una biografía, encuentra a la vida de su personaje trabada con las vidas de otros hombres, y la de éstos, a su vez, con otras; es decir, que cada vida está sumergida en una determinada circunstancia de una vida colectiva.

Y esta vida colectiva, anónima, con la cual se encuentra cada uno de nosotros tiene también su mundo, su repertorio de convicciones con las cuales, quiera o no, el individuo tiene que contar.

Es más, ese mundo de las creencias colectivas —que se suele llamar "las ideas de la época", el "espíritu del tiempo"— tiene un peculiar carácter que no tiene el mundo de las creencias individuales, a saber: que es vigente por sí, frente y contra nuestra aceptación de él. Una convicción mía, por firme que sea, sólo tiene vigencia para mí.

Pero las ideas del tiempo, las convicciones ambientes son tenidas por un sujeto anónimo, que no es nadie en particular, que es la sociedad. Y esas ideas tienen vigencia aunque yo no las acepte, esa vigencia se hace sentir sobre mí, aunque sea negativamente.

Están ahí, ineludiblemente, como está ahí esa pared, y yo tengo que contar con ellas en mi vida, quiera o no, como tengo que contar con esa pared que no me deja pasar a su través y me obliga a buscar dócilmente la puerta o a ocupar mi vida en demolerla.

Pero claro es que la influencia mayor que el espíritu del tiempo, el mundo vigente ejerce en cada vida, no la ejerce simplemente porque está ahí —o, lo que es lo mismo, porque yo estoy en él y en él tengo que moverme y ser—, sino porque, en realidad, la mayor porción de mi mundo, de mis creencias proviene de ese repertorio colectivo, coinciden con ellas.

El espíritu del tiempo, las ideas de la época en su inmensa porción y mayoría están en mí, son las mías. El hombre, desde que nace, va absorbiendo las convicciones de su tiempo, es decir, va encontrándose en el mundo vigente.

Esto, tan sencillo como es, nos proporciona una iluminación decisiva sobre los cambios propiamente históricos, sobre qué género de modificaciones debemos considerar como efectivos cambios del mundo y por ende de la estructura del drama vital.

Normalmente, el hombre hasta los veinticinco años no hace más que aprender, recibir noticias sobre las cosas que le proporciona su contorno social —los maestros, el libro, la conversación. En esos años, pues, se entera de lo que es el mundo, topa con las facciones de ese mundo que encuentra ahí ya hecho.

Pero ese mundo no es sino el sistema de convicciones vigentes en aquella fecha. Ese sistema de convicciones se ha ido formando en un larguísimo pasado, algunos de sus componentes más elementales proceden de la humanidad más primitiva.

Pero justamente las porciones de ese mundo, los asuntos de él más agudos han recibido una nueva interpretación de los hombres que representan la madurez de la época —y que regentan en todos los órdenes esa época— en las cátedras, en los periódicos, en el gobierno, en la vida artística y literaria.

Como el hombre hace mundo siempre, esos hombres maduros han producido esta o la otra modificación en el horizonte que encontraron.

El joven se encuentra con este mundo a los veinticinco años y se lanza a vivir en él por su cuenta, esto es, a hacer también mundo.

Pero como él medita sobre el mundo vigente, que es el de los hombres maduros de su tiempo, su tema, sus problemas, sus dudas son distintas de las que sintieron estos hombres maduros que en su juventud meditaron sobre el mundo de los hombres maduros de su tiempo, hoy ya muy ancianos, y así sucesivamente hacia atrás.

Si se tratase de uno o pocos jóvenes nuevos que reaccionan al mundo de los hombres maduros, las modificaciones a que su meditación les lleve serían escasas, tal vez importantes en algún punto, pero, en fin de cuentas, parciales. No podría decirse que su actuación cambia el mundo.

Pero el caso es que no se trata de unos pocos jóvenes sino de todos los que son jóvenes en una cierta fecha, los cuales son más o tantos más en número que los hombres maduros.

Cada joven actuará sobre un punto del horizonte, pero entre todos actúan sobre la totalidad del horizonte o mundo —es decir, unos sobre el arte, otros sobre la religión o sobre cada una de las ciencias, sobre la industria, sobre la política.

Había de ser mínima la modificación que en cada punto producen y, no obstante, tendremos que reconocer que han cambiado el cariz total del mundo, de suerte que unos años después, cuando otra tornada de muchachos inicia su vida se encuentra con un mundo que en el cariz de su totalidad es distinto del que ellos encontraron.

El hecho más elemental de la vida humana es que unos hombres mueren y otros nacen —que las vidas se suceden—. Toda vida humana, por su esencia misma, está encajada entre otras vidas anteriores y otras posteriores —viene de una vida y va a otra subsecuente—.

Pues bien, en ese hecho, el más elemental, fundo la necesidad ineludible de los cambios en la estructura del mundo. Un automático mecanismo trae irremisiblemente consigo que en una cierta unidad de tiempo la figura del drama vital cambia, como en esos teatros de obras breves en que cada hora se da un drama o comedia diferente.

No hace falta suponer que los actores son distintos: los mismos actores tienen que representar argumentos diferentes. No está dicho, sin más ni más, que el joven de hoy —esto es, su alma y su cuerpo— es distinto del de ayer; pero es irremediable que su vida es de armazón diferente que la de ayer.

Ahora bien, esto no es sino hallar la razón y el período de los cambios históricos en el hecho anejo esencialmente a la vida humana de que ésta tiene siempre una edad.

La vida es tiempo —como ya nos hizo ver Dilthey y hoy nos reitera Heidegger, y no tiempo cósmico imaginario y porque imaginario infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se acaba, que es el verdadero tiempo, el tiempo irreparable—.

Por eso el hombre tiene edad. La edad es estar el hombre siempre en un cierto trozo de su escaso tiempo —es ser comienzo del tiempo vital, ser ascensión hacia su mitad, ser centro de él, ser hacia su término— o, como suele decirse, ser niño, joven, maduro o anciano.

Pero esto significa que toda actualidad histórica, todo "hoy" envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres "hoy" diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad.

"Hoy" es para uno veinte años, para otros, cuarenta, para otros, sesenta; y eso, que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo "hoy", declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha.

 1933 parece un tiempo único, pero en 1933 vive un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y, a la vez, abarca los tres:

es la unidad en un tiempo histórico de tres edades distintas.

Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera —en el mismo mundo—,

pero contribuimos a formarlos de modo diferente.

Sólo se coincide con los coetáneos.

Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye.

Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna.

Ahora bien, el conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia es una generación.

El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital. Aún quedan en el planeta grupos humanos aislados del resto.

Es evidente que aquellos individuos de esos grupos que tienen la misma edad que nosotros, no son de nuestra misma generación porque no participan de nuestro mundo.

Pero esto indica, a su vez:

1°, que si toda generación tiene una dimensión en el tiempo histórico, es decir, en la melodía de las generaciones humanas, viene justamente después de tal otra —como la nota de una canción suena según sonase la anterior—;

2°, que tiene también una dimensión en el espacio. En cada fecha el círculo de convivencia humana es más o menos amplio.

En los comienzos de la Edad Media, los territorios que habían convivido en contacto histórico durante el buen tiempo del Imperio romano quedan, por muy curiosas causas, disociados, sumergido y absorto cada cual en sí mismo.

Es una época de multiplicidad dispersa y discontinua. Casi cada gleba vive sola consigo. Por eso se produce una maravillosa diversidad de modos humanos que dio origen a las nacionalidades.

Durante el Imperio, en cambio, se convive desde la frontera india hasta Lisboa, Inglaterra y la línea transrenana. Es un tiempo de uniformidad, y aunque las dificultades de comunicación dan un carácter sobremanera relativo a esa convivencia, puede decirse idealmente que los coetáneos desde Londres al Ponto formaban una generación.

Y es muy diferente destino vital, muy distinta la estructura de la vida, pertenecer a una generación de amplía uniformidad o a una angosta, de heterogeneidad y dispersión.

Y hay generaciones cuyo destino consiste en romper el aislamiento de un pueblo y llevarlo a convivir espiritualmente con otros, integrándolo así en una unidad mucho más amplía, metiéndolo, por decirlo así, de su historia retraída, particular y casera, en el ámbito gigantesco de la historia universal.

Comunidad de fecha y comunidad espacial son, repito, los atributos primarios de una generación. Juntos significan la comunidad de destino esencial.

El teclado de circunstancia en que los coetáneos tienen que tocar la sonata apasionada de su vida es el mismo en su estructura fundamental.

Esta identidad de destino produce en los coetáneos coincidencias secundarias que se resumen en la unidad de su estilo vital.

Alguna vez he representado a la generación como "una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación.

Tal vez en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal, la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos.

Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar adoración.

El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que, antes o después, todo hombre sensible llega a hacer.

Una generación es un modo integral de existencia o, si se quiere, una moda, que se fija indeleble sobre el individuo.

En ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser".

En el "hoy", en todo "hoy" coexisten articuladas varias generaciones y las relaciones que entre ellas se establecen, según la diversa condición de sus edades, representan el sistema dinámico, de atracciones y repulsiones, de coincidencia y polémica, que constituye en todo instante la realidad de la vida histórica.

La idea de las generaciones, convertida en método de investigación histórica, no consiste más que en proyectar esa estructura sobre todo el pasado. Todo lo que no sea esto es renunciar a descubrir la auténtica realidad de la vida humana en cada tiempo —que es la misión de la historia—.

El método de las generaciones nos permite ver esa vida desde dentro de ella, en su actualidad. La historia es convertir virtualmente en presente lo que ya pasó.

Por eso —y no sólo metafóricamente— la historia es revivir el pasado. Y como vivir no es sino actualidad y presente, tenemos que transmigrar de los nuestros o los pretéritos, mirándolos no desde fuera, no como sidos, sino como siendo.

Pero ahora necesitamos precisar un poco más.

La generación, decíamos, es el conjunto de hombres que tienen la misma edad.

Aunque parezca mentira se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor, la misma edad; por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si lo usamos, tapa y deforma la realidad.

La historia necesita de una peculiar exactitud, precisamente la exactitud histórica, que no es la matemática, y cuando se quiere suplantar aquélla con ésta se cae en errores como el de esta objeción que podía muy bien haber extremado más las cosas reclamando el nombre de coetáneos exclusivamente para los nacidos en una misma hora o en un mismo minuto.

Pero convendría haber caído en la cuenta de que el concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una fecha.

Antes de que se supiese contar, la sociedad —en los pueblos primitivos— aparecía y aparece organizada en las clases llamadas de edad.

Hasta tal punto este hecho elementalísimo de la vida es una realidad, que espontáneamente da forma al cuerpo social dividiéndolo en tres o cuatro grupos, según la altitud de la existencia personal.

La edad es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir —por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir—.

Y ese modo de vida que es cada edad —medido externamente, según la cronología del tiempo cósmico, que no es vital, del tiempo que se mide con relojes— se extiende durante una serie de años.

No se es joven sólo un año, ni es joven sólo el de veinte pero no el de veintidós. Se está siendo joven una serie determinada de años y lo mismo se está en la madurez durante cierto tiempo cósmico.

La edad, pues, no es una fecha, sino una "zona de fechas", y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas.

Si cada uno de ustedes recapacita sobre quiénes son sentidos por él como coetáneos, como de su generación, hallará que no sabe la edad—año de esos prójimos, pero podrá fijar cifras extremas hacia arriba y hacia abajo y dirá: Fulano ya no es de mi tiempo, es un muchacho todavía o es ya hombre maduro.

No es, pues, ateniéndonos a la cronología estricta, matemática de los años como podemos precisar las edades.

Porque ¿cuántas y cuáles son las edades del hombre? En otro tiempo, cuando la matemática no había aún devastado el espíritu de la vida —allá en el mundo antiguo y en la Edad Media y aun en los comienzos de la modernidad— meditaban los sabios y los ingenuos sobre esta gran cuestión.

Había una teoría de las edades y Aristóteles, por ejemplo, no ha desdeñado dedicar a ella algunas páginas espléndidas.

Hay para todos los gustos: se ha segmentado la vida humana en tres y cuatro edades —pero también en cinco, en siete y aun en diez—. Nada menos que Shakespeare, en la comedia A vuestro gusto, es partidario de la división septenaria.

"El mundo entero es un teatro y todos los hombres y las mujeres no más que actores de él: hacen sus entradas y sus salidas, y los actos de la obra son siete edades."

A lo que sigue una caracterización de cada una de éstas.

Pero es innegable que sólo las divisiones en tres en cuatro han tenido permanencia en la interpretación de los hombres. Ambas son canónicas en Grecia y en el Oriente, en el primitivo fondo germánico. Aristóteles es partidario de la más simple: juventud, plenitud o akmé y vejez.

En cambio, una fábula de Esopo, que recoge reminiscencias orientales y una añeja conseja germánica que Jacobo Grimm espumó nos hablan de cuatro edades:

"Quiso Dios que el hombre y el animal tuviesen el mismo tiempo, treinta años. 

Pero los animales notaron que era para ellos demasiado tiempo, mientras al hombre le parecía muy poco. 

Entonces vinieron a un acuerdo y el asno, el perro y el mono entregan una porción de los suyos, que son acumulados al hombre. De este modo consigue la criatura humana vivir setenta años. 

Los treinta primeros los pasa bien, goza de salud, se divierte y trabaja con alegría, contento con su destino. 

Pero luego vienen los dieciocho años del asno y tiene que soportar carga tras carga: ha de llevar el grano que otro se come y aguantar puntapiés y garrotazos por sus buenos servicios. 

Luego vienen los doce años de una vida de perro: el hombre se mete en un rincón, gruñe y enseña los dientes, pero tiene ya pocos dientes para morder. 

Y cuando este tiempo pasa vienen los diez años de mono, que son los últimos: el hombre se chifla y hace extravagancias, se ocupa en manías ridículas, se queda calvo y sirve sólo de risa a los chicos".

Esta conseja, cuyo dolorido realismo caricaturesco lleva la marca típica de la Edad Media, muestra acusadamente cómo el concepto de edades se forma primariamente sobre las etapas del drama vital, que no son cifras, sino modos de vivir.

Plutarco, en la vida de Licurgo, cita tres versos que se suponen recitados por sendos coros:

Los viejos: Nosotros hemos sido guerreros muy fuertes.

Los jóvenes: Nosotros lo somos: si tenéis gana —miradnos a la cara.

Los muchachos: Pero nosotros seremos mucho más fuertes todavía.

Aludo a todo esto y transcribo estos lugares para hacerles ver la profunda resonancia que en la preocupación vital de los hombres encuentra este tema de las edades desde los tiempos más remotos.

Pero hasta ahora el concepto de edad preocupaba sólo desde el punto de vista de la vida individual. De aquí, entre otras cosas, la vacilación sobre el ciclo y carácter de las edades: niños, jóvenes, viejos —como en la cita de Plutarco—. Joven, maduro, viejo, decrépito —como en la fábula esópica—. Joven, maduro, anciano —como en Aristóteles.

Comencemos el próximo día con el intento de fijar las edades y el tiempo de cada una desde el punto de vista de la historia. La realidad histórica y no nosotros es quien tiene que decidir.

[Este texto corresponde al número tres, "Idea de las generaciones", de unas lecciones explicadas en 1933. Se publicó por primera vez en el volumen V de las obras completas. Se incluye como parte del libro En torno a Galileo: esquema de las crisis.]


"La idea de las generaciones"

Lo que más importa a un sistema científico es que sea verdadero. Pero la exposición de un sistema científico impone a éste una nueva necesidad: además de ser verdadero es preciso que sea comprendido.

No me refiero ahora a las dificultades que el pensamiento abstracto, sobre todo si innova, opone a la mente, sino a la comprensión de su tendencia profunda, de su intención ideológica, pudiera decirse, de su fisonomía.

Nuestro pensamiento pretende ser verdadero; esto es, reflejar con docilidad lo que las cosas son. Pero sería utópico y, por lo tanto, falso suponer que para lograr su pretensión el pensamiento se rige exclusivamente por las cosas, atendiendo sólo a su contextura.

Si el filósofo se encontrase solo ante los objetos, la filosofía sería siempre una filosofía primitiva.

Mas junto a las cosas, halla el investigador los pensamientos de los demás, todo el pasado de meditaciones humanas, senderos innumerables de exploraciones previas, huellas de rutas ensayadas al través de la eterna selva problemática que conserva su virginidad, no obstante su reiterada violación.

Todo ensayo filosófico atiende, pues, dos instancias: lo que las cosas son y lo que se ha pensado sobre ellas. Esta colaboración de las meditaciones precedentes le sirve, cuando menos, para evitar todo error ya cometido y da a la sucesión de los sistemas un carácter progresivo.


Ahora bien: el pensamiento de una época puede adoptar ante lo que ha sido pensado en otras épocas dos actitudes contrapuestas —especialmente respecto al pasado inmediato, que es siempre el más eficiente, y lleva en sí infartado, encapsulado, todo el pretérito—.

Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz.

Aquéllas son épocas de filosofía pacífica; éstas son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su radical superación.

Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por "nuestra época" no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.

Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otro, una escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo lejos zonas de piel aún intacta.

Esta minoría vive condenada a no ser bien entendida: los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su zaga y aún no ha llegado a la altitud desde la cual la terra incognita se otea.

De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro ante el nuevo territorio que ha de conquistar el vulgo retardatario que hostiliza a su espalda.

Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.

Esta discrepancia es más honda y esencial de lo que suele creerse. Trataré de aclarar en qué sentido.

Por medio de la historia intentamos la comprensión de las variaciones que sobrevienen en el espíritu humano. Para ello necesitamos primero advertir que esas variaciones no son de un mismo rango. Ciertos fenómenos históricos dependen de otros más profundos, que, por su parte, son independientes de aquéllos.

La idea de que todo influye en todo, de que todo depende de todo, es una vaga ponderación mística, que debe repugnar a quien desee resueltamente ver claro. No; el cuerpo de la realidad histórica posee una anatomía perfectamente jerarquizada, un orden de subordinación, de dependencia entre las diversas clases de hechos.

Así, las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas; dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los contemporáneos.

Pero a su vez, ideología, gusto y moralidad no son más que consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada.

Esta que llamaremos "sensibilidad vital" es el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época.

Sin embargo, cuando la variación de la sensibilidad se produce sólo en algún individuo, no tiene trascendencia histórica. Han solido disputar sobre el área de la filosofía de la historia dos tendencias, que, a mi juicio, y sin que yo pretenda ahora desarrollar la cuestión son parejamente erróneas.

Ha habido una interpretación colectivista y otra individualista de la realidad histórica. Para aquélla, el proceso sustantivo de la historia es obra de las muchedumbres difusas; para ésta, los agentes históricos son exclusivamente los individuos.

El carácter activo, creador de la personalidad, es, en efecto, demasiado evidente para que pueda aceptarse la imagen colectivista de la historia. Las masas humanas son receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora. Mas, por otra parte, el individuo señero es una abstracción.

Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar los "héroes" de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico.

La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional, en que los hombres más enérgicos —cualquiera que sea la forma de esta energía— han operado sobre las masas, dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar.

Un individuo absolutamente heterogéneo a la masa no produciría sobre ésta efecto alguno; su obra resbalaría sobre el cuerpo social de la época sin suscitar en él la menor reacción; por tanto, sin insertarse en el proceso general histórico.

En varia medida ha acontecido esto no pocas veces, y la historia debe anotar al margen de su texto principal la biografía de esos hombres "extravagantes". Como todas las demás disciplinas biológicas, tiene la historia un departamento destinado a los monstruos: una teratología.

Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada.

La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos.

Una generación es una variedad humana, en el sentido riguroso que dan a este término los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les prestan fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. Den de ese marco de identidad pueden ser los individuos del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos junto a los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten a veces como antagonistas.

Pero bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre fácilmente la mirada una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo, y por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquiera de ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a una misma especie, y en nosotros, negros o blancos, se inicia otra distinta.

Más importante que los antagonismos del pro y el anti, dentro del ámbito de una generación, es la distancia permanente entre los individuos selectos y los vulgares. Frente a las doctrinas al uso que silencian o niegan esta evidente diferencia de rango histórico entre unos y otros hombres, se sentiría uno justamente incitado a exagerarla.

Sin embargo, esas mismas diferencias de talla suponen que se atribuye a los individuos un mismo punto de partida, una línea común sobre la cual se elevan unos más, otros menos, y viene a representar el papel que el nivel del mar en topografía. Y, en efecto, cada generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada.

Si tomamos en su conjunto la evolución de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido impermutable en la serie del pulso, como lo es cada nota en el desarrollo de una melodía.

Parejamente podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico (1), lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. De una y otra participan tanto sus elementos más valiosos como los más vulgares.

Mas con todo esto, claro es, no hacemos sino construir figuras o pintar ilustraciones que nos sirven para destacar el hecho verdaderamente positivo, donde la idea de generación confirma su realidad. Es ello simplemente que las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior.

Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido —ideas, valoraciones, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, dejar fluir su propia espontaneidad. Su actitud no puede ser la misma ante lo propio que ante lo recibido.

Lo hecho por otros, ejecutado, perfecto, en el sentido de concluso, se adelanta hacia nosotros con una unción particular: aparece como consagrado, y, puesto que no lo hemos labrado nosotros, tendemos a creer que no ha sido obra de nadie, sino que es la realidad misma.

Hay un momento en que las ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres determinados, sino la verdad misma, anónimamente descendida sobre la tierra.

En cambio, nuestra sensibilidad espontánea, lo que vamos pensando y sintiendo de nuestro propio peculio, no se nos presenta nunca concluido, completo y rígido, como una cosa definitiva, sino que es una fluencia íntima de materia menos resistente. Esta desventaja queda compensada por la mayor jugosidad y adaptación a nuestro carácter, que tiene siempre lo espontáneo.

El espíritu de cada generación depende de la ecuación que esos dos ingredientes formen, de la actitud que ante cada uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se entregará a lo recibido, desoyendo las íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será fiel a éstas e indócil a la autoridad del pasado?

Ha habido generaciones que sintieron una suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se vive en épocas cumulativas.

Otras veces han sentido una profunda heterogeneidad entre ambos elementos, y sobrevinieron épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate.

En las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos.

En las segundas, como no se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos por los mozos. Son tiempos de jóvenes, edades de iniciación y beligerancia constructiva.

Este ritmo de épocas de senectud y épocas de juventud es un fenómeno tan patente a lo largo de la historia, que sorprende no hallarlo advertido por todo el mundo.

La razón de esta inadvertencia está en que no se ha intentado aún formalmente la instauración de una nueva disciplina científica, que podría llamarse metahistoria, la cual sería a las historias concretas lo que es la fisiología a la clínica.

Una de las más curiosas investigaciones metahistóricas consistiría en el descubrimiento de los grandes ritmos históricos. Porque hay otros no menos evidentes y fundamentales que el antedicho; por ejemplo, el ritmo sexual.

Se insinúa, en efecto, una pendulación en la historia de épocas sometidas al influjo predominante del varón a épocas subyugadas por la influencia femenina.

Muchas instituciones, usos, ideas, mitos, hasta ahora inexplicados, se aclaran de manera sorprendente cuando se cae en la cuenta de que ciertas épocas han sido regidas, modeladas por la supremacía de la mujer. Pero no es ahora ocasión adecuada para internarse en esta cuestión.

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(1) Los términos "biología, biológico" se usan en este libro —cuando no se hace especial salvedad— para designar la ciencia de la vida, entendiendo por ésta una realidad con respecto a la cual las diferencias entre alma y cuerpo son secundarias.

[Este ensayo, "Idea de las generaciones", es la primera parte de El tema de nuestro tiempo, 1923]

© José Luis Gómez-Martínez

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Extraido de: http://www.meditaciones.org/
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