Ningún hombre en plena posesión de sus facultades puede contemplar con satisfacción los contrastes existentes.
Nadie puede comparar la disparidad entre pobres y ricos, entre poder adquisitivo y capacidad productiva, entre plan y realización, entre caos y orden, entre fealdad y belleza,
entre todo el pecado y crueldad del sistema imperante y cualquier código decente de existencia social (cristiano, o moral, o científico),
nadie puede advertir esas disparidades y permanecer indiferente. Nuestra civilización es un escándalo y hasta que se le rehaga todas nuestras actividades intelectuales son vanas.
Como poetas y pintores seremos ineficaces hasta que podamos construir sobre la base de una comunidad unificada.
Repito que no sobreentiendo ningún factor místico; simplemente deseo señalar la obvia verdad de que no es posible representar ante un auditorio en medio de un alboroto, por mucha atención que aquél preste.
El problema, a grandes rasgos, es bastante sencillo. Por una parte, tenemos a la humanidad, necesitada para su subsistencia y placer, de cierta cantidad de bienes;
por otra, la misma humanidad, equipada con ciertas herramientas, máquinas y fábricas, explotando los recursos naturales de la tierra.
Todas las razones nos asisten para creer que con la potencia mecánica moderna y los modernos métodos de producción hay o podría haber suficientes bienes para satisfacer todas las exigencias razonables.
Sólo se necesita organizar un sistema eficiente de distribución e intercambio. ¿Por qué no se hace?
La única respuesta es que el ineficaz sistema imperante beneficia a una pequeña minoría que
ha acumulado poder suficiente para mantenerlo contra cualquier oposición. Este poder adopta
varias formas: dinero, tradición, inercia, control de la información; pero esencialmente consiste
en el poder de mantener a los demás en la ignorancia. Si se pudiera sacudir la supersticiosa
credulidad de las masas; si pudieran ponerse al descubierto los fantásticos dogmas de los
economistas; si el más simple trabajador y campesino pudiera apreciar el problema en toda su
sencillez y realidad, el sistema económico actual no duraría un día más. Se necesitaría más de
un día para crear un nuevo sistema económico; pero sería mejor comenzar con una revolución,
como en España, que atravesar la lenta agonía del llamado “período de transición”. Un período
de transición es simplemente un expediente burocrático para posponer lo inevitable.
Lo inevitable es la sociedad sin clases, la sociedad sin burocracia, sin ejercicio, sin ninguna
clase o profesión cerradas, sin componentes inútiles. Debe haber una jerarquía del talento, una
división del trabajo; pero únicamente dentro del grupo funcional, de la organización colectiva. Si
han de recompensarse la responsabilidad y la eficiencia, es delicado problema que queda para
le futuro; lo cierto es que no debería recompensarse con dinero de ninguna especie o medios
de cambio que puedan investir a un hombre de poder para exigir los servicios de otro fuera de
las organizaciones colectivas. Los medios de cambio deberían ser rescatables sólo en bienes, y
tener un período limitado de validez. La acumulación de dinero y toda forma de usura deberían
considerarse vicios antinaturales, tendencias que deben prevenirse por el psicólogo en la
infancia. El único fin del trabajo debería ser el disfrute inmediato; y por tanto no debería
subordinarse al goce de la vida, considerarse como un intervalo necesario al ocio del día. Pero
esta distinción entre trabajo y ocio nace de nuestra mentalidad sometida a esclavitud; el goce
de la vida es la actividad vital, la realización indiferenciada de funciones mentales y manuales:
cosas que se crean y cosas que se hacen en respuesta a un impulso o deseo natural.
La frase “sociedad sin clases” sin duda despierta el terror en cualquier persona reflexiva.
Despierta inmediatamente la imagen de una mediocridad opaca; sin patrones ni sirvientes, sin
Rolls Royces ni sulkies; todo convertido en una escala uniforme de individuos autosuficientes,
que viven en casas iguales y viajan en Fords iguales por interminables carreteras iguales.
Admito que una sociedad en la que cada individuo tenga el derecho inalienable a un dividendo
vital creará, por la abolición de la pobreza, algún problema a los snobs de Mayfair y Kensington,
y aun a los de cualquier villa suburbana. Pero aunque, finalmente, los productos del trabajo de
la comunidad sean más o menos igualmente distribuidos, el reparto de esta riqueza no
producirá la uniformidad de la vida, simplemente porque no existirá uniformidad de deseos. La
uniformidad es una pesadilla ininteligente; en una sociedad humana libre no habrá uniformidad.
La uniformidad sólo puede ser creada por la tiranía de un régimen totalitario.
La única clase de nivelación que debemos temer realmente es la nivelación intelectual.
Pero debemos tener en cuenta, nuevamente, los hechos, es decir, la naturaleza humana.
La sociedad que deseo y quiero y planeo es una sociedad de ocio, una sociedad que dé completa
Pero debemos tener en cuenta, nuevamente, los hechos, es decir, la naturaleza humana.
La sociedad que deseo y quiero y planeo es una sociedad de ocio, una sociedad que dé completa
oportunidad para la educación y perfeccionamiento espiritual. Para diferenciarse, el espíritu sólo
requiere tiempo y espacio. Las peores condiciones de la uniformidad intelectual y la estupidez
crean las condiciones de la pobreza y la falta de ocio. El hombre corriente, en nuestro injusto
sistema actual, ve detenida su educación antes de que su mente se haya abierto por completo.
Desde los catorce años se ve atado a una noria que gira incesantemente; no tiene tiempo ni
oportunidad para alimentar sus sentidos huérfanos de desarrollo, se ve precisado a aferrarse a
los periódicos y la radio, y por lo tanto a tirar de la noria con más rapidez.
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Extraído del muro de Meyer Lozano Quintana en Facebook
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