(o de cómo residir en el silencio y vivir en paz en y con el mundo)
Una de las cuestiones que primero y más preocupan a quien se adentra en el camino interior es la (aparente) dificultad para conciliar y armonizar el propio camino (y lo que éste comporta), con las exigencias del mundo exterior (y lo que éste comporta), máxime en una sociedad como la nuestra, caracterizada por la prisa y el trasiego constantes, en la que apenas si queda espacio para algo más que el trajín cotidiano.
A mi modo de ver, ésta es uno de los puntos peor planteados de todos, entre otras cosas porque arranca de premisas falsas. Y al estar mal planteado, las respuestas son casi siempre equivocadas.
El ser humano, que por regla general vive en la más absoluta fragmentación, es un especialista en crear falsas dicotomías: exterior/interior, amor/conocimiento, acción/meditación, movimiento/quietud, palabra/silencio, camino interior/vida cotidiana, yo/los otros, etc.
En cierta ocasión, le preguntaron a Bayazîd Bistâmî (m. 874) cuál era el signo más notable del verdadero derviche, a lo que el insigne maestro persa contestó:
“Es que le veas comiendo y bebiendo en tu compañía, bromear contigo, venderte o comprarte algo, mientras que su corazón está en el reino de la santidad divina. Ése es el signo más prodigioso”.
Tener el corazón en el reino de la santidad divina significa residir y, por lo tanto, vivir en y desde la presencia.
Pero, veamos un poco más en detalle qué quiere decir esto.
El camino interior supone mantener un cierto equilibrio entre las demandas y exigencias de la vida exterior en la que nos proyectamos a diario y lo que podríamos denominar una presencia consciente.
Se trata de obrar y maniobrar libremente en el mundo, pero desde la presencia (dhikr lo llaman los sufíes), que no es sino una intensificación y sutilización de la atención. Presencia significa ser y estar plenamente consciente ahora y aquí.
Sólo cuando se es capaz de liberarse de la tiranía del ego, a través de su silenciamiento -fanâ llaman a dicho proceso-, cuando se despierta del sueño al que aquél nos somete, mediante el cultivo de la presencia, el recuerdo y la actualización de lo que verdaderamente uno es, sólo entonces se puede afirmar que se está realmente vivo y en estrecha conectividad con la totalidad de cuanto existe.
Poseer consciencia, pues, es saber lo que uno es y, casi más importante aún, lo que no es.
Pero, cuidado, porque puedo no ser según qué cosas, pero deba de convivir con ellas.
Yo, por ejemplo, sé que no soy mis condicionamientos sociales o de otra índole, pero debo aprender a convivir con ellos.
Aquí entraría otro elemento importante más del camino interior:
la lucidez implacable e, incluso si se me apura, la astucia.
La presencia consiste en la activación a voluntad de un nivel mucho más elevado y sutil de percepción que posibilita conocer, desarrollar e integrar todas las funciones y actividades humanas, tales como el pensamiento, por ejemplo, la sensibilidad profunda y la acción en el mundo, que son vividas la mayoría de las veces de forma fragmentada. Sólo quien está presente puede ver, y ver es conocer.
Quien está presente ve, quien ve conoce y quien conoce ama la realidad.
Conocer es el destino último del ser humano, lo que nos permite revelar nuestra plena humanidad. Quien se conoce a sí mismo, aseveran los sufíes, lo conoce a Él, al que es, porque no hay diferencia alguna entre él y Él.
Entonces, da igual dentro que fuera, derecha o izquierda, arriba o abajo, frío que calor.
Para ese, ya no hay contradicciones. Conocer eso es conocer la esencia de la realidad toda.
Quien eso conoce reside en ello para siempre. No se puede vivir en dos lugares a la vez.
Esa es la esquizofrenia a la que conducen ciertas vías mal planteadas.
El sabio ha desplazado, por lo tanto, el eje desde el cual pivota su vivir. Y ya no hay vuelta atrás de ningún tipo.
Primero, porque no se puede y, en segundo lugar, porque tampoco se desea. ¡Ay, cómo olvidarse de ellas cuando se ha probado el sabor de las cerezas! El sabio es, pues, aquél al que nada ni nadie le puede apartar del camino.
Por supuesto, la presencia también tiene que ver con el hacer consciente.
Actuar desde la presencia comporta hacerlo sin quedar atrapado en la rueda de los resultados y las recompensas.
El del sufí, como el del karma-yogui, es un actuar gratuito y desinteresado, sí, pero siempre impecable.
No le preocupa el aplauso de los otros, sino la excelencia y la impecabilidad en el propio hacer.
En resumen, el sufí vive en el mundo, por supuesto, pero el mundo no vive en él, apenas si lo roza.
Jalvat dar anyuman lo llaman los derviches naqshis: estar retirado en plena sociedad, estar en el mundo pero no ser del mundo.
El verdadero sufí es quien ha dejado de depender de las cosas sin por eso tener que huir de ellas.
Pero hay más aún, cuanto más prominente es un hombre, y el sufí lo es, mayor es su contribución al bienestar del hombre, aunque lo haga desde el más absoluto de los anonimatos.
El trabajo interior (desde las lecturas a las prácticas concretas, absolutamente todo) debería estar encaminado hacia lo fundamental:
facilitar la experimentación de la presencia hasta sentirse empapado por ella, porque se ha de decir en voz alta que es posible aprender a activarla a voluntad.
Y que una vez activada es para siempre, de tal manera que quien a ella se conecta vive envuelto en ella y desde ella.
En otras palabras, vivir en presencia significa tener plenamente activada esta cualidad a la que llamamos atención sostenida, y que es la condición sine qua non del interés, primer factor de la fórmula “Interés+Desapego+Silenciamiento”, acuñada por Marià Corbí.
Utilizando una imagen tal vez un poco vulgar, pero muy gráfica, podría decirse que es como tener conectada una radio siempre, veinticuatro horas al día.
Después podremos bajar o subir el volumen de intensidad según las exigencias del momento y la conveniencia, pero la radio siempre estará conectada.
Pues bien, el sabio es aquél que siempre permanece conectado a Él, la fuente de todo lo que es, de tal forma que, a veces, uno tendría la tentación decir que es Él, incluso, quien habla por boca del sabio.
Incluso mientras duerme vive en la presencia.
Y es que el derviche no apaga jamás una vela, sino que la pone a descansar.
Hay quien sostiene, y muchos maestros espirituales así lo recomiendan, que si uno mantiene una actitud de (sano e inteligente) desapego y permanece consciente de sí mismo, en constante presencia de lo que realmente uno es, cada instante y cada acto devienen una oportunidad para despertar.
Se hace, pues, camino al andar, que diría el poeta.
Sin embargo, eso es cierto y posible sólo en el caso de un puñado de privilegiados, auténticos leones, según el decir de Mawlânâ Rûmî (m. 1273), ya que para la inmensa mayoría de personas resulta una posibilidad inalcanzable.
A falta de un cultivo previo a fondo de los tres factores del “IDS” antes mencionados, el torbellino de la cotidianidad se les lleva por delante, sin que se tenga ni la voluntad, ni la fuerza interior, ni tampoco la lucidez suficiente para extraer de los propios actos de la vida diaria la energía que impulsa hacia delante el camino interior.
A la inmensa mayoría de las personas, la marea de la cotidianidad les arrastra de forma irremisible.
Sea como fuere, y resumiendo, hemos de evitar la (falsa) dicotomía según la cual camino interior y vida cotidiana se repelen por definición, ya que desde ahí no avanzaremos en la comprensión de la realidad.
Dicho esto, nuestra intención ha de dirigirse hacia lo esencial: cambiar de residencia, desde nuestro ego a Él. Quien se vive a sí mismo como nada lo vive a Él como todo. Cultivar lo esencial y el resto se nos dará por añadidura. Cultivar lo esencial y el resto funcionará espontáneamente.
¿Por qué preocuparse de lo que comeremos mañana? Una sola cosa es importante: cuidar la semilla; y el fruto nacerá por sí mismo.
Pero, como siempre, son los poetas quienes mejor lo saben expresar todo. Dice el persa Rûmî:
"Alguien dice: "No puedo dejar de alimentar a mi familia.
Tengo que trabajar muy duro para ganarme la vida".
Puede vivir sin Dios, pero no sin comida;
puede vivir sin camino interior, pero no sin ídolos.
¿Dónde habrá uno que diga:
"si como pan sin consciencia de Dios me atragantaré"?
El hombre no puede saltar más allá de su sombra, y no es preciso, por consiguiente, que malgaste el tiempo tratando de cumplir algo imposible. Pero está en sus manos hacer de esa sombra luz.
Esa es la vía del león, esa es la vía del hombre de luz, que come pan cada día, porque si no se muere, pero respira cada respiración con la consciencia de Él, porque si no también se muere cada día, todos los días.
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Extraído de: http://instituto-sufi.blogspot.com/2008/12/la-va-suf-del-len.html
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